TÚNEZ FRENTE A LUIS XIV. Por Verónica López Subirats.

01.09.2016 00:02

                

                El Mediterráneo Occidental no estuvo en calma a mediados del siglo XVII. A las guerras entre las grandes potencias cristianas se añadieron las acciones de los poderes musulmanes, más o menos incardinados a la férula del imperio otomano, también sometido a poderosas tensiones por aquella época.

                La ciudad y reino de Túnez se encontraba en esta situación tras el fracaso de los españoles en 1574. El sultán nombraba un pachá, asesorado por su diván, compuesto por notables locales, y apoyado por fuerzas jenízaras, que pronto le cogieron el gusto a intervenir en la vida pública hasta tal extremo que su jefe o dey, elegido por sus compañeros de armas, se impusieron al pachá. Más tarde los beys o recaudadores de impuestos de las principales regiones captaron a las fuerzas descontentas con ellos y eclipsaron su poder.

                Durante el siglo XVII la agricultura tunecina prosperó, pero las actividades corsarias mantuvieron su importancia. Las naves de muchas naciones padecieron sus depredaciones, pero los franceses bajo Luis XIV intentaron frenarlas con contundencia.

                Bajo Luis XIV las naves francesas se empeñaron en imponer su hegemonía en el Mediterráneo Occidental, desplazando a los españoles. Frente a los poderes musulmanes, el rey francés desplegó una diplomacia considerada con el sultán de Constantinopla, teórico señor de las regencias norteafricanas, y punitiva frente a Túnez y Argel. Además de proteger los intereses de sus navegantes y comerciantes, se presentaba como el protector de la Cristiandad en línea con su título de rey cristianísimo, que le permitía igualmente tratar con dureza al Papado.

                Aprovechándose de los enfrentamientos que desgarraban Túnez, impuso un tratado de paz el 25 de noviembre de 1665, reafirmado el 28 de junio de 1672. Ya no se aplicó la política de cruzada de Luis IX, sino una más cercana a la de las cañoneras del siglo XIX.

                Se estableció el cese de hostilidades entre las naves francesas y tunecinas y se acordó en consecuencia la liberación de los prisioneros de ambas partes, como los jenízaros y los moros conducidos a Francia.

                Para diferenciarse de otras naves del espacio imperial otomano, los tunecinos deberían de proveerse de un pabellón más distintivo para proseguir su ruta sin problemas. En caso de problema se restituirían las presas injustamente tomadas según el tratado. Ante un ataque de fuerzas de Argel, Trípoli o Salé los tunecinos asistirían a los franceses. Las naves berberiscas de otras regencias que fueran armadas en Túnez no podrían vender sus presas.

                En territorio tunecino los franceses gozarían de una serie de ventajas. Sus bienes serían respetados. Podrían vender sus naves allí excepto si se destinaran a los turcos. Se abastecerían los franceses sin ningún género de problemas. Podrían comerciar, reparar sus naves y no ser apresados en caso de naufragio.

                La figura del cónsul francés se trató con obsequiosidad. Nunca respondería de las deudas de sus compatriotas y permitiría asegurar a los tunecinos las naves francesas. Todo francés que maltratara a un turco o a un moro respondería ante él y no ante otra autoridad. Además, todo extranjero que quisiera negociar con Túnez debería de pasar por su consulado, excepto los ingleses y griegos bajo dominio turco por ya disponer de uno.

                En línea con las pretensiones hegemónicas del Rey Sol, los caballeros de las órdenes militares gozarían de la seguridad de los viajeros franceses. Tales condiciones acreditan que el fiel de la balanza no se inclinó del lado tunecino. No obstante, la imposición del tratado chocó con obstáculos derivados en parte del estado de guerra civil tunecino.  El 30 de agosto de 1685 el mariscal d´Estrées, almirante de la armada de Levante, exigió 60.000 escudos por restituciones de presas.

                El modelo de tratado desigual se impuso a las milicias de la ciudad y reino de Argel el 24 de septiembre de 1689 cuando Luis XIV se hizo llamar de forma arrogante emperador de Francia. Toda una declaración de carácter.