LOS IMPONENTES CASTILLOS JAPONESES. Por Mijail Vernadsky.
A finales del siglo XVI, los señores japonenses se disputaban el dominio político de la tierra del Sol Naciente. La introducción de las armas de fuego, con el impulso de los recién llegados misioneros y comerciantes europeos, había alterado la manera de combatir. Los japoneses llegaron a ser maestros en la organización de formaciones de mosquetería, y con mucha razón temieron que los cañones derribaran los altos muros de sus fortificaciones.
En consonancia, las murallas debían de ser más bajas y macizas, menos vulnerables al impacto artillero. El gran Oda Nobunaga ordenó construir entre 1576 y 1579 en Azuchi, junto al lago Biwa, una imponente fortificación con una torre de siete pisos sobre una elevación, cuyas breñas le servirían de elemento de poderosa resistencia, rodeada de gruesos muros. Cuando Nobunaga cayó asesinado, tal fortaleza fue destruida, pero sus vestigios todavía causan asombro.
De aquel período de la Historia japonesa data también el notable castillo de Odawara, protegido por veinte puntos fortificados, y susceptible de acoger hasta 40.000 soldados, según ciertos cálculos. Solo pudo ser rendida por hambre con la ayuda de una fuerza de más de 100.000 soldados en el verano de 1590.
Entre 1580 y 1630 se alzaron imponentes fortalezas, coincidiendo con la afirmación de los poderes del shogun. La de Kato Kiyomasa se extendió por doce kilómetros de perímetro, con dos torreones y cuarenta y nueve torres de menor entidad. No menos impresionante es la fortaleza de la Garza Blanca en Himeji, que requirió unas 103.000 toneladas de piedra.
No en vano, tales fortificaciones impresionan al observador contemporáneo y sus espesos muros de a veces diecinueve metros de grosor las convierten en inexpugnables para los medios de su tiempo.