OCCITANIA, FORJA Y BOTÍN DE SOLDADOS DE FORTUNA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

02.08.2024 09:50

               

                Uno de los grandes reñideros de la Europa medieval fue Occitania, un heterogéneo territorio por el que no sólo disputaron los reyes de Aragón, Francia e Inglaterra, sino también los católicos con los cátaros en una brutal guerra de religión que avanzaría los posteriores combates de una Cristiandad desgarrada.

                También llegó a ser una tierra opulenta Occitania, bien capaz de suscitar la codicia de demasiados ambiciosos. La aparición de bastidas o enclaves fortificados de población en el oeste occitano en el siglo XIII no de debió únicamente a motivos militares, sino también al impulso demográfico y al cultivo de nuevas tierras. Se ha calculado, a partir de los recuentos de fuegos o unidades domésticas de 1328, que todos los territorios occitanos llegaron a albergar una población cercana al millón y medio de habitantes, una cifra muy similar a la alcanzada en el siglo XVIII. La marcha a la Hispania cristiana de la guerra contra el Islam y la repoblación fue la salida de muchos naturales de allí, que también hicieron fortuna en el atrayente Camino de Santiago. En la enriquecida Jaca de 1238 diecinueve de ciento veintitrés vecinos conocidos eran de origen languedociano.

                La roturación de tierras y la introducción de nuevos cultivos, como las moras orientales en los valles montañosos de Cévennes, impulsó el aumento demográfico. Sin embargo, la aportación de la artesanía y el comercio también resultaron ser capitales, al encontrarse Occitania ubicada entre las rutas mercantiles mediterráneas y atlánticas. La demanda inglesa de vinos benefició a Burdeos, y la producción de paños a una Toulouse en vivo contacto con Hispania y la Champaña de las grandes ferias. Bien conscientes del valor político del comercio, los monarcas de Francia pretendieron socavar la fuerza de Montpellier (señorío de Jaime I de Aragón, que pasó a formar parte de los dominios de los reyes de Mallorca de 1276 a 1349) alentando a Nimes y estableciendo el puerto de Aigues-Mortes. Los mercaderes de aquélla ciudad, junto a los de Marsella, lograron importantes privilegios en el reino de Chipre en 1235. Hasta 1291, cuando cayó la plaza cruzada de San Juan de Acre, supieron burlar las prohibiciones pontificias para vender mercancías prohibidas a los musulmanes (como armas), y sostuvieron una importante competencia con los hombres de negocios de Cataluña, Venecia o Génova.

                Junto a la riqueza, crecieron las disparidades sociales y los problemas de marginalidad. A las ciudades occitanas, regidas por una minoría de prohombres, acudieron todos los años un buen número de campesinos en busca de oportunidades, que a menudo distaron de cumplirse. La pobreza alimentó la delincuencia organizada en auténticas bandas. En esta delicada situación, el clima comenzó a ser más adverso, y la hambruna hizo su aparición en 1302-05, 1310-13, 1322-3 y 1335-39. En el resto de la Europa cristiana se padecieron los mismos problemas, que anunciaban tiempos peores. El cultivo de terrenos montañosos en terrazas o faissas fue la respuesta occitana a la falta de alimentos para todos.

                La peste negra descubrió brutalmente el estado crítico de la sociedad de Occitania en 1348. La enfermedad castigó con dureza Montpellier, donde murieron diez de sus doce cónsules. De sus ciento cuarenta dominicos sólo se salvaron siete. Se ha sostenido que la mitad del vecindario de Albi falleció, y entre 1336 y 1399 desaparecieron igualmente la mitad de familias en Toulouse. En Nimes quedaron deshabitadas también la mitad de las casas. La situación de Limoges ha sido descrita en términos apocalípticos. Por todo ello, se ha estimado que las pérdidas de la población occitana por la peste se situarían entre un tercio y la mitad del total. Muchos núcleos de población menores quedaron deshabitados, y la falta de cultivadores perjudicó seriamente a la producción de alimentos. Si el lucrativo viñedo de Béziers quedó arruinado, Montpellier tuvo que comprar en las décadas sucesivas su trigo en territorios cada vez más alejados del Mediterráneo, como la Francia septentrional e incluso Inglaterra.

