PORTUGAL EN EL TABLERO HISPANO (1270-1360). Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El sistema ibérico de reinos.
Las grandes campañas de la Reconquista forjaron a fines del siglo XIII un mapa político de Hispania novedoso. Los musulmanes perdieron las grandes urbes levantinas y de las cuencas del Guadiana y del Guadalquivir, quedando reducidos al emirato de Granada de unos 30.000 kilómetros cuadrados. Si el reino de Navarra (11.700 kilómetros cuadrados) quedó finalmente marginado en el reparto de las grandes conquistas, la Corona de Castilla con sus 355.000 kilómetros cuadrados se erigió en la gran triunfadora. Flanqueada al este por la Corona de Aragón (110.000) y por Portugal al oeste con 89.000 kilómetros cuadrados, su poder era incontestable, máxime atendiendo a las posibles cifras de población de la época. Los 4.500.000 castellanos superarían con creces a los 950.000 aragoneses y a los 800.000 portugueses.
Con sus grandes éxitos y recursos Castilla se situó entre los grandes reinos de la Cristiandad. Alfonso X el Sabio dio la medida de las ambiciones castellanas. Quiso proseguir sus conquistas hacia el agitado Norte de África, habilitando Alicante como puerto de embarque de las órdenes militares. Aspiró a regir el Sacro Imperio Romano Germánico. Compuso dentro de una extraordinaria obra cultural las Partidas, donde asimiló su autoridad real a la imperial (cesarismo), capaz de proyectarse hacia los otros Estados ibéricos. Portugueses y aragoneses intentaron contrarrestar por diferentes medios el predominio castellano, estableciendo circunstancialmente alianzas. El sistema de Estados hispánico bajomedieval se movió en estas coordenadas, a pesar de la actuación puntual de otros agentes extrapeninsulares.
Si la acometividad del imperio benimerín, deseoso de dominar el estrecho de Gibraltar y la propia Granada, suscitó una respuesta generalmente unánime de portugueses, castellanos y aragoneses, las pretensiones de Francia encontraron ecos muy distintos. Con gran influjo en el reino de Navarra y en el de Mallorca, los franceses mantuvieron un intenso pulso con los aragoneses por las peliagudas cuestiones mediterráneas, gozando en muchas ocasiones de la amistad castellana. En consonancia Portugal terminó recurriendo en sus pleitos armados con Castilla a la ayuda del gran rival de Francia, Inglaterra, empeñada en ampliar sus dominios continentales durante la Guerra de los Cien Años. Paulatinamente los enfrentamientos hispánicos ganaron relevancia en el escenario europeo.
Portugal frente a Castilla.
La diferencia de territorio y población no puede poner en olvido las semejanzas entre el reino de Portugal y la Corona de Castilla. Sus reyes se enfrentaron con problemas harto similares. Atentos a engrandecer su autoridad, se mostraron celosos en la medida de sus posibilidades de la aplicación de la justicia y en la promulgación de leyes nuevas. Insistieron en la consecución de mayores recursos económicos imponiendo tributos. Su actuación les malquistó el apoyo de importantes grupos de la aristocracia nobiliaria y eclesiástica, determinada a alcanzar mayores cotas de poder simultaneando la adulación con la rebelión, sin titubear a la hora de cambiar de señor las veces que les conviniera. Don Sancho de Ledesma, nieto de Alfonso X, abandonó la sumisión al rey de Castilla para entregársela al monarca portugués don Dionís, lo que no fue óbice para que retornara a la fidelidad al castellano más tarde.
La heterogeneidad territorial de Portugal y Castilla también fue común. Si los reyes de la una lo eran de Castilla, Toledo, León, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia y Jaén, de Portugal y del Algarve lo eran los de la otra. La repoblación había configurado distancias entre el poblamiento más disperso de muchas comarcas septentrionales castellano-portuguesas y el más concentrado del sur.
