UN IMPERIO HISTÓRICO, EL ESPAÑOL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

11.10.2021 11:32

               

  1. Dinámica social y expansión americana.

                Todo imperio tiene sus creadores, héroes o villanos según el punto de vista adoptado. En el caso del español, más allá de los reyes que fueron casándose con fortuna dispar, nos encontramos a los conquistadores. Identificamos sus rasgos con los de un tipo como Hernán Cortés, que corresponden con los de los batalladores caballeros de la Baja Edad Media. Muchos de ellos o aspirantes a serlo ansiaron la vida de la fama, además de remontar su posición social. En este mundo de limitaciones y anhelos se forjaron los conquistadores. Claro que no todo caballero castellano participó en la conquista de las Indias, y su temperamento fue reconocible en otras tierras de Europa. Sin embargo, sus éxitos les rindieron grandes fortunas, bastante nombradía y no menores envidias.

                La Corona, en cuyo nombre se realizaban las conquistas indianas, no contempló con buenos ojos el acrecentamiento del poder de los conquistadores más allá de la Mar Océana, pues no deseaba vérselas con una nueva nobleza, más poderosa y menos obediente. Para abatir su poder se sirvió de los letrados, gentes que fueron ganando peso en la Castilla del siglo XV, en la que el empleo del Derecho era tan contundente como la de una buena arma. Estos conquistadores de la vida pública también compartieron el ansia de fama, dineros y poder, confundiéndose a menudo las gentes de la pluma con las de la espada. En una Castilla ya sometida al poder real se distinguirían con más sosiego los corregimientos de letras de los de capa y espada.

                Los letrados, a veces, fueron aliados de los otros oponentes de los recios conquistadores, los eclesiásticos, especialmente los frailes. Se invocó a Dios y se esgrimió el permiso papal para conquistar el Nuevo Mundo, pero aquellas razones se volvieron en contra de los mismos conquistadores de la mano de un fray Bartolomé de las Casas. La Corona aprobó las Leyes de Indias, con no poca resistencia en Perú, y las órdenes religiosas fueron creando verdaderos imperios dentro del mismo imperio español. Al igual que entre los conquistadores menudearon los enfrentamientos, algunas ciertamente sonados, también los hubo entre órdenes. Los jesuitas despertaron la animadversión de muchos, hasta que al final su imperio fue destruido por mandato real.

                En esta implacable lucha por el poder en América, la Corona fue finalmente vencida por los grupos dirigentes de varios territorios. Sólidamente parapetados en los cabildos municipales, imbuidos del legalismo hispano, bien relacionados con la Iglesia local, capaces de mover a distintas gentes y con bríos en el campo de batalla, consumaron la Emancipación.

  1. El zócalo municipal del orden imperial.

                Ciertamente, la guerra contra Napoleón favoreció la independencia hispanoamericana, pero también puso de manifiesto las afinidades entre ambos lados del Atlántico. Las juntas florecieron en una tierra donde los poderes municipales gozaron de una gran solidez, por mucho que se subordinaran a un gran señor de la nobleza.

                Las luchas por el dominio de los concejos fueron feroces durante la Baja Edad Media, cuando proliferaron las banderías. No hubo reino hispano o europeo que se librara de semejante epidemia. Algunas ciudades como Barcelona desafiaron a sus príncipes al más alto nivel, en medio de desgarradoras disputas. Todo lo probaron los reyes para someterlas a sus dictados: confiarlas a personas afines, la presencia de un representante de su autoridad o la fuerza militar. Que no fue una tarea sencilla lo prueban los hechos de la guerra civil catalana, la de las comunidades de Castilla y la de las germanías de Valencia y Mallorca.

                Al igual que en las Indias, la Corona jugó con los intereses contrapuestos hasta lograr con el tiempo una serie de oligarquías fieles. El cese de las luchas, al menos de la forma más cruda, y los enlaces matrimoniales las cohesionaron. Como su lealtad no era gratuita, recibieron el control de los recursos municipales a todos los niveles. No hubo tierra o impuesto que no escapara a su apetencia. La idea del bueno de Alonso Quijano se aleja mucho de la realidad de muchos hidalgos que de caballeros y defensores de los demás tuvieron bien poco.

                El poder real reposó en el de aquellos prohombres, que con el discurrir de los siglos alimentarían el caciquismo, que a su vez se estableció sobre otro ajuste de cuentas, esta vez con la propiedad eclesiástica y municipal. El fenómeno no era exclusivamente español, y el poder de los Austrias se extendió gracias también a la colaboración de las oligarquías de Sicilia, Nápoles, Milán o el Franco Condado. Cuando no se gozó de tal, se enfrentaron a rebeliones tan importantes como las de los Países Bajos.

                Bajo reyes fuertes como Carlos V o Felipe II, las oligarquías castellanas se mantuvieron dentro de unos límites, pero bajo titulares más débiles en situaciones cada vez más apuradas su poder se acrecentó. Poco pudieron hacer demasiados corregidores, excepto ser diplomáticos. Hubo regidores que llegaron a asoldar a bandoleros para dirimir sus querellas. Al menos la sombra de la autoridad real era mejor que la rebelión abierta, como la catalana de 1640, que a su vez favoreció la separación de Portugal y de su imperio, en verdad un rosario de ciudades desde Macao a Sao Paulo, del que solamente Ceuta decidió mantener la obediencia a los monarcas españoles.

