LOS EUROPEOS Y EL EXTREMO ORIENTE: RELIGIÓN, COMERCIO E IMPERIO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
La Orden de Cristo, en los inicios de la expansión ultramarina portuguesa.
La Historia del Portugal medieval no se entendería sin la frontera con el mundo islámico, al igual que la del resto de los reinos cristianos ibéricos. Antes de erigirse en un reino independiente, atrajo a guerreros del resto de la Cristiandad. El movimiento de las Cruzadas coincidió con sus afanes expansionistas. En 1128 los templarios obtuvieron su primera donación en tierras portuguesas: el castillo de Soure, cercano a Coímbra. La protección de los que emprendían el camino a Santiago de Compostela, junto a la lucha contra los musulmanes, justificó tal concesión. El patrimonio templario en Portugal se fue acrecentando con los años al compás de las conquistas a los andalusíes. Participaron en la toma de Santarém en 1147, y en 1160 iniciaron las obras del castillo de Tomar, fortaleza que recogía las innovaciones desarrolladas en los Estados cruzados de Tierra Santa.
La separación de los templarios portugueses de la obediencia de los leoneses y castellanos en 1286 los vinculaba en teoría más al reino, que ya parecía haber alcanzado por el Sur sus límites peninsulares. De hecho, los portugueses estuvieron bien alerta de lo que acontecía en el estrecho de Gibraltar y en el emirato de Granada. Sin embargo, los templarios de Portugal padecieron el mazazo de la supresión de su Orden en 1312. No obstante, el rey don Dinis (al igual que Jaime II de Aragón) no compartía los motivos de Felipe IV de Francia. Buen conocedor de disponer de una Orden a su servicio, solicitó en 1318 el establecimiento de una nueva en su reino. Nació así en 1319 la Orden de Cristo, cuya sede se trasladaría a la icónica Tomar en 1357. Fue agraciada con los bienes de los extintos templarios. Algunos historiadores han sostenido que también heredaron de sus antecesores el gusto por participar en expediciones marítimas.
No era la única Orden del reino de Portugal, precisamente, pero se comportó en líneas generales como una eficaz servidora de la corona. Por sus acciones en la guerra contra los castellanos, recibió la plena jurisdicción (el mero y mixto imperio) sobre sus dominios en 1373. Tras la decisiva batalla de Aljubarrota (1386) las mercedes se prodigaron todavía más. A comienzos del siglo XV, era más que capaz de dispensar un selecto grupo de combatientes al ejército real: cincuenta arneses (caballeros pesados) y cien lanzas o jinetes, el mismo número que la Orden de Santiago en Portugal.
Los inicios de la expansión ultramarina portuguesa se han explicado por el deseo de ganancias de caballeros y mercaderes tras los embates de la peste negra en la Baja Edad Media, que acentuaron la carencia de brazos en muchas tierras del reino. Al filo del 1400, sin embargo, también pesó el afán de gloria de los nobles guerreros, como los hijos del rey Juan I. Uno de los mismos fue el infante don Enrique, que pasaría a la Historia con el apelativo del Navegante. Lo cierto es que su experiencia marinera fue del todo circunstancial. Tampoco resultó ser el varón de ciencia concebido en el siglo XIX: la existencia de la famosa escuela de astronomía y navegación de Sagres ha sido impugnada. De lo que no cabe la menor duda es que fue una destacada figura del Portugal del Cuatrocientos. Al morir don Lopo Dias de Sousa, fue designado administrador y gobernador de la Orden de Cristo por una bula papal de 1420, lo que confirmaría su sobrino Alfonso V en 1439. Al igual que en Castilla, aunque de forma más apacible, la monarquía reforzaba así su control sobre las órdenes militares. Con el patrimonio de la Orden, don Enrique alentaría las campañas africanas del reino y más tarde la expansión atlántica, que dispensaría más propiedades, gracias y derechos a los caballeros de Cristo. Posteriormente, el comendador de la Orden y afamado cronista Gomes Eanes de Zurara reverenciaría su figura en su Crónica de los hechos de Guinea: hombre santo, casto y sabio, merecía los honores historiográficos de un Cid Campeador.