En el Portugal del siglo XIV se diferenciaron con nitidez, consagrada por las disposiciones legales, varias áreas. La comarca de Minho constituía una cuenca con grandes similitudes con la vecina Galicia. Aquí el alqueire o la medida de trigo alcanzó a mediados del Trescientos una de las tasaciones más moderadas de todo Portugal, la de 20 sueldos. Albergaba la gran ciudad comercial de Oporto, donde los precios del pan eran generalmente más elevados, causa de preocupación para sus regidores, temerosos del descontento popular.
Las sierras das Alturas, Pradela, Nogueira y Mogadouro surcaban la comarca de Traz-os-montes, accidentada en distintos corredores. El trigo ya era más caro (30 sueldos por alqueire) y se recurría al centeno y al mijo con mayor frecuencia. En su extremo noreste se erguía Braganza, atalaya frente a las comunidades del reino de León.
La comarca de Beira, con muchos caballeros fidalgos, era la última del histórico norte del reino, alcanzando el precio de los alimentos valores muy similares al de Minho. Floreció aquí la universitaria Coimbra, la Salamanca portuguesa, de población de variopinta procedencia, como la influyente familia franca de los Seguins.
En la Estremadura de la que ya hemos hablado crecieron urbes de la importancia de Santarém y Lisboa. El gran cronista Fernäo Lopes nos habla de una gran ciudad que acogía a muchos comerciantes catalanes, mallorquines, milaneses, genoveses, lombardos y vizcaínos, dándose la mano la marinería mediterránea con la atlántica. En un afortunado año nos asegura el cronista que se cargaron 12.000 toneis de vino. En esta comarca el trigo llegó a tasarse en 40 sueldos el alqueire.
La extensa comarca Entre Tejo e Guadiana se articulaba en el Alto Alentejo, de Estremoz a Evora, y en el Baixo Alentejo, de Evora a Beja. Tierra de órdenes militares con grandes similitudes con la Submeseta Sur castellana, el trigo alcanzó aquí precios igualmente elevados, valorándose el alqueire en 3 libras o 36 sueldos.
De todos modos donde la tasación resultó más elevada (5 libras o 60 sueldos) fue en el reino del Algarve, separado del resto del territorio por la sierra de Munchique y de Caldeiräo. Tierra más recientemente ganada al Islam, la explotación de las salinas adquirió gran importancia. Desde allí sus gentes miraron hacia África.
Portugal, como la Corona de Aragón, careció durante la Baja Edad Media de frontera directa con el Islam, como Castilla con Granada, fuente de numerosos conflictos grandes y chicos y de no pocas tradiciones, aunque la cercanía del África musulmana, la vivacidad del corsarismo en las aguas del Estrecho y la relativa proximidad al emirato nazarí mantuvieron vivo el espíritu de combate contra el moro hasta la toma de Ceuta. Así lo confirmó la gran campaña de auxilio de Tarifa.
Los ejércitos del reino.
El estado de guerra con los poderes islámicos y las campañas militares de la Reconquista forjaron en Portugal un ejército con grandes similitudes con el de Castilla en el siglo XIV.
La comandancia suprema de los ejércitos la ostentaba el monarca, en calidad de princeps y de primer señor, cúspide de la pirámide feudal del reino. Alfonso IV (1325-1357) acostumbró a ponerse al frente de sus tropas en arriesgadas lides, y a Fernando I (1367-1383) también le plació el combate. Al alferez correspondía portar el pendón real. El ejército no era permanente, y se adaptaba a los ciclos vitales y económicos, como el tiempo de las cosechas y el del invierno, de las gentes del reino a lo largo del año.
Las obligaciones militares de los vasallos del rey cada vez resultaron más inadecuadas para las grandes jornadas guerreras. El tiempo de servicio, no superior a tres meses, era demasiado escaso. La obligación de comprar corcel de guerra a los que tuvieran una fortuna mínima de 500 maravedís arruinó a los caballeros de cuantía o besteiros de conto hacia mediados del XIV. Las huestes concejiles no siempre exhibieron la calidad marcial requerida.
