SEGOVIA Y MADRID, LAS HERMANAS RIVALES.
Los castellanos medievales, del Norte del Duero a las Canarias.
A diferencia de lo que terminaría aconteciendo en otros reinos europeos, la corte de los monarcas castellanos no se fijó en una localidad de manera exclusiva. Tal condición de itinerante en parte fue posible por el desarrollo de ciudades, villas y caminos en el corazón interior de Castilla, además de la relevancia de las urbes ganadas a los andalusíes en el siglo XIII. Aunque ciertos autores han abogado por las preferencias de los sucesivos reyes castellanos, al modo del gusto de Pedro I por Sevilla o de la estimación que por Soria sintió Juan I, semejantes inclinaciones (a veces un tanto exageradas) no decantaron el fiel de la balanza por ninguna localidad durante los siglos medievales.
Los pasos de la sierra del Guadarrama, dominados definitivamente tras la conquista de Toledo, fueron esenciales en las comunicaciones entre las tierras que se convertirían en Castilla la Vieja y en la Nueva. A un lado y al otro de la serranía se emplazaron dos comunidades de villa y Tierra hermanas y a la par rivales, Segovia y Madrid. A comienzos del siglo XXI la segunda ha sobrepujado de manera clara a la primera, pero hace ochocientos años las ventajas se inclinaban del lado segoviano.
Surgida alrededor del arroyo que fluía hacia el Manzanares por un barranco que terminaría convirtiéndose en la calle de Segovia, Madrid ha sido caracterizada para fines del siglo XI como una villa-atalaya similar a Talamanca u Olmos. Comenzada a repoblar oficialmente a partir del 1088, aunque algunos autores han apuntado la existencia de un hábitat previo, Segovia se ordenó al comienzo alrededor de las calles-camino que enlazaban las puertas de su muralla, vías que se intentaron enderezar desde el siglo XIII. Ambas hijas de la repoblación, fueron dotadas de extensos términos, que colisionaron con los ajenos.
Si Madrid chocó con los de la entonces poderosa Toledo hacia el Mediodía, Segovia lindó por el Norte con los de Cuéllar, Coca, Arévalo y Ávila, expansionándose hacia el Sur en dirección a las tierras matritenses, aquende del Guadarrama. Según un privilegio de 1176, los vecinos de Madrid podían poblar hasta los puertos del Berrueco y de Lozoya. Sin embargo, los segovianos colonizaron hacia el 1247 el Real de Manzanares, verdadera manzana de la discordia entre ambos concejos. La decisión de Alfonso X de 1275 ha sido muy alabada, al determinar que tanto Madrid como Segovia se pudieran beneficiar de los recursos del Real. La orientación más agrícola de Madrid y la más ganadera de Segovia motivó el cierra de algunas cañadas de la Mesta en 1345 por vecinos de la primera, alargando las disputas y los pleitos.
Durante la Baja Edad Media, Segovia conoció una importante transformación económica. En sus más constreñidos términos septentrionales prosperó la ganadería, tanto la estante como la trashumante asociada al Honrado Concejo de la Mesta. La lana de sus ovejas alimentó la pañería de su Tierra, especialmente visible en la segunda mitad del siglo XV, y su comercio con otros lugares. En la opulenta Medina del Campo se estableció una calle de Segovia para sus hombres de negocios, que alcanzaron Sevilla y Valencia, contactando con casas italianas. Bajo los Reyes Católicos, se ha estimado que la población de la ciudad estricta sería de unos 15.000 habitantes y la de su Tierra de unos 65.000, en la que descollaría El Espinar con 5.000.
Madrid también experimentó un claro auge en el Cuatrocientos, aunque menos llamativo que el de Segovia. Fundados los conventos de San Francisco y Santo Domingo en 1217 y 1219 respectivamente, a modo de avanzadas de su expansión, Enrique III ordenó acometer obras en su alcázar, donde su hijo Juan II recibiría a los embajadores del rey de Francia, lo que no fue óbice para que cediera en 1445 las villas de Cubas y Griñón (de la Tierra matritense) a su camarero Luis de la Cerda. Más atento hacia Madrid se mostró Enrique IV, que en 1463 consolidó su mercado franco. Por razones de seguridad pasaría del Campo del Rey cercano al alcázar a la plaza del Arrabal, la futura plaza Mayor. Las eras de San Martín y las huertas próximas proveían de alimentos al vecindario, así como de recursos variados los bosques que alcanzaban El Pardo. La necesidad de carne llevó a delimitar la dehesa de Arganzuela a finales del XV. Por aquel tiempo se ha estimado su población en unos 12.000 habitantes.
En estas localidades en crecimiento, los alcázares cobraron especial relevancia al simbolizar el poder real, por muy comprometido que se encontrara antes de la subida al trono de doña Isabel. El alcázar de Segovia acogió el tesoro regio y que fue reforzado por Enrique IV entre junio y noviembre de 1465. Dispuso en consonancia de cinco piezas de artillería y veinticuatro ballestas. Se prosiguió, además, la construcción de su Torre Nueva, se derribó la cerca que lo separaba del río Eresma y se practicó una cava defensiva del postigo. Por otra parte, su guarnición fue aprovisionada por valor de 333.906 maravedíes con el servicio de los mercaderes locales y de arrieros y comerciantes forasteros, como los vizcaínos que aportaron tablazón. Después de la guerra civil que asoló Castilla se alcaidía se encomendó al mayordomo real Andrés de Cabrera, que tanta relevancia lograría en la corte.
La reciedumbre de las murallas segovianas se fortaleció con obras que costaron 70.000 maravedíes. Enrique IV tuvo más virtudes de las que habitualmente se reconoce, y a Segovia le dispensó más de un favor.
Al otro lado de la sierra de Guadarrama, también se practicaron durante aquel tiempo obras en el alcázar de Madrid, que contó con once piezas de artillería y cuarenta y ocho ballestas. Todavía no se contemplaba por entonces que tal edificio se convirtiera en la sede palaciega de la Monarquía hispánica. Los movimientos del atribulado Enrique IV sí que indican la importancia del área segoviana-matritense en la Castilla de la Baja Edad Media.
Víctor Manuel Galán Tendero.