Antes de convertirse en caballero, dirigente de la Orden de Cristo y leyenda nacional, tomó parte en la conquista de Ceuta en 1415. La plaza era una presa tentadora para muchos, por su importancia en el comercio entre África y Europa. El declive del poder benimerín podía ser aprovechado por los portugueses para afirmarse en tan estratégica área. Por otra parte, emprender una campaña contra Granada no era lo más aconsejable, cuando los castellanos habían conquistado Antequera en 1410. No obstante, los preparativos de la expedición causaron un gran revuelo no sólo entre los granadinos, sino también entre los otros poderes cristianos desde los Países Bajos a Sicilia. Una fuerza de 19.000 hombres, en la que tomó parte la Orden de Cristo, conquistó Ceuta tras duros combates. Había costado la sensacional suma de 330.000 florines. Los negociantes genoveses, en buena sintonía con los granadinos, se sintieron consternados al verse desplazados, pero los portugueses no consiguieron rentabilizar su conquista inicialmente. Muchos de los habitantes de la ciudad habían huido y la guarnición portuguesa temía un contraataque benimerín. El capitán de la plaza don Pedro de Meneses tuvo que levantar sus ánimos de la mejor manera posible.
Pronto la ciudad de la nueva frontera portuguesa comerció con esclavos, como los vendidos en Valencia tras su conquista, aunque la riqueza se mostraba esquiva. La perturbación de los intercambios con los musulmanes de Marruecos no favoreció la afluencia de oro africano. Con el tiempo, los temores de los defensores de Ceuta se cumplieron. En 1419 los benimerines trataron de recuperarla con ayuda de los granadinos, cuya flota terminó acogiéndose a Algeciras ante la llegada de las naves enviadas por el infante don Enrique. Las tropas musulmanas terminaron siendo derrotadas y Ceuta se convirtió en un verdadero símbolo de la Orden, cuando el mismo infante enviara en 1421 una imagen de la Virgen albergando a Cristo yaciente. Santa María de África, con una iglesia especialmente querida por don Enrique, expresó las ideas de servicio a Dios y honra del reino tan estimadas por los caballeros cruzados. En consonancia, el rey don Duarte solicitó en 1425 del Papa Martín V la exención de pagar el diezmo de los caballeros de la Orden por su misión de combatir a los musulmanes.
Precisamente, la preeminencia en las empresas exteriores de la Orden de Cristo frente a la de Santiago ha llamado la atención de muchos historiadores. Al fin y al cabo, el favor de Santiago Apóstol era invocado en la batalla (en recuerdo de la del Clavijo) por todos los españoles, según Zurara, y su patrimonio territorial tenía una ubicación más litoral y meridional que el de la Orden de Cristo. Por ello, se han invocado razones de tipo patriótico, pensando que los santiaguistas eran menos portugueses. Lo cierto es que el protagonismo del infante don Enrique resultó ser fundamental.
Claro que no todos los portugueses compartieron sus puntos de vista caballerescos y cruzados. La conquista del Norte de África parecía haberse reducido a la onerosa preservación de Ceuta, librándose un tipo de guerra que más favorecía la acción de los almogávares que de los caballeros, al modo de la frontera de Castilla e incluso de Aragón con los granadinos, diestros en las incursiones en profundidad. Cuando se planteó desencallar la situación con la toma de Tánger, se abrió un importante debate. Los contrarios a la campaña recordaron que don Enrique podía sumar sus fuerzas a las de Castilla contra los granadinos en la Península, ahorrando al reino de Portugal un enorme dispendio en dinero y hombres. El infante don Pedro aconsejó cautela, pues conocía las debilidades militares del reino. Ya en 1426 había advertido a su hermano el rey don Duarte acerca de los que querían gozar de los privilegios caballerescos sin tener montura y recibir cuantías monetarias sin disponer de armas.
El monarca, poco favorable a fortalecer el poder castellano con el de la Orden de Cristo y de otras, se inclinó por el proyecto de don Enrique, que comandó la expedición contra Tánger en 1437, acompañándolo su hermano don Fernando, maestre de la Orden de Avis. Su mando al frente del ejército de campaña dejó mucho que desear. Desembarcó en Ceuta con fuerzas insuficientes; no se valió del efecto sorpresa de los primeros días para conquistar Tánger; dispuso su campamento sin fortificaciones que protegieran la comunicación con la costa, dificultando la evacuación por mar en caso de necesidad; y no se replegó oportunamente a Ceuta a la espera de refuerzos. Los advertidos benimerines dejaron a un lado sus diferencias y fueron capaces de bloquear y derrotar al ejército sitiador. Los derrotados en el campo de batalla tuvieron que reconocer que entregarían Ceuta, quedándose finalmente en garantía del acuerdo el infante don Fernando en calidad de rehén.
