NUEVO MÉXICO, ESCUDO IMPERIAL FRENTE A LA REVOLUCIÓN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

23.09.2015 06:55

                A finales del reinado de Carlos III el territorio septentrional del virreinato de la Nueva España pasó por una época de cambios. La Comandancia de las Provincias Internas intentó dar respuesta a los problemas de poblamiento y de seguridad de sus territorios, entre los que se encontraba el de Nuevo México.

                

                A la altura de 1797 muchas áreas de Nuevo México se encontraban desiertas según los criterios de los europeos, lo que se atribuía a las pasadas guerras con los amerindios especialmente. Desde 1789 las autoridades militares locales, particularmente las del presidio o punto fuerte de Santa Fe, concertaron (o al menos lo intentaron) paces con los comanches, los yutas y los navajos.

                

                Para fortalecer la presencia blanca en Nuevo México se concibió un plan de fundación de veinte pueblos de mil vecinos cada uno, considerados más manejables y gobernables que otros más numerosos. Hacia 1797 la población novo-mexicana de obediencia española se componía de 19.993 niños, de 10.190 personas casadas y 1.922 viudas, muy poco para un territorio de más de 300.000 kilómetros cuadrados, disponiendo sólo de unas 3.780 caballerías. Gentes aguerridas, sus principales armas todavía eran los arcos y las flechas, lo que denota tanto el peso cultural amerindio como las carencias militares de la administración española.

                La mejora de sus comunicaciones con otros territorios españoles en América se consideró de primera importancia. Las grandes distancias reducían al mero formulismo el dominio español en el espacio continental norteamericano, ocupado por pueblos bravos y codiciado por los jóvenes Estados Unidos. En 1793 el gobernador de Nuevo México ordenó a Pedro Vial a que cubriera el trayecto entre Santa Fe y San Luis de los Ilinueses o de Illinois, pero el desdichado explorador estuvo a punto de caer a manos amerindias, sin aportar detalles sobre la geografía y las gentes de las tierras penosamente recorridas. En 1795 se quiso abrir un camino entre Sonora y Nuevo México a través de las peligrosas sierras de la frontera de la primera, llenas de amerindios por pacificar.

                Conscientes de las dificultades de la colonización y de la evangelización, los españoles fueron desplegando unidades militares al Norte de la Nueva España. En 1786 el comandante de las Provincias Internas pidió aumentar la dotación presupuestaria de Nuevo México, todavía en materia militar dependiente de los subsidios virreinales. Los soldados necesitados de ropas y diferentes objetos resultaron en numerosas ocasiones literalmente desvalijados de su paga por avispados comerciantes. Por ello el comandante de las Provincias don Jacobo Ugarte y Loyola concertó directamente las contratas desde 1787 (al margen del mismo virrey), siguiendo el reglamento de 1772, que encargaba de la provisión de la tropa a un oficial habilitado.

                

                La gobernación de Nuevo México resultó de gran interés para la defensa de la capitanía general de Cuba, que ya había padecido la agresividad británica y anglo-americana durante la guerra de los Siete Años. Oficiales de los regimientos de infantería reales de Nueva España, como el coronel Francisco de Villalba en 1792, optaron al cargo de gobernador.

                Entre 1794 y 1796 una nueva amenaza se cernió sobre Nuevo México, que nada tenía que ver con la habitual hostilidad de algunos pueblos amerindios. En Filadelfia, la ciudad del amor fraterno, Santiago Felipe Puglia había publicado El desengaño del hombre con la protección de Thomas Jefferson y del enviado de la República francesa en Estados Unidos Edmond-Charles Gênet.

                Puglia, de origen genovés, había ejercido el comercio en Cádiz durante muchos años y había tropezado fatalmente con el Santo Oficio. Asociado por algunos autores con la masonería, marchó a la joven República norteamericana, donde publicó su libro contra el absolutismo, que algunos han considerado un primer alegato a favor de la Emancipación, aunque la obra no se dirigía a los americanos como colectivo diferenciado, sino a todas las personas que padecían la tiranía.

                El desengaño del hombre atacaba la hipocresía de los sacerdotes que defendían el absolutismo, condenándose la Inquisición. El rey absoluto no emanaba de las Sagradas Escrituras y su autoridad por la gracia de Dios contradecía negaba el libre albedrío de los seres humanos. Por ello la monarquía absoluta contradecía las leyes naturales y divinas en su criterio. Favorable a la ejecución de Luis XVI, Puglia defiende la tolerancia hacia los protestantes y propone la democracia como forma de gobierno favorecedora del talento resultante de la igualdad de la condición humana, muy distinto de las distinciones aristocráticas del despotismo que empobrecían los países y llenaban de guerras el mundo.

                    

                Las autoridades españolas temieron la difusión de este libro, que parecía abrir las puertas de la Revolución francesa en las Indias. El Santo Oficio de la Nueva España lo consideró una gravísima amenaza. Se pensó que los revolucionarios franceses, en guerra contra España, intentaban animar a los anglo-americanos a reclamar la libre navegación por el Misisipi y a desplazar el poder español de los territorios de la Luisiana, con la expulsión de los pueblos amerindios aliados.

                Cabía también la posibilidad que esta combinación revolucionaria y expansionista franco-estadounidense indujera, a través de los comerciantes, a otros amerindios a la abierta rebelión. Desde los destacamentos españoles se tuvieron que prevenir tales movimientos enemigos. El gobernador de Nuevo México se informaría sobre lo acontecido en las tierras de Kentucky gracias a los oficios de los comanches, que de facto se convirtieron en colaboradores de la Inquisición.

                Se supo que El desengaño del hombre había sido imprimido en Filadelfia y que un joven presbiteriano de 28 años, platero y armero, lo había introducido en el interior del continente. Ejemplares del mismo habían llegado a Coahuila, el presidio texano de Béjar y Nuevo México en 1796.

                Aquel mismo año no se desencadenó la furia de los cielos sobre Nuevo México y el resto del imperio español en Norteamérica, pero a escasos años los españoles terminarían cediendo la Luisiana y enfrentándose a la Emancipación. El libro al que las autoridades de Nuevo México trataron de pararle la circulación simbolizaba los temores a que aquello pasara. Del tiempo del miedo a la Revolución francesa quedaron muchos elementos que presidirían la Historia de Nuevo México en el siglo XIX: la presencia militar, la ambición de los colonizadores estadounidenses, la retirada final de los españoles y de sus sucesores los mexicanos, la hostilidad entre colonizadores y amerindios, y la inmensidad de un territorio a poblar. El siglo XIX todavía fue el tiempo de la frontera de los comanches, los comancheros, los soldados y los intrépidos colonos, cuyas raíces históricas procedían del pasado español.