UNA PRIMERA TRANSICIÓN (1833-43). Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Un período histórico trascendental.
Del 29 de septiembre de 1833, cuando muere Fernando VII, al 23 de julio de 1843, al ser proclamada mayor de edad, tuvo lugar la minoría de edad de Isabel II. En su nombre, gobernó como regente primero su madre María Cristina de Borbón, hasta 1840, y después el general Espartero.
Las minorías de edad reales acostumbran a ser turbulentas en la Historia, pues todos los ambiciosos esperan entonces a hacer realidad sus deseos, y la minoría de Isabel II no fue por desgracia una excepción, sobretodo en una España dividida entre absolutistas y liberales.
Aquellos diez años fueron intensos y agotadores para el pueblo español. Se libró una guerra civil de siete años (1833-1840), la primera guerra carlista, y el Antiguo Régimen fue definitivamente disuelto por el empeño de la revolución liberal. La España de 1843 ya era un país de instituciones liberales, distinto del de 1833.
El Despotismo ilustrado imposible.
La regente María Cristina no era nada proclive al liberalismo. Su hermano, Fernando II de Nápoles, era un absolutista, pero estaba enfrentada con los partidarios ultra-absolutistas de su cuñado don Carlos y tuvo que acercarse a ciertos elementos reformistas entre la nobleza, el ejército y la judicatura para consolidar el trono de su hija Isabel.
Mantuvo como presidente del consejo de ministros al ilustrado Francisco Cea Bermúdez, que ya había sido nombrado en 1832. Antiguo diplomático en el imperio otomano y en el ruso, Cea Bermúdez creía que una buena administración hacía innecesaria la revolución liberal. La gestión sustituía la política. Algunos lo han considerado el último déspota ilustrado de la Historia de España y otros su primer tecnócrata.
Bajo su gobierno, el secretario o ministro de Fomento Javier de Burgos (un antiguo afrancesado) acometió en 1833 la división de España en provincias, que todavía dura. Fue entonces cuando se dividió el antiguo reino de Valencia en sus tres provincias o Cataluña en cuatro. Entre 1833 y 1851 Requena y el resto de nuestra comarca formó parte de la provincia de Cuenca. La idea era promover el desarrollo o fomento económico en territorios más reducidos que los anteriores Estados de la Monarquía española.
La política de Cea Bermúdez fue tan insuficiente para los liberales como rechazada por los absolutistas más granados.
Comienza la primera guerra carlista.
Don Carlos había marchado a Portugal, desde donde defendió su causa. Los portugueses también estaban divididos entre absolutistas, seguidores de don Miguel, y los liberales de doña Gloria, en un pleito familiar con implicaciones políticas como el español. El triunfo de doña Gloria obligó a don Carlos a marchar de Portugal, pero no perdió sus ímpetus ni por asomo.
A fines de octubre de 1833, sus seguidores lo proclamaron como Carlos V de España en la riojana localidad de Fuenmayor. Don Carlos se negó a cobrar una renta de la regencia de María Cristina a cambio de renunciar a sus derechos y el 12 de julio de 1834 entró desde Francia a Navarra para ponerse al frente de sus fuerzas.
Sus seguidores habían formado en los meses anteriores partidas en distintos puntos de la geografía española, como entre Requena y Chiva. Las autoridades militares requenenses las combatieron. En Talavera de la Reina fracasó igualmente la rebelión carlista, pero en el territorio vasco-navarro la causa de don Carlos arraigó. En el Este de la Península, los carlistas se harían fuertes en tierras como las del Maestrazgo, a caballo entre Aragón, Valencia y Cataluña.
Los carlistas habían fracasado en la toma del poder de la Monarquía, pero estaban en condiciones de desafiar a la regencia de María Cristina, en una guerra tan dura como implacable. En 1834 el gobierno de María Cristina suscribió la Cuádruple Alianza con Portugal, Gran Bretaña y Francia, donde había triunfado una revolución liberal en 1830. Aunque desde Gran Bretaña se mandaron algunas fuerzas de ayuda (la legión británica), la alianza sirvió más de reconocimiento diplomático a la joven Isabel II y para evitar hostilidades por España entre franceses y británicos, entonces rivales en el Mediterráneo.
¿Quiénes eran verdaderamente los carlistas?
Queda claro que eran los seguidores de don Carlos, partidarios del Antiguo Régimen y del absolutismo. Sin embargo, la duración del movimiento carlista hasta el franquismo ha suscitado dudas, pues fue mucho más allá de la defensa de los derechos de Carlos V. Es el movimiento contrarrevolucionario que más tiempo ha durado, con todos sus variaciones, en la Historia de Europa.
