LOS NEOCAROLINGIOS. Por Carmen Pastor Sirvent.
En el 843 el imperio carolingio fue troceado por el tratado de Verdún, un paso notable en el hundimiento del orden público según se concebía en los tiempos de la Roma imperial. Los pequeños señores se encontraron a sus anchas en muchas regiones de la Europa Occidental, a la par que los vikingos emprendieron incursiones devastadoras. Los labradores buscaron protección ante los desmanes y la economía adquirió un sesgo más comarcal, más auto-suficiente. Fue el momento más duro de la Edad Media, cuando emergió el feudalismo, fundamentado en la prestación del vasallaje a un señor a cambio del otorgamiento de un beneficio.
Durante décadas, varias generaciones han asimilado estos planteamientos, que hoy en día ya no suscitan la misma unanimidad. Los medievalistas han estudiado en profundidad otros territorios, más allá de los del Norte de las antiguas Galias, como Sajonia, el Lacio o Cataluña. Las ideas sobre la autoridad pública a la romana se mantuvieron con matices entre el 843 y el 1000 junto con una pequeña propiedad campesina. Los mandatarios del monarca pudieron invocar, en ocasiones, la defensa de la seguridad común a la hora de convocar una fuerza pública. La esclavitud al modo romano se ocultó tras las expresiones de la servidumbre en algunas regiones mediterráneas. La revolución del año mil, la del asalto de los guerreros contra la autoridad pública, terminaría de degradar la condición campesina y de fortalecer los lazos señoriales. Pierre Bonnassie desarrolló tales planteamientos y en España José María Mínguez intentó aplicarlos para entender la crisis de la monarquía leonesa en el siglo X. Bajo esta óptica, la Castilla de hombres libres de Claudio Sánchez-Albornoz no parece tan excepcional.
La preservación de la tradición romana y la aparición de nuevas formas de vida, que anteriormente se adjudicaba al asentamiento de los pueblos germanos dentro de los anteriores límites imperiales, hoy en día se analiza de forma más matizada. Dominique Barthélemy, con criterios antropológicos, ha destacado la importancia de la faida o represalia guerrera en la aparición de la sociedad feudal. No se trató de una venganza familiar rudimentaria, sino de un golpe de mano contra los dominios y los hombres de otro señor guerrero para reconducirlo a la alianza o a la sumisión. En este caos medido también participaron los eclesiásticos e incluso los santos, según los autores de distintas hagiografías. Las paces y las treguas de Dios posteriores serían el fruto de su evolución. En esta línea gradualista, Barthélemy no se decanta por hablar de revolución feudal.
Los señores, entre los que cabe comprender a los reyes, buscaron con estas acciones sumar seguidores, los caballeros que escalaron las posiciones de la nobleza. Sus combates, dentro de una referencia ideal que no descartaba una cierta autoridad pública, alentaron las expediciones militares de los vikingos, a veces auténticas campañas de ejércitos que buscaban prisioneros y objetos preciosos. Con el paso del tiempo, los comandantes vikingos no tuvieron empacho en participar del magmático mundo político de la Europa Occidental, como demuestra la experiencia inglesa y normanda, cuyo colofón fue la obra de Guillermo el Conquistador.
En los siglos IX y X el comercio a larga distancia no quedó en manos de los intrépidos vikingos, al modo de cómo lo estudió Henri Pirenne. En la Europa Mediterránea, según se aprecia en Italia, la nobleza guerrera nunca abandonó las ciudades ni dejó de interesarse por las formas del comercio. El mercado no fue ajeno al mundo feudal. Las luchas entre facciones nobiliarias en urbes tan sobresalientes como Roma dieron bríos a la intervención de emperadores germanos como Otón I, que en la estela de Carlomagno alentó su coronación en la Ciudad Eterna. Quizá a la época comprendida entre el 843 y el 1000 cabría denominarla por todo ello neocarolingia, que a su modo presentaría ciertos paralelismos con el neogoticismo coetáneo en la península Ibérica.
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