La monarquía portuguesa deseó crear un núcleo militar más allá de las escoltas y guardias regias. Inicialmente se fijó en el potencial de las órdenes militares, desvinculándolas en lo posible de ataduras exteriores. En 1288 el rey Dionís obtuvo un maestre propio para los santiaguistas portugueses, embrión de la orden de la milicia de nuestro señor Jesucristo, creada en 1320 con vistas a la conquista de África. En 1313 el mismo monarca se interesó en la unión de los bienes de los extinguidos templarios con los de los hospitalarios bajo su dominio. Sin embargo, las fuerzas de las órdenes arrostraron los mismos defectos que las de los grandes magnates. Su valía radicaría más en la defensa de la independencia del reino y en la aportación de recursos en los tiempos de los grandes descubrimientos.
Los reyes portugueses recurrieron, en consecuencia, al pago de verdaderos salarios a todos aquellos caballeros prestos para la guerra, las contias o quantias, similares a los acostamientos castellanos. En la suma se ponderaba el valor del caballo, de la loriga y del escudero por término medio. La crisis bajomedieval mermó los ingresos nobiliarios y el rey Pedro I incrementó la contia de los fidalgos de 65 a 100 libras. Los grandes magnates disfrutaron igualmente de contias que después distribuían entre sus séquitos caballerescos. También se otorgaron exenciones tributarias a los ballesteros montados y de infantería, motivo de gran descontento vecinal en tiempos de dificultades.
El pago de tales fuerzas sobrecargó el erario real, que hacia 1360 satisfizo las contias con tierras y no con los dineros en las que se valoraban, otro motivo de problemas. En la segunda mitad del siglo XIII se hizo patente la insuficiencia de los recursos del patrimonio regio. Los derechos señoriales de acuñación de moneda, de redención de la ayuda militar y de otro género se quedaron cortos. Se emprendieron las inquiriçoes o averiguaciones de todos aquellos derechos indebidamente poseídos por la aristocracia. Mientras al sur del Mondego las averiguaciones casi se dejaron a un lado por mor de las circunstancias de la repoblación, al norte se ejecutaron con rigor. Los grandes magnates se alzaron en armas y la realeza a la par que los combatía exploraba nuevas vías de financiación.
El desarrollo comercial permitió la exacción de impuestos indirectos sobre las transacciones de todo género de bienes. Se pagaron dizimas sobre los productos mercantiles, lo que no dejó de provocar protestas en Cortes. Rindieron asimismo grandes provechos las alfandegas o alhóndigas de Oporto y Lisboa, rentando ésta en un año 35.000 libras. Con el tiempo la monarquía fue incorporando las sisas aplicadas por los concejos, y en 1370 cobró la sisa mayor.
Los graves problemas derivados de la crisis bajomedieval y el pensamiento económico coetáneo animaron la regulación real de aspectos como el valor de la moneda o la prohibición de extraer dinero hacia Castilla para comprar caballos y armas bajo la excusa de ir en romería. Poco a poco los reyes de Portugal afirmaron su autoridad en materia de economía y consolidaron sus fuentes de ingresos. Hacia 1367 su tesoro ingresaba más de 800.000 libras anuales. Estaban en condiciones de emprender ciertas aventuras y de fomentar su marina.
Las armadas portuguesas.
El primigenio Portugal, como el resto de la Gallaecia, sufrió las incursiones de los piratas musulmanes tentados por las riquezas del Finisterre. En la Historia compostelana se refiere que desde Sevilla, Almería y Lisboa los sarracenos asolaban sus costas desde mediados de abril a la mitad de noviembre, cautivando a sus gentes. En Iria el arzobispo Gelmírez fomentó la construcción naval de galeras gracias a la habilidad de especialistas de Arlès, Génova y Pisa. Poco a poco los portugueses también fortalecieron su poderío marítimo, y en el Miño sus naves libraron una reñida batalla con las compostelanas e irienses en 1121.
