SOBRE LA CAÍDA DEL IMPERIO ROMANO. Por Lucía Piqueras Cuesta.

10.03.2018 09:32

               

                Todo imperio tiene su fin, al igual que su comienzo, y el del imperio romano ha vertido ríos de tinta. Para generaciones y generaciones, fue ejemplar con sus ciudades, acueductos servidores de aguas, calzadas y organización. Sus legiones se impusieron por la fuerza tras denodadas guerras, no siempre victoriosas, pero su cultura terminó modelando la de muchos países, como demuestran con creces las lenguas neolatinas. Incluso durante un tiempo, si nos dejamos cautivar por los juicios de Flaubert, la prosperidad económica y la tranquilidad social se dieron la mano durante la Pax Romana, cuando las personas parecían liberadas de ciertos exclusivismos religiosos.

                Tan halagüeño cuadro, el de la romanización triunfante en muchas comarcas de la Europa Occidental, tiene muchas sombras, como sucede en la realidad histórica. Los emperadores, teóricos protectores de la República, se comportaron a veces de manera despótica, en línea con los denostados gobernantes orientales. La aristocracia senatorial se renovó en lo humano, pero padeció la autoridad de más de un emperador. Tácito se convirtió en la voz de no pocos. Los ejércitos romanos, ya desligados de todo compromiso cívico al modo de los siglos III y II antes de Jesucristo, cobraban de los emperadores, que no siempre gozaron de las simpatías y reconocimiento de las tropas. La insurrección de las legiones causó más de una guerra civil, mientras las conquistas exteriores se fueron paralizando. Se conquistó Britania, pero no Germania. Se alcanzó a dominar temporalmente Mesopotamia, pero no se acabó ni de lejos con la fuerza de una Persia renovada. De Asia no solo vino el peligro militar organizado o el origen de ciertas confederaciones de pueblos como los hunos posteriormente, sino también una sangría de dinero en forma de comercio deficitario. La caída de los botines humanos y el agotamiento biológico de los esclavos de los dominios romanos, los encomiados por Columela, desgastaron el esclavismo mediterráneo. En el siglo II las plantaciones de eslavos ya se encontraban en declive en Italia.

                La llamada crisis del siglo III tenía raíces profundas. A las luchas sociales y políticas se sumaron incursiones de pueblos exteriores a la frontera del imperio. Septimio Severo logró imponerse como emperador, aunque no fue capaz de atajar los problemas de fondo del imperio.

                La autoridad imperial, bajo el llamado Dominado, ganó fuerza. Entre Diocleciano y Constantino se reordenó la administración y el ejército de manera importante. Se reformó la moneda, se insistió en el cobro de los impuestos y en el cumplimiento de los deberes sociales. A la hora de invocar el favor de las potencias celestiales, tan omnipresentes en la vida de aquellas gentes, se pasó de la persecución a la tolerancia del cristianismo. Con no poco esfuerzo, se realizó un intento de renovación imperial que ha sido muy valorado por la historiografía italiana de las últimas décadas.

                Lo cierto es que tal impulso tuvo su recompensa, ya que el imperio romano de Oriente (posteriormente convertido en bizantino, tras Justiniano el restaurador) pervivió con alternativas hasta 1453, influyendo en la manera de concebir la vida política en la Tercera Roma moscovita. En Occidente, los francos restauraron el imperio bajo Carlomagno, convertido en Sacro Imperio Romano en la Francia Oriental o Germanía después. En la Edad Media nadie se olvidó de Roma en la Cristiandad. Pirenne tenía razón cuando veía en las conquistas musulmanas un corte profundo en la Historia de la cuenca mediterránea.

                Sin embargo, el declive de la vida urbana con todos los matices regionales y de las formas de la cultura de la Roma clásica fue visible en la Europa Occidental, incluso más allá de Britania. Las aristocracias ganaron aquí un peso considerable en relación a una autoridad imperial cada vez más fantasmal. Los pueblos germanos, que habían castigado con dureza el lado oriental del imperio, lograron tallarse en su territorio su propio poder en forma de reinos. Los vándalos llegaron a contar con una poderosa flota y con el dominio de posiciones de la importancia de Cartago y de Sicilia. Aunque ahogaron a Roma y llegaron a consternar a San Agustín, intentaron con rudeza preservar su modo de vida. También los ostrogodos en Italia y en Hispania los visigodos lo intentaron. De todos modos, la deposición de Rómulo Augústulo fue el símbolo del final de un tiempo para intelectuales de época posterior, cuando ya se contrapuso la civilización con la barbarie, pues a su modo la respuesta que damos a la caída o transformación del gran imperio romano dice también mucho de nosotros mismos.