SUECIA, DE LA INDEPENDENCIA A LA GRANDEZA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
En 1513 subió al trono de Dinamarca el decidido Cristián II, decidido a rehacer en su provecho la Unión de Calmar, la que en 1387 puso a Dinamarca, Suecia y Noruega bajo una misma corona. Atacó Suecia y tras ganar varias batallas ejecutó a sus contrarios en Estocolmo, en un famoso baño de sangre. Uno de los hijos de los asesinados, Gustavo Vasa, encabezó la lucha contra el rey de Dinamarca. En 1523 logró proclamarse rey, pero no pudo expulsar a los daneses del Sur, bien afirmados en el estrecho del Sund.
Por entonces tenía treinta y tres años y se propuso fortalecer la monarquía sueca, tarea nada sencilla, pues sus dominios no eran precisamente ricos dentro de la Europa de su tiempo. La conversión al luteranismo puso en sus manos una gran cantidad de bienes eclesiásticos con los que fortaleció el patrimonio real, fundamento de su erario y no los créditos de las grandes casas financieras.
Con los pequeños y medianos campesinos, más abundantes en Suecia que en otros territorios, formó un ejército del país, sin dispendiosas unidades de mercenarios extranjeros, que sería el embrión del futuro de Gustavo Adolfo un siglo después.
Coronó su autoridad reservando a su linaje, el de los Vasa, el cetro de Suecia en 1540 y en 1544 instauró la sucesión por línea masculina. La Unión de Calmar permanecía decididamente al pasado cuando murió en 1560 a los setenta años.
Su hijo Erik XIV ya no pensó tan solamente en liberar a Suecia de la dominación danesa, sino en convertir a su reino en la señora del Báltico. Su nombre hacía referencia a los antiguos grandes reyes vikingos, con los que se sentía identificado. Puso sus ambiciones en el dominio del Sund, por donde transitaba anualmente una gran cantidad de valiosos productos entre el mar del Norte y el Báltico. Aquel que lo dominara sería enormemente rico gracias al cobro de las tarifas aduaneras.
El poder de la Hansa, de la orden Teutónica y de los Caballeros Portaespadas casi había fenecido en el Báltico, y Erik se mostró dispuesto a aprovecharse de ello. Ordenó construir una poderosa armada con algunos barcos enormes para dar la batalla por el dominio de la cuenca de aquel mar.
En Livonia se enfrentó con los polacos sin conseguir sus propósitos, pese a adueñarse en 1561 de Tallin. Los suecos se aliaron a continuación con los rusos frente a polacos y daneses. En la guerra de los siete años o de las tres coronas (1563-70) se combatió en el Sund y los daneses volvieron a invadir sin éxito Suecia, paralelamente a los fracasos polacos ante los rusos. En 1568 el ambicioso Erik cayó víctima de una conspiración nobiliaria en parte causada por su propia crueldad. Los magnates entregaron el cetro sueco a su hermano Juan, tampoco exento precisamente de ambiciones, que pusieron a Suecia en el centro de las grandes luchas del Norte de Europa.