La fuerza del carlismo en el País Vasco, Navarra y Cataluña ha llevado a algunos autores a considerarlo un precedente de los nacionalismos contemporáneos vasco y catalán. Lo cierto es que en la primera guerra carlista no defendieron ninguna autonomía para Cataluña y se limitaron a aprovecharse de las instituciones forales vascas y navarras. A fines del siglo XIX sería cuando parte del carlismo comenzara a adoptar planteamientos regionalistas o nacionalistas.
Mayor importancia se ha dado a la adhesión de los pequeños y medianos campesinos, dolidos con la política liberal, al modo de los Agraviados de 1827. Unieron sus fuerzas a las de nobles y eclesiásticos absolutistas, dándole un carácter popular al carlismo en ciertas regiones. Con todo, también se ha reconocido que algunos soldados de don Carlos lo fueron por dinero u obligación, al caer un pueblo en manos de sus partidarios. Es lo que le sucedió a Utiel, cuya fama de carlista viene más de la ocupación eventual que de la adhesión de sus gentes.
El amago del Estatuto Real.
Cea Bermúdez fue desbordado por los acontecimientos. En un baile de disfraces irrumpieron tres tipos vestidos de negro, uno de ellos el poeta Espronceda, que formaban la palabra CEA. Al cambiar de orden, podía leerse CAE.
Y el caído presidente fue sustituido a comienzos de 1834 por Francisco Martínez de la Rosa, escritor romántico de éxito cuyo liberalismo se había ido moderando con los años. Creía que se podía llegar a un acuerdo entre el poder de la corona y las pretensiones liberales, una difícil transacción que hizo que se le llamara Rosita la pastelera por sus contrarios.
Fruto de tal espíritu fue el Estatuto Real de 1834, más una carta otorgada que una Constitución propiamente dicha para muchos especialistas del Derecho. La soberanía era compartida entre la monarquía y las cámaras, las del Estamento de Próceres o aristocrática y del Estamento de Procuradores, elegida entre todos los que tuvieran una renta anual de más de 12.000 reales. A la monarquía correspondía el nombramiento del primer Estamento y la iniciativa de hacer las leyes.
Los liberales, especialmente los más progresistas, no se dieron por satisfechos, cuando los ánimos populares se encontraban muy soliviantados por el impacto de la epidemia de cólera, que se atribuyó en julio de 1834 en Madrid a frailes que envenenaban las aguas, acusados de simpatizar con los carlistas. Se asaltaron conventos y se asesinó a religiosos, en la primera manifestación de motín anticlerical de la Historia de España.
La guerra contra los carlistas tampoco marchaba bien. En el área vasco-navarra, Tomás de Zumalacárregui, que murió de resultas de una herida en 1835 cuando intentaba tomar Bilbao, había formado un combativo ejército.
La revolución de los liberales.
En el verano de 1835 hubo una oleada de protestas en distintas ciudades españolas, donde se formaron Juntas, secundadas por las milicias. En Barcelona, las bullangas unieron a su sesgo anticlerical la destrucción de la fábrica Bonaplata, con máquinas de vapor acusadas de robarles el jornal a los obreros. María Cristina no tuvo más remedio que confiar el gobierno en un liberal progresista, Juan Álvarez Mendizábal, un astuto hombre de negocios que impulsaría la desamortización de los bienes eclesiásticos para reducir la deuda del Estado.
Su política molestó a ciertos grupos aristocráticos y a los industriales catalanes, acusándolo de judío y de favorecer la importación británica. María Cristina lo destituyó. Sin embargo, los soldados y sargentos de la Guardia Real protestaron ante María Cristina en el llamado motín de La Granja (12 de agosto de 1836). La regente se vio obligada a restablecer la Constitución de 1812 y a readmitir a los progresistas, con Mendizábal como ministro de hacienda.
Las grandes reformas liberales.
Las órdenes religiosas masculinas fueron disueltas, al considerarse nidos de ociosos, y sus bienes fueron declarados nacionales, en febrero-marzo de 1836, para ser puestos a la venta en subasta pública por provincias. Al hacerse lotes de tierra considerables y admitirse títulos de deuda en el pago, los grandes propietarios (nobles o no) acrecentaron sus fortunas. Muchos campesinos se quedaron sin acceso a tal oportunidad, pero la deuda pública se redujo y se pudo costear un ejército más numeroso contra los carlistas.