                Los Borbones volvieron a un trato más decididamente autoritario, particularmente en la Corona de Aragón, donde desplegaron el poder militar en los gobiernos locales. Con la pérdida de lo que restaba de los Países Bajos y de las posesiones italianas, parecían inaugurar un nuevo imperio español, más centralizado y más centrado en el Atlántico. Lo cierto es que no consiguieron extinguir el poder de las oligarquías, de las que dependían para conseguir los recursos para sus guerras y empresas exteriores. Las luchas contra la Francia revolucionaria y napoleónica demostraron que los hechos locales se mantenían mucho más vivaces que el tambaleante Estado absolutista.

  1. Centros de autoridad, centros de poder.

                ¿Fue español el imperio español? La España del siglo XVI era muy distinta de la actual, y el principal protagonismo en las empresas imperiales correspondió a la Corona de Castilla. De sus tierras, particularmente de Extremadura y la Andalucía bética, procedían muchos de los conquistadores. En Sevilla se emplazó la Casa de la Contratación, erigiéndose en la puerta de las Indias por antonomasia, un honor que pasaría a Cádiz en el XVIII. A los contribuyentes castellanos también cupo un enorme esfuerzo fiscal.

                El predominio castellano fue mal visto en la Corona de Aragón y en Portugal. Los hombres de negocios portugueses compitieron eficazmente con los castellanos, lo que enrareció el ambiente antes de la ruptura de 1640. La castellanización de la Monarquía se acentuó bajo los Borbones, paradójicamente cuando el centro de Castilla padecía severos males y no se encontraba en condiciones de imponerse como antaño. La fijación de la corte en Madrid, que tuvo un crecimiento destacado, no alteró tal realidad.

                El castellanismo de los reyes tuvo motivos interesados.  De hecho, la entrada de Carlos V estuvo marcada por la hostilidad hacia los consejeros flamencos, y Felipe II tuvo que abandonar los Países Bajos en 1559 por la situación en sus reinos hispanos. A Felipe V le resultó favorable extender las leyes castellanas a la Corona de Aragón para reforzar su autoridad.

                El círculo real no dudó en favorecer a otros cuando convino, por mucho que perjudicara a sus súbditos españoles. Carlos V concertó importantes empréstitos con los Fugger y los Welser, además de permitir el paso de alemanes a Venezuela. Los genoveses alcanzaron una gran notoriedad en el imperio español (con no poco disgusto), hasta tal punto que algunos alcanzaron la grandeza de España, como Ambrosio Spínola Doria.

                Si monopolios y otras disposiciones restrictivas no disuadieron a franceses, holandeses o ingleses de introducirse por distintos medios en los circuitos económicos del imperio, el establecimiento de la corte en Madrid no evitó que florecieran otros centros de autoridad y de poder.

                En Italia, Nápoles tuvo un peso destacado, ya que era la populosa capital de un extenso reino. Si Gonzalo Fernández de Córdoba hizo recelar a Fernando el Católico, el duque de Osuna fue acusado un siglo después de querer alzarse con la corona napolitana.

                En las Indias, los virreinatos de Perú y de la Nueva España asumieron importantes responsabilidades militares y políticas. Los subsidios novohispanos contribuyeron notablemente a la defensa de Filipinas. Con importantes medios a su alcance, ambos virreinatos favorecieron la expansión en el Pacífico y en la misma América.

                Tal situación fue el resultado inevitable de un imperio con dominios de fuerte personalidad, que se fueron agregando de forma dispar (herencia, conquista), y de distancias mundiales, la Monarquía hispana, en la que la fidelidad a la corona era un principio intangible, por mucho que en la práctica se menoscabara.

  1. Dinero y autoridad real.

                El imperio de los españoles fue visto como una amenaza por más de un reino, como Francia, y se acusó a los Austrias de querer el dominio sobre los demás. Por el contrario, aquéllos contestaron que solamente deseaban preservar su herencia, casi un colosal mayorazgo. Nada nuevo bajo el sol, aunque lo cierto es que siempre se terminó gastando mucho dinero.

                La guerra era una actividad tan lucrativa como cara, y durante la Baja Edad Media distintos reinos fueron estableciendo diferentes impuestos para alimentarla: las tallas en Francia, las sisas en Aragón o las alcabalas en Castilla. Aniquilar la Granada nazarí distó de ser barato, pues poner en pie un ejército más permanente con medios artilleros entrañó el pago de grandes cantidades de dinero por distintas fuerzas sociales, como los eclesiásticos. El modelo de la Santa Hermandad, que recurrió inevitablemente a los municipios, fue de gran ayuda para coronar la empresa granadina con éxito.

                Mientras en los reinos de la Corona de Aragón, las instituciones parlamentarias y sus respectivas diputaciones del general, con fuerza variable, mantuvieron a raya el autoritarismo real, en la de Castilla las Cortes no lograron imponer a Carlos V la discusión previa de un asunto antes de la aprobación del servicio.

                Los servicios ordinarios y extraordinarios fueron el verdadero tesoro de las Indias, pues los caudales americanos ayudaron a negociar préstamos con casas extranjeras, que más tarde pagarían los contribuyentes castellanos. Se atendió al pago de estas cargas, muchas veces, con arbitrios municipales, repartidos por los regidores de turno entre los pecheros del vecindario. La carga fue tan onerosa que las haciendas municipales terminaron endeudándose en exceso, lo que obligó de paso a enajenar considerables baldíos, que terminaron en manos de los poderosos de turno. El círculo vicioso se cerraba así.

