RITOS FUNERARIOS ISLÁMICOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El entierro de los difuntos dice mucho sobre la civilización de los que les dan sepultura. El sepelio es el último adiós en el que se desea a los seres queridos lo mejor en la otra vida.
Los restos corporales de los que nos abandonaron yacen en espacios habilitados rodeados de respeto, las necrópolis, capaces de brindar notable información a los historiadores. El lugar de reposo de los difuntos recibe el nombre árabe de maqbara en la civilización islámica, transcrito en castellano macáber.
Los cementerios musulmanes buscan en muchas ocasiones una ladera que busca el agua de un torrente, de unos acuíferos o de un río que discurre a sus pies. La orografía marca con claridad sus límites, sirviendo en cierto modo de frontero de la cercana localidad, y su distribución interna lejos de ser aleatoria sigue una retícula que permite el tránsito de los cortejos fúnebres.
El lugar en cuestión puede haber sido empleado como necrópolis por una civilización precedente, considerándolo los musulmanes motivo fundamentado de baraka o gracia. Pese a buscar tierra no hollada para sus sepulturas individuales.
Cuando fallece una persona sus allegados deben de cerrarle los ojos y la mandíbula, practicándole a continuación el gusul o lavatorio ritual. Sus orificios deben ser tapados con bolitas de algodón o de alcanfor. El amortajamiento con varias capas en número impar es realizado por personas de su mismo sexo. Tras las prescriptivas oraciones, el cuerpo es trasladado en cortejo al cementerio.
En la sepultura es depositado perpendicularmente a la quibla, procurando la deseada gracia, y se posiciona mirando hacia La Meca. Dentro de aquélla puede existir una cámara hueca, donde se colocaría la carta de la muerte escrita con azafrán donde se reza y se solicita perdón por los pecados.
La cámara también sirve para que el difunto, cuyas mortajas pueden haber sido ligeramente descosidas, tenga la oportunidad de comparecer ese mismo día ante el interrogatorio de los ángeles, que le inquieren sobre la pureza de su fe y la rectitud de su vida terrena. Los que la superen irán al paraíso, y los que no a la gehena, el infierno al que serán arrastrados bajo el látigo que mana llamas.
De cualquier manera todos los difuntos deben de aguardar siete días de purgatorio en los que su tumba, desprovista de artificios decorativos, exhala un calor intenso, rebajado por sus familiares derramando cuidadosamente agua. Los que refrescan la tumba pueden realizar banquetes durante aquellos días, atestiguados por los vestigios de cerámica encontrados en varias excavaciones, así como rezos en provecho del fallecido.
Al final llega el juicio del alma, cuando se sopesa su valor en una balanza siguiendo tradiciones antiquísimas que se remontan al antiguo Egipto. A los que salgan airosos se les tenderá un puente que cruza el infierno hasta llegar a la cuenca de Muhammad, donde al beber sus aguas refrenará eternamente su sed.
Todo transcurre a lo largo de cuarenta días, número tan cargado de simbolismo sagrado, en unos ritos que necesitan el agua e intentan favorecer el bien de los que han emprendido el último camino, algo tan humano como universal con independencia de la cultura de cada pueblo.