TODO UN CRONISTA DE LA ESPAÑA IMPERIAL.
Escribir historia es de todo, menos inocente o insignificante. Por mucho que a algunos les parezca un simple pasatiempo de ociosos, se trata de una tarea intelectual de enormes repercusiones sociales, como ya nos advirtió el maestro Fontana. La historia selecciona los hechos del pasado que considera importantes, establece su encadenamiento lógico, busca sus causas, anuncia sus consecuencias, interpreta su sentido y ayuda a dar forma a los supuestos caracteres nacionales, convertidos al final por su arte y parte en los autores de la Historia, transformada en destino anunciado, lejos de la nebulosa de posibilidades de cada momento del tiempo. Eso, entre otras muchas cosas.
Uno se pregunta, inevitablemente, si al final es más importante de cara a la eternidad la figura histórica o el historiador mismo, más allá de la realidad objetiva. A Alarico I le faltó un digno autor que en buena prosa latina alabara su conquista de Roma, y el veredicto del tribunal de la historia ha sido unánime a lo largo de los siglos: culpable de barbarie. En cambio, los civilizados romanos, que tanta sangre vertieron a su paso, son considerados gentes excelsas desde el gran Polibio.
A España le ha ido como le ha ido en el tribunal de la historia, y nuestra entrañable leyenda negra goza a día de hoy de buena salud en más de un foro de internet. Por supuesto, también tiene sus abnegados impugnadores, decididos defensores de lo hispánico en las redes. No es que a los españoles de tiempos de los Austrias la historia les importara un pimiento o que no hubiera entre ellos grandes historiadores. Muy al contrario. Otra cosa es que en numerosas ocasiones no hayan tenido tales autores la proyección adecuada.
Tanto en la Corona de Castilla como en la de Aragón hubo sendos oficios de cronista durante nuestro Siglo de Oro. Orgullosos de su pasado y de sus realizaciones, los españoles del siglo XVII se encararon a su difícil presente, con la conciencia de la decadencia de todo imperio desde el alba de los tiempos, para tratar de reverdecer sus laureles pasados. Disponer de un cronista competente no era algo baladí.
Consciente de todo ello, un 30 de marzo de 1640 José Pellicer de Tobar y Abarca presentó ante el Consejo de Aragón su solicitud de convertirse en cronista de toda la Corona aragonesa. Ya por aquel entonces era cronista de la Corona de Castilla, por nombramiento de sus Cortes del 3 de septiembre de 1629, y del reino de Aragón, desde el 10 de enero de 1637 por su Diputación del General. Su labor no dejaba precisamente indiferente a los reinos hispánicos, que en su historia legitimaban sus tradiciones legales, tan esgrimidas en toda clase de lides.
Quería, pues, don José ser cronista de toda la Corona de Aragón al modo de su último titular, Bartolomé Leonardo de Argensola. El candidato lució sus prendas familiares y sociales, tan del gusto del Antiguo Régimen. Recordó que su casa solariega se encontraba en las montañas de Jaca, de tanta relevancia en los primeros pasos del reino aragonés, y que desde hacía cuatrocientos años los de su linaje habían servido a sus reyes, según constaba en las historias del reino. Bien consciente del valor familiar, también fue un destacado y estudiado genealogista de las casas de Olivares, Gandía, Oropesa y Aytona, entre otras.
Sus prendas intelectuales se pusieron al servicio del poder de su época, en la que el conde- duque de Olivares tanta relevancia tuvo. Refirió que a los once años fue a oír filosofía a la Universidad de Alcalá, donde estudió Artes. Ganó por oposición la beca del Colegio Mayor de San Dionisio de los Artistas. Alcanzó el título de graduado como bachiller y licenciado con la máxima de las licencias. Ya en Salamanca estudió cánones y leyes. Allí fue consiliario de La Mancha y vicerrector por el cardenal Guzmán. Se graduó en ambos Derechos y llegó a sustituir a sus maestros. Participó en actos públicos y conclusiones universitarias. Es de destacar que estudiara griego, hebreo, italiano y francés, matemáticas, crítica, política y letras divinas y humanas. Entre sus lecturas se encontraban las vidas de santos y de concilios, al modo de la España de la Contrarreforma.
Sostuvo ante el Consejo de Aragón que dejó la escuela o enseñanza al casarse, consagrándose especialmente al estudio de la Historia de España. En treinta y cinco años había publicado obras sobre la defensa de la venida de Santiago a España o el epitafio en la muerte de Lope de Vega, con el que mantuvo una relación muy particular. También de su mano salió una Defensa de España contra las calumnias de Francia, que tuvo a bien recordar en tiempos de guerra contra los franceses que fue quemada por el verdugo en París el 10 de marzo de 1637. Dentro de esta línea apologética se encontraron también obras como La constancia en el valido, dedicada al conde duque, o La exhortación a la paz al duque de Richelieu.
Metido en las polémicas de la guerra de los Treinta Años, censuró las alianzas de católicos con protestantes (dardo lanzado a Francia) y elogió al emperador Fernando II de Austria en una Vida.
Aunque se ganó sus dineros con la censura de libros en nombre del Consejo de Castilla, se gastó más todavía en la impresión de sus obras, particularmente los doce tomos de sus Anales de España, que esperaba publicar, junto con su Historia de la imperial casa de Austria de otros seis libros.
En vísperas de la insurrección catalana contra el gobierno de Felipe IV, Pellicer de Tobar tuvo su oportunidad y se hizo con el ansiado oficio. Como buen servidor de la Monarquía hispánica, recibió un hábito de la orden militar de Montesa por su Idea del Principado de Cataluña, publicada en Amberes en 1642, que respondía a la Proclamación católica de Gaspar Sala. Por ello mereció un caballerato en el reino de Valencia. Aun así, editar le resultaba caro, y el 25 de septiembre de 1643 el Consejo de Aragón le concedió una ayuda de cuatrocientos ducados, nada menospreciable.
Hoy en día, el que llegara a ser cronista de las coronas castellana y aragonesa no resulta particularmente conocido, excepto para un círculo de especialistas. Sus obras son escasamente leídas, y su ciencia yace en las bibliotecas y en alguna que otra edición digital. El que fuera uno de los historiadores oficiales de la España de Olivares se nos aparece abatido. La causa que defendió, la de la hegemonía de los Habsburgo en Europa, cayó derrotada, y su fracaso arrastró su fama. A veces, los historiadores tienen la ilusión de hacer la grandeza de una causa; pero cuando ésta es vencida, también se pulveriza su nombradía. De poco sirven títulos y honores relumbrantes en apariencia: el historiador no deja de ser un pez que se sumerge en sus propias aguas, como otras criaturas. Y en estos momentos de derrota solo queda una cosa: el buen hacer del historiador y su rigor.
Fuentes.
ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.
Consejo de Aragón, Legajos 0036, 313-314.