La repoblación de los lugares marítimos fue el primer paso para crear armadas de cierta entidad, al igual que aconteció en la cornisa cantábrica entre los siglos XII y XIII. Habitualmente se atribuye al rey Dionís (1279-1325) el fomento de la marina portuguesa. La armada real estaba dirigida por el almirante, dignidad que terminó recayendo en la familia de los Paçanha, de orígenes genoveses. Nutrieron la cadena de los mandos subalternos los alcaides y los arraeces, títulos tomados de la poderosa flota almohade de la que se hizo eco Ibn Jaldún. Entre los siglos XIII y XIV las galeras mediterráneas gozaron aún de un importante peso, y el abastecimiento de buenos remeros a veces supuso un espinoso problema, particularmente tras los zarpazos de las epidemias de Peste Negra en unas tierras poco pobladas. A lo largo del Trescientos las flotas reales fueron incorporando las naos de tradición atlántica.
En la batalla del cabo de San Vicente (1336) los portugueses desplegaron 20 galeras tripuladas por unos 2.000 hombres frente a las 40 castellanas dotadas de 5.400 tripulantes. La armada castellana derrotó a la portuguesa, apresando 9 de sus galeras. En 1359 los dos reinos unieron fuerzas navales contra la Corona de Aragón, y micer Lanzarote Paçanha comandó una fuerza integrada por 10 galeras y 1 galeota, que no llegó a tiempo a su encuentro con los castellanos en Algeciras.
Los particulares también se interesaron vivamente por las cuestiones marineras en Portugal, y la monarquía impuso el impuesto de la matrícula de las naves para sufragar un embrionario seguro contra los accidentes en los mares.
El poder arbitral de don Dionís.
El rey Dionís deseó que su reino ganara fuerzas a Castilla más por la vía diplomática que por la militar. Trató con Sancho IV el matrimonio de los infantes de ambos reinos, garantizando el acuerdo de boda las plazas de Cáceres, Badajoz, Trujillo, Moura, Serpa, Allariz y Aguiar de Neira, que no se cumplió a la muerte de don Sancho (1295).
El monarca portugués pasó al ataque aprovechando las dificultades de la minoría de edad de Fernando IV de Castilla. Apoyó las pretensiones del infante don Juan, que se proclamó rey de León en Coria. Las vistas de Ciudad Rodrigo no calmaron los ánimos, y las fuerzas portuguesas incursionaron por tierras de Ledesma, Salamanca, Valladolid y Simancas. En 1297 la regente castellana doña María de Molina accedió por necesidad táctica a entregarle Olivenza, Campomayor y Ouguela por el tratado de la zamorana Alcañices, permitiéndole actuar contra don Sancho de Ledesma en la comarca de Riba de Côa (Castel Rodrigo y Almeida). Se concertó el enlace del infante Alfonso de Portugal con la infanta Beatriz de Castilla, y del jovencísimo rey castellano Fernando IV con la infanta portuguesa Constanza.
Desgarrada por banderías y atenazada por los ataques portugueses y aragoneses, la Castilla de doña María de Molina cedió antes de pasar al ataque. En 1299 espoleó la insurrección del propio infante don Alfonso de Portugal contra su padre.
Esposo de la aragonesa doña Isabel, la reina santa, don Dionís se alió con su cuñado Jaime II de Aragón, que también se sirvió de las discordias castellanas para ampliar sus territorios e influjo. El monarca aragonés se dirigió entre 1296 y 1300 al hermano de don Dionís, don Alfonso, casado con la hermana del infante don Juan Manuel, doña Yolanda, para que le ayudara en la conquista del reino de Murcia, pues ambos eran señores de los enclaves mudéjares de Novelda y Elda, cuyo procurador era don Juan García de Loaysa.