                Con una inflación terrible y una peste que cargaba pasado un breve lapso de tiempo, la guerra volvió a ser la salida de muchos, desde pordioseros a caballeros, cuando el manejo de las armas era habitual y los códigos de la violencia imponían su ley social. Los más belicosos occitanos, vencidos los cruzados en Tierra Santa y reducidos los andalusíes al emirato de Granada, encontraron empleo en la lucha entre los monarcas de Francia y de Inglaterra, que acostumbramos a llamar desde 1823 la guerra de los Cien Años. Se formaron compañías de mercenarios, comandadas numerosas veces por modestos nobles zarandeados por las disputas públicas y los destierros. La procedencia de sus guerreros era variopinta, pues bajo sus banderas combatieron tipos del resto de Francia, de Inglaterra, Hispania, Italia y el Sacro Imperio. No se dudó en emplear para los menesteres más variopintos a los caminantes que erraban por las sendas de la marginalidad y de la delincuencia, los routiers. Bien capaces de sembrar el pánico entre la población civil de una ciudad asediada, conquistada y saqueada a placer (al modo de los almogávares hispanos), los temibles caminantes ya habían sido empleados en las luchas entre los condes de Tolosa y de Barcelona, alcanzando mayor fama en la brutal cruzada contra los albigenses, encabezados por varios reyes. Sin embargo, se ha considerado que en el siglo XIV su número fue todavía mayor por las dramáticas circunstancias de entonces. Aunque en Normandía se libraron grandes campañas, las cabalgadas a lo largo y ancho de Occitanía dispensaron buenos botines a las compañías prestas a venderse al mejor postor, que adoptaron al final el nombre de routiers.

                Llegaron a ser, por ello, muy molestos para sus propios patronos. Carlos V de Francia no tuvo más remedio que encomendar a Bertrand du Guesclin el acabar por todos los medios con las grandes compañías. Los más reluctantes se hicieron fuertes en las montañas de la Alta Auvernia,  donde alimentaron en 1363 la rebelión de los tuchins, campesinos y artesanos desarraigados que fueron sensibles a las ideas de justicia social del franciscano de Aurillac Jean de Roquetaillade.

                Algunos de los capitanes de compañías alcanzaron la fama además de la riqueza, como Arnau de Cervole. Fue privado en 1347 del arciprestazgo de Vélines, en la diócesis de Périgueux, por sus inclinaciones guerreras, cambiando a partir de entonces su vida eclesiástica por la militar. A las órdenes de don Carlos de la Cerda o de Hispania, descendiente de Alfonso X el Sabio, combatió a los ingleses entre 1351 y 1354. Ganó fortuna y la gobernación de Évreux en 1355. Apresado en la batalla de Poitiers (1356), consiguió ser liberado. De 1357 a 1358 luchó por pacificar el condado de Provenza, señorío de don Luis de Anjou, auxiliando al mismísimo Papa en Aviñón, un objetivo muy tentador para toda clase de saqueadores. Tales éxitos le granjearon nuevos negocios, tan arriesgados como lucrativos. Plantó cara con resolución de 1361 a 1362 a las compañías que se negaban a disolverse y a observar las condiciones pactadas entre los reyes de Francia e Inglaterra, pues no estaban dispuestas a perder su medio de vida y enriquecimiento. Consiguió ganarse Arnau el aprecio del duque de Borgoña, aprestándose a tomar parte en una cruzada contra los turcos otomanos en Hungría, a instancias del acosado emperador bizantino, pero murió en turbias circunstancias en 1366.

                Cuando Occitania, por circunstancias políticas y agotamiento, no dispensó los beneficios apetecidos, los soldados de fortuna encaminaron sus pasos a Italia e Hispania. Compañías de gascones, formalmente súbditos del monarca de Inglaterra, se aventuraron por tierras valencianas durante el Interregno de la Corona de Aragón (1410-12). Retomadas las hostilidades entre franceses e ingleses, combatieron en Occitania guerreros del temple de Rodrigo de Villandrando. De orígenes oscuros, luchó bajó los estandartes de Carlos VII de Francia. En 1438 corrió armas por la región de Burdeos. Retornado a Castilla, la aliada de Francia contra Inglaterra, sirvió a Juan II contra el partido de los infantes de Aragón, sin desdeñar la inversión en actividades comerciales. Guerra y economía se habían dado la mano en tierras occitanas desde hacía mucho tiempo, como también se la darían en las conquistas europeas de Ultramar de los siglos XV y XVI.

                 Para saber más.

                Michel Mollat y Philippe Wolf, Uñas azules, Jacques y Ciompi. Las revoluciones populares en Europa en los siglos XIV y XV, Madrid, 1989.