De vuelta a Portugal, don Enrique no se mostró favorable a retornar Ceuta, coincidiendo con la opinión de los círculos mercantiles de Oporto, Lisboa y Lagos. Don Fernando terminaría muriendo en cautividad, alentando su leyenda del Infante Santo el mismo Enrique para evadir responsabilidades.
La derrota de Tánger no acabó con las ambiciones portuguesas sobre Marruecos. Sin embargo, se abrió al mismo tiempo un nuevo horizonte expansivo para la Orden de Cristo, el del Atlántico, en el que asomó un nuevo enfrentamiento con Castilla por Canarias. Desde comienzos del siglo XV, los europeos habían visto los archipiélagos atlánticos como verdaderas plataformas para lanzarse al asalto de los países musulmanes. En 1426 el comendador Gonçalo Velho estuvo al frente de la expedición al cabo Bojador. El rey don Duarte concedió en 1433 a don Enrique, como cabeza de la Orden, amplios poderes sobre Madeira, Porto Santo y otras islas atlánticas. No olvidemos el dominio de una Orden como la de San Juan del Hospital de la isla de Rodas por aquellas fechas. El Papa Nicolás V confirmó la preeminencia de los caballeros de Cristo entre los cabos Bojador y Nun. El rey Alfonso V les encargó también la dirección espiritual de Guinea, Nubia y Etiopía a través de sus vicariatos.
Al morir en 1460 el infante don Enrique, la posición de la Orden estaba bien afirmada, siendo sucedido al frente de la misma por don Fernando, el hijo de Alfonso V, monarca que no dudaría en exonerar a sus dignidades del pago de diezmos en 1476. Se ha sostenido que los nobles parecían más interesados en las campañas ibéricas y en las depredaciones navales que en la colonización atlántica y el comercio, muy atractivo para el círculo mercantil lisboeta, que albergaba a judíos e italianos. Lo cierto es que el tráfico de esclavos dispensó grandes beneficios y en 1452 se acuñaron los primeros cruzados de oro. Además, los reyes y caballeros portugueses quisieron conocer la extensión de los poderes islámicos hacia el Sur y contactar con el mítico Preste Juan, desplazado del interior de Asia a Abisinia. En la apertura de las tierras de garamantes, etiópicos e indios la Orden de Cristo, de la mano de don Enrique, había tenido un enorme peso, pasando de la frontera hispánica medieval a la de la época de las grandes navegaciones.
Fuentes.
ARQUIVO NACIONAL DA TORRE DO POMBO.
PT/TT/MSIV/1656.
Ambiciones asiáticas de los españoles de América.
Cuando el imperio español combatía con el otomano en el Mediterráneo, sus avanzadas americanas pretendían expansionarse a través del Pacifico hasta las tierras de las especias, entonces en el área de influencia portuguesa. En 1565, la expedición de Miguel López de Legazpi alcanzó las Filipinas y consiguió establecer la ruta de retorno hacia la Nueva España, lo que convertiría el archipiélago en una fuerte posición española en Asia.
Desde el virreinato de Perú también se quiso proyectar su poder en el Pacífico. A 17 de noviembre de 1567 partió de Lima una expedición al mando de Álvaro de Mendaña. Alcanzó las islas Salomón y Nueva Guinea, pero a 8 de febrero de 1568 arribó con no pocas dificultades al puerto de Santiago de Colima, en el reino de Nueva Galicia. De sus ciento ochenta tripulantes, habían muerto treinta y dos. Los dos navíos que llegaron carecían de mástiles y bastimentos.
En la expansiva Nueva Galicia, también atenta a la conquista de tierras en la América del Norte, se prestó gran atención a las conclusiones de la expedición de Mendaña. Se habían encontrado muchas islas pobladas, pero carentes de oro y plata. Sus desnudas gentes no daban mucha esperanza de encontrar riqueza.