                Con las sucesivas bancarrotas de la Monarquía, que terminaron llevándose por delante el sistema de las ferias castellanas, la tendencia se acentuó en lugar de enmendarse. Los millones, establecidos por la Gran Armada, llegaron para quedarse hasta el final del Antiguo Régimen. Las sucesivas depreciaciones de la moneda añadieron mayores dificultades si cabe.

                No resulta extraño que en los reinos no castellanos no se quisiera seguir tales pasos, algo que a su vez provocó una airada reacción de una Castilla que se consideraba agraviada al cargar con todo el peso. Como otros también sintieron el agravio al no compartir sus honores en los cargos de responsabilidad, el conflicto estuvo servido. Las tormentas del siglo XVII desembocaron en la abolición de los fueros de la Corona de Aragón. Los Borbones no lograron reforzar su posición fiscal en Castilla, donde pervivieron sus rentas provinciales, y sus reformas serían contestadas duramente en América. Conseguir dinero siempre fue una tarea de la más alta autoridad, que a menudo fracasó.

  1. Horizontes bélicos e iniciativa privada.

                Las historias habituales nos hablan con profusión de las inacabables guerras contra numerosos y recurrentes enemigos. Una cosa fueron las necesidades imperiales y otra las de los sucesivos reinos de la Monarquía, que en más de una ocasión se sintieron indefensos y desatendidos, como le sucedió a la Valencia de tiempos de Felipe III.

                Con todo, los reinos españoles fueron una cantera formidable de soldados. No pocos mozos castellanos terminaron enrolándose en las banderas de los tercios, bajo la capitanía de alguien conocido y con un cierto prestigio. Jóvenes prohombres valencianos combatieron en distintos frentes de guerra, como el de Francia a fines del siglo XVI. Bandoleros catalanes lucharon en las Alpujarras moriscas a cambio de su redención. La necesidad, la oportunidad y la pretensión de gloria llevaron a muchos por el camino de las armas.

                Sin embargo, ser soldado comenzó a no estar bien visto en el siglo XVII, cuando los riesgos superaron las ventajas, cuando la tardía paga ya no se cobró en ducados de oro. En varias cartas de repoblación de lugares moriscos de Valencia y Aragón se prohibió avecindarse expresamente a soldados, tipos respondones y con mala fama. Muchos aldeanos los odiaron vivamente por sus exigencias y excesos al alojarse en sus casas. En las ciudades la cosa no mejoró e incluso en Tarragona llegaron a arrancar los techos de madera para poderse calentar. El trasfondo social del alcalde de Zalamea no fue nada ficticio, y las peleas entre soldados y paisanos condujeron a hechos como la rebelión catalana de 1640.

                Durante décadas, el principal despliegue militar español no estuvo en la Península. En 1566 quedaban lejanos los días de la guerra de Sucesión. Mientras por el Camino Español se movieron durante muchos años los tercios hacia el frente de Flandes, con no poco dispendio, en suelo peninsular no siempre se dispuso de los medios de defensa más adecuados, pues las huestes de raigambre medieval se encontraban en decadencia, al igual que los capítulos de caballeros. Las órdenes militares tampoco mostraron signos de vitalidad militar al respecto, muy al contrario de los caballeros de San Juan en Malta. De los tercios provinciales castellanos y de las milicias de otros reinos fue emergiendo trabajosamente un nuevo ejército, menos espectacular que el de los asoldados de los tercios, pero cargado de futuro.

                Si el dominio terrestre resultó complicado, el del imperio del mar no lo fue menos. Los españoles formaron flotas de galeras en el Mediterráneo y en el Atlántico de galeones. Conseguir galeotes o buenos marineros también fue tarea difícil. Las necesidades militares también se extendieron, lógicamente, a las Indias. Antes de las reformas borbónicas, pocos puntos de la América hispana contaron con una fuerza permanente y profesionalizada, como el Flandes del Nuevo Extremo, el Chile fronterizo con los bravos araucanos.

                Las fuerzas controladas por Felipe II a inicios de su reinado se acrecentaron con los años por el recurso a unidades comandadas por particulares. Se diría que hubo una privatización militar, pero el control administrativo por las autoridades reales se mantuvo con resultados poco gratos. El mantenimiento de los puntos fuertes o presidios en el Norte de África y en América resultó gravoso. Sus condiciones de servicio resultaron deplorables, y las fronteras imperiales aguantaron los embates más que progresaron. Nada que ver con las expansivas huestes de los conquistadores, siguiendo modelos de la Reconquista, que ganaron tantos dominios indianos.

                El autoritarismo real fue doblegando la iniciativa de particulares aventajados, como la de la armada del duque de Osuna durante su virreinato napolitano. Los bríos medievales fueron cediendo terreno a unas tropas más profesionalizadas y burocratizadas, que terminarían de configurarse bajo los Borbones. Las guerras de la Revolución y del Imperio napoleónico mostraron con crudeza sus limitaciones y la necesidad de acudir a soluciones más populares.

  1. ¿Qué defendió el imperio español?

                Quien vea alguna de las películas de aventuras del Hollywood de los años cuarenta, como El halcón de los mares, podrá comprobar sin gran esfuerzo la escasa simpatía anglosajona sentida por la España de Felipe II. Regida por un tipo siniestro, aspiraba a dominar el mundo y a esclavizar a sus gentes con naves pesadas. Era una verdadera réplica de la Alemania nazi.