En 1837 se eliminarían los mayorazgos y los señoríos, pero los nobles pudieron conservar la propiedad de sus tierras con facilidad. Solo perdieron una serie de derechos jurisdiccionales y muchos pudieron amasar mayor fortuna con la venta y compra de tierras, cuyas condiciones de explotación pudieron actualizar. Así se formó un grupo oligárquico comprometido con el régimen liberal, en una forma u otra.
La Constitución de 1812 fue reformada, hasta tal punto que se redactó una nueva, la de 1837, mucho más breve. Reconocía la soberanía nacional, pero la monarquía conservaba su derecho de veto. Se formaban ahora ya dos cámaras (las Cortes), el Senado de nombramiento real y la Cámara Baja o Congreso de los Diputados elegido por sufragio censitario masculino o minoritario. Las provincias de Ultramar, como Cuba, recibirían unas leyes especiales, que no se llegaron a redactar verdaderamente en todo el siglo XIX, a pesar de la insistencia.
Los carlistas siguen plantando cara.
Los carlistas creyeron que podían aprovechar en su beneficio las disputas en el campo cristino o isabelino. En 1837 la Expedición Real de don Carlos llegó a las puertas de Madrid, sin éxito, aunque en el Este peninsular Ramón Cabrera, el Tigre del Maestrazgo (cuya anciana madre fue fusilada por las tropas liberales), se apuntó éxitos como la toma de Morella a principios de 1838.
Los liberales, divididos una vez más.
La Constitución de 1837 suscitaba distintas reacciones. La favorable era la de los liberales progresistas, con bastantes seguidores entre los milicianos nacionales. Sin embargo, gran parte de la nobleza y de los altos funcionarios la veían como un peligro. Preferían la noción de soberanía compartida entre la nación y la monarquía, depositaria de los derechos históricos. Se les llamó moderados. También los más progresistas se sentían descontentos y se inclinaban por el sufragio más amplio. Entre 1837 y 1840, María Cristina escogió presidentes del consejo de ministros del ala moderada.
Los carlistas, igualmente divididos.
Los carlistas no habían conseguido tomar Bilbao (defendida por el general Baldomero Espartero en 1836), lo que les hubiera dado mayor prestigio internacional y el crédito de alguna financiera de altos vuelos. Se tuvieron que conformar con las rapiñas de las partidas y las contribuciones del territorio vasco-navarro, cada vez más agotado.
Las derrotas contribuyeron a que se dividieran entre exaltados y templados, muchos de ellos vascos y navarros. El general templado Rafael Maroto, nacido en Lorca, era un veterano de las campañas de la independencia hispanoamericana y firmó con otro veterano (otro Ayacucho), el general Espartero, el Convenio o Abrazo de Vergara (31 de agosto de 1839). Los carlistas entregarían las armas, pero sus grados militares les serían reconocidos. Podían retirarse del ejército con paga. Los Fueros o leyes particulares de las tres provincias vascas y del reino de Navarra podían ser concedidos o modificados por las Cortes, a petición de Espartero. Al final se mantuvieron.
Don Carlos se retiró a Francia desengañado y Ramón Cabrera prosiguió la guerra en el Este hasta el 6 de julio de 1840. También marchó a Francia, atravesando Cataluña con dureza al mando de unos 10.000 soldados. La primera guerra carlista había terminado, pero los carlistas no habían desaparecido.
La revolución de 1840.
Los moderados elaboraron una Ley de Ayuntamientos, que permitía al gobierno elegir el alcalde entre los concejales electos y así controlar mejor el censo electoral municipal, eliminando votantes progresistas en teoría. María Cristina no se mostró disconforme y los progresistas lo vieron como un ataque contra la Constitución de 1837.
Al aprobarse en el Congreso de los Diputados, los progresistas lo abandonaron. Se acercaron al general Espartero para evitar la aprobación de la Ley. Se reunió en julio de 1840 con María Cristina en el balneario barcelonés de Esparraguera, donde la regente firmó la Ley y ofreció la presidencia del consejo de ministros a Espartero.
El general no aceptó y estallaron insurrecciones en Barcelona y Madrid, que Espartero se negó a reprimir. Se pidió a María Cristina la disolución de las Cortes moderadas (con nuevas elecciones que podían favorecer a los progresistas), la suspensión total de la Ley y su renuncia a la regencia. Se aireó entonces su matrimonio secreto (tres meses después de morir Fernando VII) con el guardia de corps Agustín Fernando Muñoz, tan prolífico como padre como avispado hombre de negocios. El 12 de octubre de 1840 María Cristina marchó a Francia, una más, convertida en una verdadera Meca de los políticos españoles fracasados.
La regencia de Espartero.