Con todo, el oidor de su Audiencia Juan Bautista de Orozco propuso a Felipe II el 20 de marzo de 1569 un nuevo plan de expansión. Haciendo valer el régimen de vientos, favorable al retorno, la expedición debía partir de Nueva España, y no desde Perú. Se debía de alcanzar un puerto desde el que se llegara a la tierra firme, con gentes vestidas, con signos de riqueza que animaran la conquista y la colonización.
En esta empresa, las relaciones o narraciones de lo acontecido, además de las cartografías, resultaban de singular utilidad, en un tiempo en el que ya apuntaban las rivalidades entre los distintos centros de poder del imperio español.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Guadalajara, 51, L. 1, N. 144.
¿Un Pacífico hispano?
La colonización del extendido imperio español en América puso en contacto una serie de países que antes no lo estaban, como México con Chile. Se dio también la circunstancia que la expansión hacia Asia, con el punto avanzado de Filipinas, interesó vivamente a los distintos virreinatos, pues la afluencia de productos del Extremo Oriente supuso una gran oportunidad de lucro.
La sedería se apreció particularmente, y entre 1565 y 1569 se fomentó el cultivo de la morera en la Nueva España. Se han llegado a contabilizar hasta cuarenta establecimientos de géneros como el terciopelo, que se regularon al modo de Castilla. Su éxito fue tal que el mismo Felipe II ordenó secretamente al virrey Toledo que los clausurara para que no compitieran con los castellanos.
A los intereses peninsulares no les complacía para nada el avance económico indiano, y también se ordenó al virrey Velasco que impidiera el trabajo de los amerindios en los obrajes. Se ha calculado que en 1584 los galeones de Tierra Firme perdían cerca de 200.000 pesos por la afluencia al mercado de los textiles y vinos del virreinato del Perú.
La construcción naval, en consonancia, también despegó en las riberas pacíficas de la América hispana. Aunque no alcanzaron la importancia de los de Cuba, en el Pacífico descollaron los astilleros de varios puertos como los de Panamá, Realejo y Guayaquil, centro del comercio entre Perú y la Nueva España, con gran importancia del cacao. La navegación de cabotaje resultó esencial.
Desde Nueva España, precisamente, se enviaban a Perú manufacturas mexicanas, objetos de lujo y plata, a cambio también de plata, mercurio y vinos. Su relevancia se acrecentó a partir de 1570 con la llegada de los productos asiáticos del Galeón de Manila. Los productos asiáticos eran más baratos que los europeos, y su venta en tierras americanas dejó beneficios que superaron los tres millones de pesos.
Por ello, entre 1587 y 1591, la corona prohibió el tráfico directo entre Perú y Manila, además de entre Perú y Nueva España. Se limitó, además, el tonelaje de la ruta Acapulco-Manila. Tales prohibiciones carecieron de efectividad, y el comercio indiano en las riberas del Pacífico alcanzó los puertos chilenos. Se ha estimado que en 1604 pasaron del Perú a Nueva España géneros por valor de dos millones de ducados. La inversión de comerciantes peruanos en la Nueva España de 1606 alcanzaba el millón y medio de pesos para comprar géneros de procedencia asiática.
Las quejas de los comerciantes establecidos en Sevilla no sirvieron de mucho, y el contrabando aumentó ante las nuevas prohibiciones, que no sirvieron para detener el avance indiano.
Bibliografía.
Woodrow Borah, Comercio y navegación entre México y Perú en el siglo XVI, México, 1975.
Quejas de los españoles de Filipinas del proceder de los de la Nueva España.
“El proveerse las plazas de las naos de la carrera de Nueva España, es de mucho perjuicio, porque en primer lugar se lleva este provecho quien no ha servido en esta tierra y se quita a los de ella.
“Como a personas que no les duele, tratan de solo su negocio, y no del bien de la tierra,
“Vienen muchas plazas de mar y guerra inútiles e impertinentes, que es mucha costa para el rey, sin propósito.
“La gente viene desnuda y desarmada y hambrienta, porque sus capitanes sólo han pretendido pelarlos.
“Vuelven las naos cargadas de los que estos traen para emplear, y fuera de lo que es suyo, traen muy gruesas encomiendas y confianzas de México que emplear y encargar, con mucho daño de la tierra, gana excesivo sueldo todo el tiempo que se detienen en volver a España, que se excusaran si fueran de estas islas los oficiales.