                Más allá de la propaganda de los tiempos de la batalla de Inglaterra (1940), semejantes películas le reconocían al imperio español unos propósitos claros, sin titubeos, que en la realidad fueron mucho más complejos.

                Cuando los castellanos comenzaban la conquista americana, Carlos de Habsburgo se convirtió en su rey con no poco disgusto y no menor controversia. Por mucho que se le comparara con Trajano, el César que Hispania dio a Roma, la política centroeuropea de Carlos V no despertó muchas simpatías entre sus súbditos españoles.

                Al dividirse sus dominios entre su hermano Fernando y su hijo Felipe, España se encontró unida a dos áreas de gran interés: Italia y los Países Bajos. Los vínculos entre la Corona de Aragón y el Sur italiano databan del siglo XIII, y la guerra contra los turcos otomanos se consideró una prioridad en toda regla. Con los Países Bajos las relaciones también se remontaban a la Baja Edad Media, y la economía castellana estaba muy ligada a la de aquellas tierras. La extensión del protestantismo contribuyó a socavar la autoridad real, y la religión fue un elemento crucial en las guerras de Flandes, que influyeron decisivamente en las complicadas relaciones con Francia e Inglaterra.

                La España de Felipe II terminó librando un importante conflicto en la Europa Occidental bajo el estandarte de la fe católica. Habitualmente se le ha considerado, en términos tradicionalistas, martillo de herejes, dentro del complejo movimiento de la Contrarreforma, aunque una vez las cosas no fueron tan simples.

                Para empezar, los intereses españoles y pontificios distaron de coincidir, y a menudo chocaron a diferentes niveles. Con otros aliados católicos, como los Habsburgo de Viena, hubo fricciones y desacuerdos durante la guerra de los Treinta Años. También se batalló bastante, por supuesto, con el rey cristianísimo de la católica Francia. Incluso, algunos procuradores de las Cortes castellanas cuestionaron, en términos comedidos, la necesidad de seguir una política exterior católica a ultranza a fines del reinado de Felipe II. De hecho, bajo Felipe III se alcanzó una paz con Inglaterra y una inestable tregua con las Provincias Unidas. El argumento religioso tenía sus límites.

                En tiempos de autoritarismo real, se esgrimió la reputación de la Monarquía y su integridad, como si de un mayorazgo se tratara, en la palestra internacional. El coloso español, agresivo a ojos de otros, dijo defenderse, por mucho que algunas de sus acciones no lo fueran. En ultramar también se dio la combinación de argumentos religiosos, de reputación, de defensa y de necesidad en la expansión española, que acarició la idea de dominar China y Siam. Sin embargo, las fuerzas dieron para lo que dieron, y los españoles se enfrentaron a distintos retos en numerosas partes del mundo.

                En el Consejo de Estado del primer tercio del XVII se abrió paso la idea de la defensa imperial para garantizar la seguridad de España. En Flandes se detenía a los enemigos que podían atacar Italia y la misma España, lo que agravaría los dispendios y los peligros. Tales planteamientos también se aplicaron más allá de Europa, cuando se pensó defender las Filipinas de los holandeses frenándolos en las costas de Brasil. Poco a poco, se iban teniendo presentes en teoría los intereses españoles (o al menos castellanos), relacionándolos bajo el conde-duque de Olivares con la necesidad de reformas internas.

                En 1640 la guerra llegó a la Península con la apertura del frente catalán, el gobierno de Olivares se fue al traste y las reformas no pudieron acometerse en la medida de lo deseable. La paz de Westfalia y la de los Pirineos consagraron la derrota de los objetivos universalistas de la mano del predominio francés. El imperio español de Carlos II fue acomodándose a esta nueva situación, aliándose incluso con las Provincias Unidas e Inglaterra. En la reforma de las milicias castellanas de fines del XVII se invocó el nombre español, cuyo prestigio quiso recuperarse, y en el testamento del último Habsburgo hispano se legó la Monarquía al nieto de un contumaz enemigo para asegurar la integridad de los dominios españoles.

                Al menos ese fue el sentir de gran parte de los círculos dirigentes castellanos, no compartido por algunos nobles de Castilla y por bastantes grupos de la Corona de Aragón. El triunfo borbónico en la Península simplificó la cuestión, al perderse los dominios de Italia y Flandes y al imponerse las leyes castellanas a los reinos aragoneses. Bajo secretarios capaces como Patiño, el imperio español esgrimió motivos más particulares (patrióticos si se quiere) que universalistas, por mucho que se condescendiera con la política dinástica de los Borbones españoles en Italia y hacia Francia.

                Con planteamientos mercantilistas, se puso el acento en la reforma del imperio español, donde se consideraba que América no rendía los beneficios apetecidos a España. Se construyó en el XVIII una importante armada, que aliada con la de Francia podría enfrentarse a la de Gran Bretaña. España se convirtió en una potencia más de la Europa absolutista, con ciertos éxitos bajo Carlos III y fracasos bajo Carlos IV. La invasión napoleónica puso de relieve sus flaquezas y sus posibilidades.

                Del aquel imperio emergió la idea de los españoles de ambos hemisferios de la Constitución de Cádiz de 1812, que no cuajaría en una América que deseaba emprender su propio destino de forma variable. Aquél no se convirtió en una gran nación trasatlántica, incluso al verse reducida a una extensión muchísimo menor en 1826.