Los castellanos opusieron resistencia bajo la guía de doña María de Molina, y Jaime II no tuvo más remedio que solicitar los buenos oficios de Portugal en las negociaciones de paz. En 1302 pidió ayuda a su hermana doña Isabel, y en 1303 don Dionís distribuyó su dinero con largueza entre los interlocutores castellanos. En 1304 el rey portugués intervino en la sentencia arbitral de Torrellas, que reconoció a los aragoneses el dominio de parte del primigenio reino murciano (Alicante, Elche y Orihuela). Fue un solemne motivo para proclamar la justicia como la más preciada atribución real. Los reyes hispánicos, hermanados al gozar todos de la gracia de Dios, firmaron una concordia que incluía al propio emir granadino en calidad de vasallo de Castilla. En este tiempo alcanzó don Dionís su cénit en Hispania. El breve Fernando IV empeñó Badajoz para conseguir contra Granada su ayuda, consistente en fuerzas de caballería y en 17.000 marcos de plata. Infantes y caballeros portugueses de corceles protegidos por largas cotas de malla secundaron en 1309 la empresa aragonesa contra Almería, terminada en fracaso.
La oposición nobiliaria a su autoridad, capitaneada por el infante don Alfonso, amargó la ejecutoria del rey portugués, que no capitalizó la nueva minoridad de edad en Castilla, la de Alfonso XI. Con más fuerza brilló esta vez la estrella de su aliado Jaime de Aragón, al que se encomendaron en 1313 doña Constanza de Portugal y el infante don Juan, señor de Vizcaya. El aragonés le propuso un plan de acción conjunta que contemplaba la concordia de los magnates castellanos y el control de la tutoría de su joven rey. Casi desplazó a don Dionís como el interlocutor ibérico de mayor prestigio ante el pontificado, y requirió su colaboración en la conquista de Cerdeña y Córcega.
El fortalecimiento de la autoridad en Castilla y el desafío del infante don Alfonso, cuyo proceder rebelde no se cansó de denunciar con documentos, redujeron su proyección hispánica, pero no impugnaron su legado de viva atención por los asuntos peninsulares.
Entre las banderías nobiliarias y la Cruzada.
Don Alfonso de Portugal había librado una feroz guerra entre 1319 y 1324 contra su padre, que se apoyó especialmente en los concejos y vasallos del sur del reino. En 1325 se proclamó monarca. La Castilla que tuvo ante él ya no era la de las minoridades de edad, sino la de Alfonso XI, el rey justiciero que consolidó la autoridad de la corona.
Alfonso IV heredó de su padre don Dionís la amistad con el turbulento infante don Juan Manuel, cuya hija doña Constanza fue prometida en matrimonio al joven rey castellano. Alfonso XI rompió tal acuerdo, y don Juan Manuel recabó la ayuda de aragoneses y granadinos, mas no la de los portugueses, ya que la hija de Alfonso IV doña María se casaría con el monarca castellano. Al final la rechazada Constanza sería entregada al heredero portugués don Pedro, perdidamente enamorado de la célebre doña Inés de Castro.
Los lazos familiares no vedaron las intromisiones en reino ajeno y el gusto por secundar las disidencias de los grandes magnates. Deseoso de incrementar su influencia y la suma de sus acostamientos, don Juan Núñez de Lara aparejó huestes de condición varia y se alzó contra Alfonso XI en Lerma, plaza que fue cercada por las huestes reales. Al negarse el rey castellano a levantar el asedio, Alfonso IV atacó la Corona de Castilla en 1336. Con antelación había previsto las represalias castellanas, y ya había fortificado las marinas de su reino. Cercó la codiciada Badajoz. Sus guerreros alcanzaron el reino de Galicia y de Sevilla, cargando la ciudad hispalense con la defensa de las tierras pacenses. Pedro IV de Aragón, enfrentado con su madrastra doña Leonor (hermana de Alfonso XI), siguió con atención los acontecimientos. Sin embargo, la reacción castellana fue contundente. Las tropas de Alfonso XI cosecharon éxitos en Badajoz y Elvas, triunfando en Villanueva de Barcarrota. Además, en el cabo de San Vicente se impuso su escuadra sobre la de los portugueses. El arbitraje papal impuso una tregua más tarde convertida en paz.