Espartero simbolizó a la perfección el ascenso social en la violenta España de su tiempo, todo uno de los hombres-globo de los que hablaba Larra, como un Washington o un Napoleón a la española, salvando considerables diferencias. Desde unos orígenes familiares modestos, se aupó al generalato y a la misma regencia. Su valentía le granjeó una inmensa popularidad, que no se tradujo en pareja habilidad política.
La primera guerra carlista había acrecentado el protagonismo de los generales, capaces de manejar grandes recursos y de tomar decisiones que iban más allá de lo militar. El ejemplo de Espartero tuvo seguidores importantes: Narváez, O´Donnell, Serrano y Prim. Tutelarían en lo sucesivo la política española del reinado de Isabel II, en nombre de distintos partidos. Se enfrentaron y aliaron entre sí, a conveniencia. A la intervención de los generales en la política liberal, sin formar una dictadura al modo de la posterior de Franco, se le ha llamado pretorianismo, en recuerdo de la guardia pretoriana que ponía y quitaba emperadores romanos.
En España quedaron, al marchar María Cristina, la reina Isabel, con apenas diez años, y su hermana Luisa Fernanda de ocho. Espartero hizo entrar a la reina niña en Madrid por la puerta de Toledo, con representaciones folclóricas de los territorios españoles.
El gobierno se hizo cargo de la regencia hasta que las Cortes la encomendaron a Espartero, con la oposición del villenense Joaquín María López, que abogaba por confiarla a tres personas (los trinitarios fueron llamados sus seguidores).
Desde París, María Cristina intrigó contra Espartero con la ayuda del general Narváez y de los moderados, que asaltaron el palacio de Oriente al mando del general O´Donnell. La intentona fracasó gracias a los alabarderos, Uno de sus comandantes fue Diego de León, amigo de Espartero, que como muestra de gallardía llegó a dirigir el 15 de octubre de 1841 su propio fusilamiento: “No tembléis, al corazón”, indicó a los soldados del pelotón de fusilamiento.
En noviembre de 1842, estalló en Barcelona una revuelta en defensa de la industria textil, que aunó a fabricantes y obreros. Espartero quería firmar con Gran Bretaña un acuerdo comercial que bajara los aranceles de los textiles británicos de algodón, con perjuicio de los catalanes, a cambio de impulsar en el mercado británico las exportaciones españolas de productos como el vino, la pasa o la barrilla, especialmente valiosos para equilibrar la balanza de pagos tras la pérdida de la América continental. El 3 de diciembre, Barcelona fue bombardeada desde el castillo de Montjuic y se le impuso una contribución. La frase de Espartero “Por el bien de España, hay que bombardear Barcelona una vez cada cincuenta años”, últimamente tan citada como comentada, ha quedado para la Historia. Mientras los moderados recabaron apoyos en Francia, los progresistas y Espartero lo harían en Gran Bretaña.
El progresista Olózaga, hasta entonces el principal apoyo civil de Espartero, unió fuerzas con los trinitarios. Sus seguidores lograron mayoría en las elecciones a Cortes, que fueron disueltas por Espartero. Sus oficiales y soldados comenzaron a volverle la espalda.
El conflicto fue aprovechado por los moderados. El general O´Donnell dirigió un levantamiento general, que se extendió desde Málaga a Cataluña en mayo de 1843. Desde tierras catalanas, el general Serrano se dirigió hacia Madrid con la ayuda del joven Juan Prim, todavía coronel. En Torrejón las fuerzas de Espartero confraternizaron con las de los insurrectos, que entraron triunfalmente en Madrid.
Espartero tuvo que embarcarse el 30 de julio en el Puerto de Santa María en el buque británico Malabar con destino al Reino Unido, donde la reina Victoria lo recibió con todos los honores. Los militares no querían ceder protagonismo y tampoco se deseaba el retorno de María Cristina. Aquéllos llegaron atacar a las juntas que reclamaban proclamar a Isabel II mayor de edad, maniobrando contra grupos populares. Al final, Joaquín María López, presidente del gobierno provisional, proclamó mayor de edad a Isabel con apenas trece años cumplidos. El 10 de noviembre de 1843 juró la Constitución de 1837 como reina.
Para saber más.
Alfonso Bullón de Mendoza, La Primera Guerra Carlista, Madrid, 1991.
Isabel Burdiel, Isabel II: una biografía (1830-1904), Barcelona, 2010.
Robert Marrast, José de Espronceda y su tiempo, Barcelona, 1989.
Adrian Shubert, Espartero, el Pacificador, Barcelona, 2018.