                La España de Isabel II tuvo un imperio que no hubiera desagradado a los secretarios del siglo XVIII, con un centro industrial importante en Cataluña, una riquísima colonia azucarera en Cuba y posibilidades de expansión en Asia. Sin embargo, no se promulgaron las prometidas leyes de Ultramar y los dominios extraeuropeos prosiguieron sometidos a añejas formas de gobierno, con poderosos capitanes generales. El descontento cundió, primero en Cuba y luego en otros puntos.

                En los días del imperialismo se defendió que la antaño poderosa España permaneciera al margen de los grandes embrollos internacionales, dado su estado de fuerzas, pero el llamado Desastre del 98 indignó a no pocos intelectuales y gentes de clases medias, que reflexionaron sobre los tiempos de los conquistadores. En su Idearium español, Ángel Ganivet reflexionó sobre la trascendencia de la llegada de Carlos V en nuestra política internacional, en la misión de España en el mundo. El debate sobre lo que defendió y fue el imperio español, indiscutiblemente, tiene también su historia.  

  1. Sus beneficiarios.

                Si confiamos en las palabras de sus discursos más destacados, como ante los procuradores de las Cortes de Castilla, se diría que Dios y el rey fueron los grandes beneficiarios de los esfuerzos imperiales. En otras palabras, los súbditos sacrificaron vida y hacienda graciosamente. El bienestar y el prometedor provenir de la economía castellana se echarían por la borda ante el aluvión de compromisos para preservar una monarquía católica. Ser una potencia destacada resultaría ser una terrible maldición.

                Tales males, por si fuera poco, se agravarían por la influencia conseguida por hombres de negocios extranjeros en las Españas, fueran de poderes aliados o enemigos. Las riquezas del imperio no revertirían en manos españolas.

                ¿Por qué entonces no se soltó lastre imperial? A veces se intentó, como cuando en 1598 Felipe II nombró gobernadora de los Países Bajos a su hija Isabel Clara Eugenia junto a su marido el archiduque Alberto de Austria. A finales del XVIII, surgieron planes de erigir los virreinatos americanos en monarquías de la gran familia borbónica española. Con todo, el control y los compromisos se mantuvieron.

                Mantener la carga ocasionó más de una rebelión, más allá de 1640, y las nuevas imposiciones alimentaron el descontento hispanoamericano que condujo a la independencia. El movimiento de las comunidades demostró que en Castilla tal estado de cosas no se aceptó de buena gana de entrada.

                Por mucho que se ensalzara a Castilla en algunas deliberaciones del Consejo de Estado, la inmensa mayoría de sus gentes, de sus pecheros, no ganaron nada con la política imperial. Todo lo contrario, pagaron de más.

                La victoria frente a los comuneros se logró con el apoyo de dos importantes fuerzas sociales, con intereses comunes: la alta nobleza y los grandes mercaderes de lana, muy relacionados con los Países Bajos. Los turbulentos nobles castellanos del siglo XV supieron sacar tajada del Estado castellano a través de acostamientos o pagos por servicios militares y de concesiones de impuestos como las alcabalas u otros. Al acatar a doña Isabel y a don Fernando, tras no pocos roces, consiguieron importantes honores de forma más apacible y pudieron beneficiarse de responsabilidades y prebendas en los nuevos dominios. Los Austrias prosiguieron tal línea, confiándoles virreinatos y el mando de poderosos ejércitos. Su obediencia no fue gratuita en absoluto. Aunque los gastos de servicios pudieran acosar a más de una casa de la alta nobleza castellana, las oportunidades de honores y lucro resultaron más atractivas, hasta tal punto que muchos nobles no castellanos se quejaron de su marginación en las concesiones. Algunos grandes de Castilla entroncaron con casas de origen foráneo y ostentaron títulos de otros reinos de la Monarquía, cuya alta aristocracia fue una verdadera fuerza internacional.

                Las guerras de los Países Bajos castigaron bastante a los hombres de negocios del Norte de Castilla, pero el orden de la monarquía autoritaria también les dispensó honores y oportunidades de lucro nada desdeñables, como el arrendamiento de los impuestos. En Sevilla se consolidó una notable comunidad mercantil, atenta al monopolio comercial con las Indias. Los Borbones, más tarde, trasladarían la sede a Cádiz, pero las ventajas legales de tal comunidad duraron bastante, y su preeminencia sobrevivió a la abolición del monopolio.

                La consolidación del Estado autoritario y la expansión del siglo XVI afirmaron el grupo de los letrados, esenciales para el nuevo orden monárquico. Ejercieron de escribanos, abogados, contadores, oidores, corregidores y secretarios. Su asistencia y consejo fueron tan buscados como procurados, y las universidades se llenaron de estudiantes de Derecho, un saber igualmente apreciado por la nobleza. No pocos de los letrados y de sus familias ascendieron socialmente, entroncando con gentes acaudaladas, como sucedió en las Indias, donde su papel fue esencial. No desdeñaron, desde luego, títulos de nobleza, al igual que en otros lugares de Europa.

                El clero compartió ciertos rasgos con los letrados, como el estudio del Derecho (en su caso el Canónico) y el gusto por las letras a nivel general. Bajo la autoridad de la monarquía, la del regalismo celosamente defendido frente a los Papas, arzobispos, obispos, abades y priores se convirtieron en sus servidores. Se promocionó a los religiosos más capaces y más fieles. Con tales planteamientos, la inquisición se convirtió en una preciada arma del autoritarismo real, como se vio en Aragón. En las Américas y en Filipinas, el poder y la riqueza del clero se acrecentaron notablemente, y el imperio español apareció como claro representante del poder católico a nivel mundial.