La ausencia de hostilidades entre Castilla y Portugal fue providencial para la Cristiandad. Decididos a extender su poderío, los benimerines asediaron la estratégica Tarifa con la colaboración granadina. Estaba en juego el control del estrecho de Gibraltar, vital para el comercio europeo, y la seguridad de las grandes conquistas del siglo XIII. Aunque Alfonso IV reaccionó al principio con suma cautela, terminó respondiendo a las peticiones de su hija doña María, más por razones estratégicas que familiares. Las naves castellanas habían sido derrotadas, y se temía una nueva invasión musulmana del Algarve. El almirante Manuel Paçanha partió hacia aguas del estrecho para impedir las maniobras del enemigo, pero sus naves permanecieron a la altura de Cádiz.
La gravedad de la situación aconsejaba apartar toda reticencia, y los dos Alfonsos se entrevistaron finalmente en Badajoz. El portugués pidió en Cortes el pago de mil lanzas contra los benimerines. Los aragoneses secundaron el entendimiento. En Sevilla unieron sus fuerzas los cristianos antes de emprender la campaña. Los musulmanes los aguardaban antes de alcanzar Tarifa, en dos oteros que dominaban el paso del río Salado. En uno se dispusieron las fuerzas regidas por el emir de los benimerines Abul Hassan y en el otro por el de Granada. Los cristianos se dispusieron en consonancia. Contra los benimerines cargarían las batallas o unidades del rey de Castilla y de la orden de Santiago, y las del rey de Portugal y de las órdenes de Calatrava y Alcántara contra los granadinos. El prior de Ocrato era el alférez de este segundo cuerpo, acogido a la protección del lignum crucis de Marmelar.
El tránsito del Salado resultó dificultoso. Alfonso XI avanzó con premura, pero sus huestes más rezagadas se vieron en problemas. Los granadinos se replegaron ante la acometida de Alfonso IV, y al final los musulmanes cayeron derrotados el 28 de octubre de 1340 en una batalla de tanta importancia como la de las Navas de Tolosa. Se logró un riquísimo botín, que incluyó un gran número de cautivos, cifrados por las crónicas de forma exagerada en 30.000. Muchos retornaron con grandes ganancias a sus hogares, y el papa Benedicto XII fue honrado con notorios presentes en Aviñón. Las grandes invasiones africanas pasaron a la Historia, y comenzaron a tomar cuerpo las invasiones europeas de África.
Los portugueses ya no tuvieron la misma presencia en la campaña de Algeciras (1344), en la que falleció el rey de Navarra Felipe de Évreux. A la muerte de Alfonso XI ante Gibraltar por culpa de la peste le sucedió su hijo don Pedro, el Cruel o el Justiciero según el autor. Su abuelo Alfonso IV adoptó una actitud cautelosa sin abandonar del todo sus veleidades intervencionistas en la política castellana. Gracias a los buenos oficios de don Juan Alfonso de Alburquerque el novel rey castellano se entrevistó con el veterano monarca de Portugal en Ciudad Rodrigo, donde el conde don Enrique fue perdonado. En 1354 don Juan Alfonso padeció la acometividad del rey don Pedro, pero consiguió la protección de Alfonso IV, interesado por la suerte de Medellín y de Alburquerque, cuyo castillo estaba confiado al caballero portugués don Martín Alfonso Botello. Asimismo, el rey de Portugal casó a su nieta doña María con el infante don Fernando, el correoso hermanastro de Pedro IV de Aragón, que se enfrentaría a Pedro I de Castilla en una disputada guerra. Al final de su reinado Alfonso IV sentó las bases del giro diplomático de su hijo don Pedro.
La prioridad de abatir al enemigo interno.
