LOS PRECEDENTES DEL RISORGIMENTO. Por Gian Franco Bertoldi.

24.07.2015 09:34

                A finales del siglo XV la riqueza económica y el atractivo cultural no lograron la unidad de Italia, demasiado dividida entre sólidos poderes. Venecia era una rica república dotada de enorme poder naval, mercantil y colonial, Milán la sede de un poderoso ducado, Florencia un rico emporio y Roma la cabeza de la Cristiandad. Nápoles era un extenso y complejo reino. No existía en Italia una Corona en expansión como la de Castilla, capaz de vincularse matrimonialmente con un Aragón con graves problemas.

                            

                Pronto Italia se convirtió en el campo de batalla de las grandes monarquías europeas en busca de la hegemonía continental. Tras el período de preponderancia española, los austriacos intentaron mantener su hegemonía sobre Italia en el siglo XVIII.

                    

                Las aspiraciones de los Borbones españoles les inquietaron en más de una ocasión, pero una nueva amenaza comenzó a forjarse en el horizonte austriaco, la del reino de Cerdeña, los engrandecidos dominios de la casa de Saboya tras la paz de Utrecht.

                Un encarcelado Pietro Giannone defendió interesadamente el valor de la disciplina militar del Piamonte, núcleo del reino sardo, como medio del resurgir político de una Italia organizada al estilo de las monarquías coetáneas. La idea del motor piamontés y su equiparación con Prusia en la pluma del abad Ruele ya estaban presentes en 1744. Las ambiciones piamontesas ya se oteaban en el horizonte, poniendo en riesgo a Génova y Venecia, y avanzando una constatación molesta para los patriotas: la unificación pasaba por una guerra entre italianos, muy divididos entre sí.

                       

                Algunos diplomáticos, como el marqués de Argenson, sugirieron a Luis XV en 1745 la carta de la unidad italiana bajo un príncipe amigo y anti-austríaco que se justificara con el manido argumento del equilibrio de poderes continental. La llamada cuestión italiana nunca fue ajena a las grandes potencias europeas, mucho antes de Napoleón III.

                A mediados del siglo XVIII comenzaron a surgir entre los círculos ilustrados de los diferentes Estados italianos partidarios de la unidad y de la emulación de las grandes monarquías, convirtiendo Italia en una gran potencia. En el reino de Nápoles, entonces bajo una rama de los Borbones españoles, varios autores abogaron por ello.

                    

                En 1764 Antonio Genovese animó el crecimiento de la flota y la expansión del comercio como la forma más segura de emular y superar a Inglaterra, algo que ya había sucedido en el siglo XIV y que colearía entre 1960 y 1980.

                Otros ofrecerían propuestas más expansionistas y menos mercantilistas, verdaderos precedentes del nacionalismo imperialista posterior. Galiani propuso al ministro napolitano Tanucci la dominación de Túnez como en los gloriosos días del emperador Carlos V. Serracapriola reclamó ante el zar de Rusia Albania ante un eventual reparto del imperio otomano. La intervención en Crimea y la guerra de 1911 no fueron un azar.

                En un plano más cívico, avance del futuro republicanismo, se defendió la identidad cultural de todos los italianos en la publicación milanesa de 1766 Il caffè. En 1785 Alfieri hizo una encendida defensa de la unidad italiana. Se anunciaba el Risorgimento.