                Del imperio no solamente sacaron producto los nobles con cargos distinguidos, los grandes comerciantes al socaire del monopolio, los letrados que llegaron a ser consejeros o los arzobispos con aspiraciones, sino también los poderosos locales, muy apegados a sus privilegios y especialmente orgullosos de sus linajes, aunque no gozaran de la condición hidalga. Algunos sirvieron al rey en el ejército y en la administración, pero su imperio no abarcó las tierras de la Monarquía, sino sus propios términos municipales. Aquí hicieron y deshicieron a su antojo con los bosques, las dehesas, las aguas, los terrenos de cultivo, las reservas de cereal o los cobros de los impuestos, ya que a cambio de su colaboración se consiguieron las mejores energías de los castellanos. Salvando distancias y diferencias, el método fue aplicado en las Indias castellanas. En consecuencia, no resulta nada extraño que con el tiempo a los poderosos locales se les llamara caciques en la misma España.

                Alrededor de la fidelidad al rey se tejieron bastantes lazos e intereses, que fueron la médula del orden imperial. En el siglo XVIII, con unas ideas menos universalistas y más españolas, nobles, eclesiásticos, burócratas y comerciantes continuaron beneficiándose del imperio, con el añadido de emprendedores de otros territorios como Cataluña y de los militares, con el mayor despliegue del ejército profesional en América. El más reducido imperio del XIX concitó el interés de grupos muy similares, dentro de los cánones del liberalismo. Parejamente, los grupos populares asumieron nuevas cargas, como el penoso servicio militar en ultramar. La pérdida de 1898 arrancó una sentida queja, pero no significó el fin de España ni de lejos, pues no todos los españoles habían sido beneficiarios del imperio. 

  1. ¿Pudo reformarse el imperio?

                En 1898, España fue apeada de la condición de potencia imperial por los Estados Unidos, favorecidos entonces por los británicos en Asia y en el Pacífico por temor a los alemanes. En plena Era del Imperialismo, había sido una de las víctimas de la cruel competición, y se intensificaron las quejas por los males de la patria, ya anteriores.

                El año anterior al Desastre había sido asesinado Cánovas, artífice de la Restauración e historiador de la España del siglo XVII, la de la decadencia de los Austrias Menores. Sus conclusiones fueron pesimistas, ya que pensaba que el gran momento español había pasado y lo mejor era ser discretos en la escena internacional, retraerse de los grandes conflictos y conservar lo que restaba.

                Desde la derrota de la Invencible, la Gran Armada, el poder español había ido mermando, según una visión muy extendida entre propios y extraños, pues la cantidad acumulada de problemas en el siglo XVII era ciertamente considerable. La población española no alcanzaba el número de la francesa o la de otros países, encontrándose muchas comarcas despobladas. Sus hidalgas gentes, de airado y puntilloso carácter, carecían de la laboriosidad adecuada. Florecía la picaresca por doquier. Se vivía por encima de las posibilidades y las riquezas indianas no bastaban para pagar las disparadas deudas. Los impuestos agobiaban a los pobres pecheros y consumían la producción. Muchos escapaban de los compromisos abrazando los privilegios. Se afirmaban los prejuicios religiosos y la Inquisición atacaba la libertad de pensamiento, capaz de hacer avanzar a la ciencia. Las energías iban fallando y en los campos de batalla los tercios dejaron de ser invencibles. Los rivales europeos no sólo socavaban la hegemonía española, sino que también se aprovechaban de sus riquezas.

                Los tratadistas del XVIII, para ensalzar la obra de los Borbones, abrazaron este cuadro, que en Italia también serviría para cargarle las culpas a España de su decadencia. Con matices, los historiadores actuales han confirmado gran parte de sus factores. Poca solución, pues, podía tener aquella España, uno de los verdaderos hombres enfermos de Europa. Entonces, ¿cómo es posible que no se desmoronara el imperio español en 1640 o un poco después?

                De entrada, conviene no confundir todo el imperio con Castilla, una Castilla ya de por sí bastante compleja. Quizá ese carácter agregado y complejo de la Monarquía hispánica la salvara de lo peor.

                También es bueno diferenciar el reformismo de la monarquía del de otros grupos, ya que no coincidieron en más de una ocasión. A la llegada a Castilla de Carlos V, se discutía sobre la orientación económica a seguir: la más exportadora de lana, defendida por los grandes comerciantes y parte de la nobleza, y la más productora de textiles, la de los pañeros de ciudades como Segovia. Las controversias entre grupos sociales por la orientación económica castellana ya se habían dado en la Baja Edad media. La derrota de los comuneros decantó la balanza a favor de los intereses exportadores, que coincidieron con las necesidades fiscales de corona.