Don Pedro I es de sobra conocido por su apasionado amor por doña Inés de Castro, cuya sepultura dispuso con gran pompa en el monasterio de Alcobaças próximo a Coimbra. Los lectores españoles no lo conocen tanto por otros motivos no menos interesantes.
Sobre la psicología de don Pedro el Riguroso se ha especulado en exceso, convirtiéndolo desde un varón de gran rectitud a un desmedido tirano. Su figura ha encajado los mismos altibajos de fortuna que su coetáneo don Pedro I de Castilla, justiciero o cruel. Los dos Pedros mantuvieron en líneas generales buenas relaciones, y cooperaron contra otro don Pedro, el de Aragón. El cambio en relación a los tiempos de don Dionís era perceptible, y entre 1357 y 1367 los portugueses pospusieron sus proyectos geopolíticos de empequeñecer Castilla. Las razones van más allá de la singular personalidad del rey don Pedro, y merecen una explicación más pausada.
Su gobierno se enfrentó con los funestos resultados de la crisis bajomedieval, cuya manifestación más escalofriante y famosa fue la gran epidemia de peste negra de 1348, de la que las tierras portuguesas no consiguieron escapar. Las estimaciones catastróficas que mermaban la población en dos tercios han sido desechadas por la moderna historiografía, que insiste más en los antecedentes y en la reiteración del flagelo epidémico. De todos modos el descenso demográfico ocasionó delicados problemas. La merma de brazos encareció el coste de los jornales. Perdieron riqueza los rentistas, que intentaron compensarla gravando más a sus subordinados. Las tensiones sociales se acentuaron, y la guerra se antojó una airosa salida a muchos. A la par los grupos de ciudadanos, de marcadores honrados, que asociamos un tanto prematuramente con la alta burguesía, ganaron influencia y riqueza merced a la concentración de fortunas y a la potenciación de los gustos suntuarios desde el siglo XIII. La ostentación lujosa de las esposas e hijas de los avispados comerciantes humillaban la tradicional honorabilidad de los caballeros, empobrecidos y postergados a veces. La sociedad estamental tal y como había sido concebida hasta entonces hacía aguas.
Pedro I intentó ponerle coto. Su perfil responde al de un señor tradicional, que accede al trono a la madura edad de treinta y siete años. Gran amante de los placeres de la caza y del ejercicio físico, recorrió su reino ejecutando justicia. Trató favorablemente a los fidalgos, en los que siempre apreció sus dotes de perfectos varones justadores, cazadores y trovadores. En el fondo se condujo como un magnate de caldera que se sentía orgulloso de dar de comer en su mesa a sus guerreros. Este monarca tradicionalista fue interpretado posteriormente de manera más sofisticada, como se ve en la Crónica del escriväo da puridade Fernäo Lopes. Tras la coronación del gran maestre de la orden de Aviz don Juan en 1385 sería dibujado como el vicario de Jesús capaz de hacer justicia en provecho del pueblo. El pensamiento eclesiástico providencialista vivificó las ideas del reinado de don Dionís, consiguiéndose fortalecer la potestad real.
Más que limitarse a aplicar leyes, el rey don Pedro prefirió dictar sentencias sonadas que sentaban precedente, dignas de las fazañas del derecho consuetudinario castellano. Era el alma de la justicia, muy capaz de enmendar por las bravas los desórdenes morales de caballeros, obispos y almirantes, susceptibles de conculcar la estabilidad de la sociedad estamental, con sus deberes y derechos. Por ello persiguió el adulterio, más que por el recuerdo a su amada doña Inés. No tuvo empacho en quemar, por igual motivo, a alcoviteiras e feiticeiras (hechiceras), en defender a los judíos y en amparar a los comerciantes. Desde este punto de vista presenta grandes afinidades con Pedro I de Castilla, acusado por su oponente Enrique de Trastámara de amigo de los judíos y ensalzado por ciertos historiadores como campeón de los grupos mercantiles y urbanos castellanos. No en vano el castellano tuvo muchos seguidores en una Galicia con grandes afinidades con el norte portugués.
