TODO UNOS REYES, LOS CAROLINGIOS. Por Verónica López Subirats.
Bajo la dinastía carolingia el poder de los reyes francos alcanzó su ápice para descender de manera abrupta con rapidez, lo que no obstaculizó que se convirtieran en el referente de la autoridad estatal en los siglos siguientes en la Cristiandad occidental.
El primer deber de un rey era proteger a la justicia, a los débiles y a la Iglesia en tiempos de los carolingios. La tradición romana y germánica, además de la sacralidad regia, obligaba a ello, respetando las distintas leyes y costumbres particulares.
Carlomagno se sirvió de la tradición de las asambleas populares germanas de justicia para perfilar con mayor nitidez sus tribunales locales de condado, cuyas sentencias eran susceptibles de apelación ante el tribunal de palacio.
Pero ante todo el rey ostentaba la alta jefatura de las tropas como gran guerrero. Todas sus victorias y derrotas fueron consideradas verdaderos juicios de Dios. Las riquezas que le brindaron sus triunfos le permitieron ser generoso con sus seguidores.
En caso de peligro general podía llamar a todos los varones en edad de tomar las armas, aunque en la práctica se redujo su alcance a las áreas más afectadas por el riesgo. Carlomagno estuvo en condiciones de alinear poderosos ejércitos tanto en calidad como en número. El historiador K. F. Werner calculó que pudo llegar a tener 35.000 caballeros y 100.000 infantes.
El rey contaba también con el derecho de erigir fortificaciones y de ordenar su derribo si así le placía, disponiendo sus correspondientes guarniciones militares, lo que a la larga no evitaría su multiplicación por los señores feudales que cuartearon su autoridad efectiva.
La función guerrera de los monarcas se idealizó y poco a poco se fueron depositando los elementos de la futura ética caballeresca. Se insistió en la dedicación temprana de los muchachos a las artes guerreras para que no desentonaran peligrosamente. La religión pronto acudió en su ayuda y relatos bíblicos como el de los Macabeos sirvieron para reforzar el carácter sagrado de una realeza a punto de verse expuesta a la vorágine feudal.