MANUEL AZAÑA. Por Pedro Montoya García.
LOS MEJORES PASAJES DE NUESTRA LITERATURA.
MANUEL AZAÑA.
Don Manuel Azaña (1880-1940) como intelectual, en particular, como orador y escritor fue inmenso; para todo los demás, en la mayor parte de su vida, un desastre. Con independencia de sus ideologías, junto a José Antonio Primo de Rivera, el mayor talento de su época para magnetizar y ser adorado por las masas. Ese poder innato de los líderes que no se aprende, se ejerce.
Sus primeros cincuenta años, poco a reseñar; sus diez últimos marcaron el destino de una nación. Para la mitad católica no fue santo de devoción. La otra le adoró en un principio, no tanto a finales; Claudio Sánchez Albornoz pone en boca del político estas palabras: «La guerra está perdida; pero si por milagro la ganáramos, en el primer barco que saliera de España tendríamos que salir los republicanos, si nos dejaban».
En el ateneo, un escritor desconocido y cincuentón asombra con su inteligencia, para exigir en sus discursos la inteligencia como uno de los bienes supremos de la República. Como si pudiéramos trasladar la República de Platón a la formación de una Segunda República Española: «La política es una labor de la inteligencia». Una inteligencia laica y republicana contra dos yugos, monarquía e iglesia que uncen los cuellos de las clases populares y el arrastre del progreso. Acarrear profundas reformas, ejecutadas por los más inteligentes, como si nos pudiéramos acercar a la República gobernada por filósofos. Aunque era labor complicada, porque como expresa en otra frase que se le atribuye: «Es difícil gobernar en España, donde el número de personas inteligentes es muy reducido». Se le tachó de egocéntrico y pedante. No era modesto y no tenía motivos para serlo.
Las elecciones municipales del 14 de Abril de 1931 le pillaron agazapado en casa de su suegro, debido a que formó parte de un golpe de estado; disparatado asunto, que le hizo enclaustrarse en una habitación cerrada donde escribía Fresdeval… España se acostó monárquica y se levantó republicana. Alfonso XIII desayunó en Cartagena para cenar en el exilio. Mientras, con Alcalá Zamora al frente, los republicanos tomaban el Ministerio de la Gobernación y don Manuel, en concreto, el Ministerio del Ejército.
En el Ministerio de la Guerra se precisaba valor para llevar a cabo una ambiciosa reforma que modernizara y transformara las fuerzas armadas. Su labor desempeñada le granjearía el prestigio que le alzaría a la presidencia del gobierno, a la par del recelo de una parte de la sociedad. El resto lo echaba en los mítines. Era la gran voz de la izquierda.
El gobierno de la República desde el primer momento debió enfrentarse a iniciativas que traspasaban de lejos la legalidad: incendios de conventos con consentimiento; huelgas y ocupación de tierras de forma violenta; Maciá proclamaba el “Estado Catalán”… Además, con el «España ha dejado de ser católica» medidas sin ningún tacto político: leyes del divorcio y matrimonio civil; ley de congregaciones religiosas, mejor definida si sustituimos el de por contra; y en especial: la reforma agraria. Morlaco de muy gran tamaño que terminó embistiendo a don Manuel Azaña en Casas Viejas para dar fin a su gobierno. Esta trayectoria de su vida la dejó escrita en unos magníficos Diarios, que junto a su novela más conocida: La velada en Benicarló, en mi modesta opinión, forman la mejor prosa histórica desde los Episodios Nacionales de Galdós.
Otro intelectual, Ortega y Gasset (quien predijo la caída de la monarquía) ya dejó advertido en la revista Crisol su famoso: « ¡No es esto, no es esto! La República es una cosa. El radicalismo es otra. Si no, al tiempo». Y el tiempo le daría la razón.
Se organizarían las derechas, se incrementaría el enfrentamiento social, se unirían las izquierdas en el Frente Popular; en definitiva, el preludio y la guerra civil. Muchos la temían perdida, como Alcalá Zamora, Besteiro, Prieto, Juan Modesto, no bastaba con desfiles estruendosos con el puño al alza: se precisaba un suministro de armas constante, y sin el apoyo explícito de Francia e Inglaterra… De esta forma lo entendió también Azaña, quien partidario de la reconciliación, se desgarraría con un conmovedor discurso: «Paz, piedad y perdón»:
«Cuando la antorcha pase a otras manos, a otros hombres, a otras generaciones, que se acordarán, si alguna vez sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón».
Eso era hablar un español excelso, pero, metidos ya en el 38, era demasiado tarde.
Moriría en un pequeño hotel de Francia, dicen que besando el crucifijo de un obispo mientras rogaba piedad y misericordia. Eso que no le concedieron los vencedores, quizá lo obtuviera de Él, contra quien, también, tanto luchó.
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