LOS JACOBITAS Y ESCOCIA. Por Carmen Pastor Sirvent.
En 1688 Jacobo II tuvo que abandonar Inglaterra por sus inclinaciones políticas erra por sus inclinaciones polhacia el autoritarismo y religiosas pro-católicas. El Parlamento asumió la autoridad y designó un nuevo monarca conforme a las leyes del reino. En 1701 estableció que nadie que no fuera protestante podía sentarse en el trono de Inglaterra, que se unió con Escocia en 1707.
Jacobo II de Estuardo todavía conservaba partidarios dentro de las islas Británicas, y los adversarios de Inglaterra, como Francia o España, se mostraron dispuestos a secundarlos según sus conveniencias. En 1715 fracasó un intento jacobita de retomar el poder, pero en 1745 el nieto del rey destronado, el príncipe Carlos Eduardo, emprendió un nuevo intento aprovechando la situación internacional creada por la guerra de sucesión austriaca, en la que Francia y Prusia se enfrentaron a Inglaterra y Austria.
Escogió como lugar de desembarco Escocia, pues algunos de sus clanes de las Tierras Altas no se mostraron muy aquiescentes con la autoridad inglesa, mejor aceptada en las Tierras Bajas. En 1745 el príncipe llegó en medio de una gran expectativa, y sus tropas de aguerridos montañeses o highlanders tomaron Edimburgo con gran algazara. Carlos Eduardo no estaba dispuesto a erigirse en monarca de una Escocia separada, sino a reclamar todo lo que consideraba de su familia, y en pleno mes de diciembre del 45 emprendió la marcha hacia Inglaterra.
Sus animosas fuerzas montañesas fueron desperdigándose en el camino de Manchester a Derby. Su causa no inspiró precisamente grandes simpatías entre los ingleses, satisfechos con Jorge II de Hannover. No tuvo más remedio que retornar a Escocia, donde los franceses le enviaron tres regimientos de infantería de valor más simbólico que efectivo.
El príncipe no se arredró en territorio escocés, donde Jorge II también tenía sus seguidores, y tras vencer en la batalla de Falkirk asedió Stirling Castle con sus particulares medios. Mientras tanto, el gobierno inglés ya había enviado a su encuentro una poderosa fuerza mandada por el duque de Cumberland, tercer hijo de Jorge II, que tuvo la prudencia y el acierto de instruir en Aberdeem a su infantería para que cargara con determinación contra la derecha de los montañeses de Escocia.
En el campo jacobita reinaba la arrogancia, y con no pocas dificultades el general Murray pudo convencer al príncipe Estuardo que se replegara hacia las Tierras Altas a la par que él se retiraba por el Este para despistar al adversario. Para enfrentarse con el ejército del duque de Cumberland se eligió un pésimo terreno para los montañeses faltos de medios logísticos y artilleros, la landa de Culloden, desoyendo las recomendaciones de Murray. En el curso de la batalla que se libró el 16 de abril de 1746 Murray quedó separado del grueso de las fuerzas jacobitas, siendo considerado injustamente un traidor por el príncipe. Los cansados montañeses fueron batidos en un frío terreno apto para los disparos de los cañones enemigos, las cargas de infantería a la bayoneta y la persecución de la caballería.
Carlos Eduardo marchó vencido, terminando sus días atormentado en Roma en 1788. En Aquigrán firmaron la paz Inglaterra y Francia en 1748. Los jacobitas escoceses no merecieron mucha benevolencia. Se desmanteló la autoridad pública de los clanes de las Tierras Altas, y se prohibieron sus costumbres por mucho tiempo, como hablar el gaélico, tocar la gaita, llevar el kilt y portar armas. Esta represión inspiraría a novelistas románticos como Walter Scott y serviría buenos argumentos a los posteriores nacionalistas escoceses. Los ingleses construyeron nuevos caminos y con el tiempo incorporaron a su ejército los característicos regimientos de highlanders. En las Tierras Bajas, reacias a Carlos Eduardo, el desarrollo industrial e intelectual ya resultó evidente en la segunda mitad del siglo XVIII, demostrando que la empresa jacobita no dio la medida de toda la complejidad de Escocia, un país que se resiste a ser miniaturizado por nacionalismos simplistas.