                Los hombres de negocios de la segunda mitad del siglo XVI se quejaron amargamente de la subida de las alcabalas y de otras imposiciones, muy perjudicial para el crecimiento económico. Desde que en 1558 el contador Luis de Ortiz diera a la luz su Memorial para que no salgan dineros del Reino, se forjó un grupo de pensadores con ganas de explicar los mecanismos sociales de la economía y su aplicación para mejorar la fortuna hispana, con nombres como Tomás de Mercado, Martín González de Cellorigo, Sancho de Moncada, Pedro Fernández de Navarrete o Luis Valle de la Cerda. Insistieron en el fomento de la economía productiva, y sus postulados han sido considerados la verdadera antesala del mercantilismo, que favoreció a otras monarquías europeas. A día de hoy, el arbitrismo ha perdido muchas de sus connotaciones negativas, pues no pocos historiadores se muestran de acuerdo que ofrecieron a los gobiernos reales medidas bastante razonables para trazar un programa de reformas.

                Los reyes y sus allegados fueron conscientes de los problemas de sus súbditos, que tanta influencia podían tener sobre su poder. Desde que era príncipe, Felipe II supo de los males de los castellanos, y bajo su hijo Felipe III se logró una cierta pacificación, que no fue bien vista por todos. Bajo el conde-duque de Olivares se intentó reformar la Monarquía, atendiendo a veces las propuestas de los arbitristas. Sin embargo, el empeño naufragó. La defensa del monopolio comercial hispano enconó la lucha con las Provincias Unidas, coincidiendo con la guerra de los Treinta Años. Se prosiguieron cobrando muchos impuestos, pero los privilegiados impidieron toda reforma fiscal, como la del estanco de la sal con carácter de gravamen único. También frustraron la creación de una red de erarios y montes de piedad que hubieran podido fortalecer la banca castellana. Las protestas castellanas enturbiaron la integración económica con Portugal, acusándose interesadamente de marranos o criptojudíos a muchos de sus hombres de negocios. La pretensión de igualar el poder del rey en la Corona de Aragón y otros lugares con el de Castilla desató la tormenta de 1640.

                Las aspiraciones reformistas de Olivares fracasaron, en el fondo, por el vigor de las fuerzas que se beneficiaban del imperio español, desde la alta nobleza celosa de sus prebendas a las encastilladas oligarquías locales. Su caída en 1643, como se ha recordado, evitó algo similar a la Fronda en Castilla.

                Durante décadas, el reformismo no murió, permaneciendo vivo el deseo de enmienda fiscal, según patrones más simplificados, y comercial con la creación de compañías al modo de otros países. Con justicia se han resaltado las reformas monetarias en Castilla de finales del reinado de Carlos II. Sin embargo, la fuerza de los intereses creados y la debilidad del gobierno real impidieron iniciativas más ambiciosas.

                Las de Felipe V, que tanto alteraron la Corona de Aragón, han suscitado tradicionalmente opiniones contrarias. A día de hoy, sabemos que las medidas adoptadas no fueron una mera imitación de los modelos de la Francia del Rey Sol, sino que algunas se remontaban a tiempos de Olivares, y que no crearon la prosperidad catalana o valenciana, con raíces bien propias en el siglo XVII. Inicialmente, estuvieron motivadas por la acuciante necesidad de fondos para la guerra sucesoria, y ya posteriormente adoptaron argumentos que se remontaban a los arbitristas de finales del XVI e inicios del XVII.

                En el imperio español del XVIII se acometieron importantes reformas en la administración y en el comercio, indiscutiblemente, lo que prueba que no era incorregible. Sin embargo, los motines de Esquilache recordaron que todo tenía un límite. Ni los gobiernos de Carlos III lograron imponer la única contribución en Castilla, ya proyectada con todo lujo de detalles por el marqués de la Ensenada.

                La necesidad de reformas volvió a urgir en los torbellinos del reinado de Carlos IV, coincidiendo con los problemas del Antiguo Régimen. Un poco más tarde, durante la guerra contra Napoleón, los liberales retomaron tal tarea, con resultados variables, no escasa oposición y la pérdida final de la América continental.

                En su dilatada Historia, el imperio español tuvo la capacidad de enmendarse y lo llevó a cabo en ciertos momentos, pero dentro de unos límites sociales tan estrechos que una coyuntura internacional adversa volvía a ponerlo contra las cuerdas. El secreto de su estabilidad durante tres siglos fue paradójicamente su talón de Aquiles.

  1. ¿A qué imperios se pareció el español?

              A lo largo de la Historia se han sucedido distintos imperios, algunos de tanto prestigio como el romano. En una Europa imbuida de clasicismo, las comparaciones con Roma fueron frecuentes, y distintos regímenes se quisieron ver en el espejo romano. La España imperial también fue comparada con Roma, particularmente cuando se trataron las razones de su decadencia. Sin embargo, ambos imperios fueron muy distintos.

                De forma primigenia, la España imperial fue una monarquía con diferentes reinos agregados, en los que la prerrogativa real disfrutó de distinta autoridad. Como otras del Antiguo Régimen, se enfrentó a la urgente necesidad de dinero para sostener costosas guerras, un sino que también castigó a Francia e incluso a Inglaterra. Los excesivos impuestos causaron pobreza y descontento, con consecuencias políticas de primer orden. La singularidad española radicaría en los efectos lesivos de tal proceder en el tejido productivo de la Castilla central.

                Sin embargo, no solamente fue aquella España una monarquía del Antiguo Régimen, sino también en América un extenso imperio de colonización, el más grande de tal género antes del siglo XIX. Compartió su complejidad étnico-cultural con el portugués en Brasil, y tuvo una población de origen europeo considerable como las colonias británicas norteamericanas. Legalmente, los reinos indianos estuvieron vinculados a la Corona de Castilla, a despecho de no tener representación en Cortes.