Pedro I de Portugal afinó las instituciones de justicia. En la cámara aplicaba la justicia más rigurosa contra los más encumbrados personajes con la ayuda de los privados de su consejo real, del maestre de la orden de Cristo y del escriväo da puridade. El corregidor de Corte tenía que dar ejemplo de diligencia a los jueces y oidores. El gusto por abreviar la duración de los procesos y por evitar apelaciones engorrosas no condujo al monarca portugués a posturas tan extremadamente violentas como las de su homólogo castellano, enfrentado a una oposición aristocrática más vigorosa, muy atizada pos su hermanastro don Enrique de Trastámara, aliado circunstancial del Pedro de Aragón. En el fondo los reyes de Portugal y Castilla pospusieron sus diferencias para humillar a sus contrarios del interior, según su particular concepción de la realeza y de la sociedad. En consonancia suscribieron acuerdos de entrega de los rebeldes de un reino a otro, verdaderos acuerdos de extradición por motivos políticos.
En la guerra entre Castilla y Aragón, en la que se dirimió la superioridad hispánica, el Portugal de don Pedro no apostó por el equilibrio peninsular al estilo de don Dionís. A los motivos de estabilidad interna se añadieron otros de tipo internacional y económico. Con la creciente apertura del estrecho de Gibraltar a la navegación cristiana se consolidaron plenamente las rutas marítimas que enlazaban el Mediterráneo central y los mares del Norte. Los genoveses reaccionaron ante la competencia veneciana y los problemas en el oriente mediterráneo fortaleciendo su presencia en la península Ibérica y en la fachada atlántica europea. Su presencia y sus negocios se hicieron notar en Sevilla y en Lisboa. Las armadas castellana y portuguesa se beneficiaron de su experiencia.
El principal rival de Génova en Hispania era la Corona de Aragón, empeñada en dominar Cerdeña con la oposición de la república de San Jorge. Tras la reincorporación del reino de Mallorca (1343-45) los aragoneses ganaron fuerza, y sus navegantes pugnaron con los castellanos y portugueses en la ruta que conducía a Flandes. Toda esta animadversión se convirtió en conflicto abierto en 1356, cuando nueve galeras armadas en Barcelona por órdenes de los franceses, sumidos en la guerra de los Cien Años, atacaron a los genoveses en los mares del reino de Sevilla ante la vista de Pedro I de Castilla. Fue uno de los motivos que encendieron el conflicto castellano-aragonés.
Pedro de Portugal siguió la causa de castellanos y genoveses. En su reforma monetaria se alineó con Castilla. Acuñó torneses de plata, piezas de origen francés, estableciendo la equivalencia de 65 torneses por 1 marco castellano. Con las piezas de oro siguió la misma tendencia filocastellana, acuñando doblas de oro fino como las de Sevilla. La capital hispalense ya se había erigido en una plaza de primera categoría en los intercambios entre los mundos cristiano y musulmán, expresados frecuentemente en oro, interesándose por ellos ya en estas fechas los portugueses, cuyos mayores puntos de contacto con el resto de las economías europeas pasaban por las grandes ferias y centros castellanos junto con las rutas atlánticas. Estos vínculos anunciaban los de la época de los grandes descubrimientos geográficos, cuando Lisboa y Sevilla se convirtieron en complementarias. La alianza con Castilla y la guerra contra Aragón permitió asimismo al rey portugués economizar dispendios, empeñado como estaba en reforzar su erario y en acrecentar las sumas de su tesoro.
El monarca portugués envió en 1359 una fuerza naval en ayuda del castellano. En la campaña contra Tarazona en 1363 una fuerza de 500 caballeros y escuderos portugueses al mando del maestre de Santiago don Gil Fernández de Carvalho hizo acto de presencia en el campo de batalla. La Corona de Aragón estuvo a punto de ser severamente derrotada durante el conflicto. La irrupción de don Enrique de Trastámara en Castilla alteró la situación.
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