                Si añadimos la avanzada de Filipinas, con la importante plaza de Manila, podemos aquilatar la complejidad del imperio español, que no tuvo ninguna monarquía agregada del Antiguo Régimen. A lo largo del tiempo, demostró reciedumbre, y su hundimiento final se debió más al descontento interno que a la presión militar exterior, por mucho que ésta contribuyera a aquélla.

                A este respecto funcional, el imperio español presenta paralelismos con el imperio otomano e incluso con la URSS, poderes en los que sus minorías rectoras intentaron reformas para preservar su fuerza internacional, asociada a un mensaje ideológico claro. 

  1. ¿Qué aportó el imperio español?

                La contribución de un imperio a la Historia es una cuestión en constante revisión, pues cada época valora un aspecto que otra no lo hacía. Es frecuente ver envueltas tales valoraciones en juicios morales, que pueden derivar en maniqueísmos elementales. La Leyenda Negra española es todo un tema, al que hoy en día se le vuelve a prestar atención, y en las redes sociales es frecuente encontrar a partidarios y detractores enconados.

                Los críticos del imperio español lo juzgan una criatura destructora de pueblos en las Américas y que pretendió imponer el fanatismo católico en Europa Occidental. Según algunos historiadores alemanes de la escuela de Ranke, su derrota fue el triunfo del progreso. Por el contrario, sus admiradores resaltan cómo extendieron la cultura católica en una buena parte del mundo.

                Ha sido, además, habitual que la valoración del imperio español se haya mezclado con la de España misma, su metrópoli, con derivaciones de todo tipo. Las polémicas han sido frecuentes, y no datan de ahora. Ya en 1786 Juan Pablo Forner publicó Oración apologética por la España y su mérito literario. Exornación al discurso del abate Denina en la Academia de Ciencias de Berlín sobre ¿Qué se debe a España?, en la que reivindicaba la contribución de los sabios antiguos y medievales hispanos.

                Quizá lo mejor para entender la contribución del imperio español a la Historia sea tener presente el momento en el que se formó y expansionó, el del final del mundo de las llamadas regiones separadas. Es cierto que China y el imperio romano ya habían tenido contactos a través de caminos como la ruta de la seda, que no se interrumpió durante la Edad Media, pero entre los siglos XV y XVI portugueses y españoles alcanzaron puntos no conocidos hasta entonces por los europeos, como la misma América como tal.

                Asentados allí, los españoles alcanzaron Filipinas y entablaron a través de Manila un notable comercio con la China de los Ming. Las monedas de plata novohispana viajaron a través del Pacífico, el Mar del Sur de Vasco Núñez de Balboa, y los tejidos de seda y otros productos del mundo chino llegaron a Europa Occidental, como otras producciones americanas hasta entonces ignoradas por sus gentes, que se convertirían en fumadoras de tabaco o degustadoras de cacao, patatas, maíz o tomates. También se movieron las personas, por motivos muy distintos, desde los colonizadores que probaron fortuna en las nuevas tierras a los esclavos africanos forzados a trabajar en territorios donde su población autóctona había sido diezmada. Por supuesto, las enfermedades les acompañaron.

                Las conquistas y asentamientos de los españoles fueron el pistoletazo de salida de otras empresas imperiales, especialmente cuando Portugal se unió a la Monarquía hispana en 1580. Así se ha sostenido para los inquietos holandeses. Desde Francisco I, los franceses probaron suerte en el Atlántico, llegando a interceptar algunos de los tesoros que desde México mandó a España Hernán Cortés, cuya empresa fue tomada en consideración por los ingleses de los siglos XVII y XVIII. Con el tiempo, probarían sus golpes de fortuna en la India. Por los caminos del imperio y de la competencia entre poderes rivales nació la primera globalización de la Historia, con importantes dramas humanos y notables contactos entre culturas, floreciendo con vigor el mestizaje.  

                En aquel momento complejo de la Historia, se entabló un intenso debate sobre la condición humana, en el que brilló con luz propia fray Bartolomé de las Casas. Se discutió con apasionamiento acerca de los derechos humanos, tan poco respetados en la práctica por mucho que se empeñaran las Leyes de Indias en corregir algunos problemas sangrantes. También se debatió con interés sobre los motivos de la riqueza de los reinos, cuando los metales preciosos no parecían servir para asegurar la prosperidad real española. La contribución de la llamada escuela de Salamanca es remarcable al respecto.

                En este descubrimiento de los mecanismos sociales también se comenzó a desvelar la complejidad del mundo mismo y de sus gentes, alumbrándose la historia natural y la antropología de la mano de autores como Gonzalo Fernández de Oviedo, sin olvidar las aportaciones españolas a la astronomía, cosmología, cartografía y navegación, así como el aliento humano de sus relaciones de sucesos, en las que con orgullo se comparaban con griegos y romanos.

                Parte de este tesoro intelectual fue conocido en el resto de Europa, pero otra fue celosamente reservado por las autoridades españolas, deseosas de guardar valiosos secretos. El imperio español sería más conocido por su Inquisición que por todo ello, cuando las guerras de religión atizaban las rivalidades entre los pueblos de Europa. Hoy en día, con una España dentro de la Unión Europea en un mundo globalizado, podemos contemplar al imperio español como uno de los pioneros de nuestro tiempo actual de noticias, ideas, productos, gentes y gérmenes que viajan a lo largo y ancho de todo el planeta.