“Cuando se van a la Nueva España con las naos, por ir mejor acomodados y meter sus mercaderías, alijan las haciendas de los vecinos, sin necesidad ni tener duelo, con que destruyen a muchos y no se les da nada, porque se van donde no se lo han de pedir ni han de ir tras ellos.
“Lo más ordinario de los tales que vienen proveídos son deudos y criados del virrey de Nueva España, mozos y nada expertos, en lo que traen a cargo se hacen millones de fraudes y daño en Acapulco en su despacho de las naos, que no se dicen por menudo porque para solo este punto era menester gastar mucho papel.”
Antonio de Morga, Relación hecha por el doctor Antonio de Morga para S. M. de lo que se le ofrece sobre el estado de las islas Filipinas, tanto en lo secular como en lo eclesiástico. Manila, 8 de junio de 1598, en Sucessos de las Islas Filipinas. Edición de Francisca Perujo, México, 2000, p. 324.
Selección y adaptación de Víctor Manuel Galán Tendero.
Ambiciones ibéricas sobre Siam.
En 1593 los poderes de Siam afirmaron en batalla su independencia frente a sus rivales birmanos e incluso se lanzaron a atacar su territorio. Llegaron a recurrir a mercenarios japoneses en sus campañas. También atacaron Camboya, cuyo monarca se acogió en Laos. La lucha por la hegemonía del Sudeste asiático era notable y los europeos no fueron ajenos a la misma.
El inquieto franciscano fray Jerónimo de la Cruz escribió al gobernador de Filipinas Luis Pérez das Mariñas para aumentar el poder hispánico en la región. Los españoles apreciaron Siam como el Estado más importante tras el imperio chino. Lo consideraron rico y abundante de bastimentos, en buena posición estratégica y en clara enemistad con los mon de Birmania, amigos de cristianos.
En sus informes, los españoles presentaban al monarca siamés, Naresuan (1590-1605), como un tipo extremadamente cruel, cuyo gobierno era más propio de diablo que de hombre, según aquéllos. Su reino se presentaba como seminario de idolatrías, con muchos birmanos y cautivos que podían decantar el peso de la balanza a favor de los conquistadores.
El descontento abriría el camino de su dominio y su evangelización. La conquista alentaría la población de Filipinas, en la que podían tomar parte españoles ociosos de la Península y el Perú. Se estimaba que con menos de mil, incluso quinientos, se podía completar la conquista. La frontera del Pacífico asiático parecía abierta a los nuevos conquistadores.
Incluso se pensaba que los portugueses de Malaca y Macao se beneficiarían. Sin embargo, la unión ibérica de coronas de 1580 no resultó favorable a tal empresa, cuando desde Macao no se enviaban a Manila los esperados géneros de China. El obispo de Malaca, Joan Rivero Gayo, apuntó varios elementos que no favorecerían la colaboración entre españoles castellanos y portugueses, que no dejaban de ser rivales en Oriente.
Sus beneficios decrecerían con el avance del poder de los primeros y tendrían que subir los precios, algo que aprovecharían los comerciantes chinos para ganar todavía más. El mismo rey saldría perjudicado y más tarde o más temprano se debería enviar más dinero desde la Nueva España.
Desde el lado castellano se hizo nuevamente hincapié en los provechos de la evangelización, Macao sería socorrido con mayor fuerza e incluso se podría evitar recurrir a Cantón.
Al final se despejó la situación. Aprovechándose de las predicaciones de los franciscanos descalzos, se pensó establecer una fortaleza española en Camboya, con el consentimiento de su rey. Sería el inicio de la conquista.
Das Mariñas despachó la expedición finalmente en 1596, en la que tomaron parte junto a fuerzas filipinas guerreros mercenarios japoneses, algunos ya católicos. Los conquistadores se encontraron con un rey de Camboya repuesto y quemaron su capital. El dominio hispánico fue precario y en 1599 los musulmanes malayos los desalojaron de una Camboya que terminaría bajo el dominio siamés. El intento conquistador terminó fracasando.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Patronato, 25, R. 61.
Una embajada nipona a la Europa de la Contrarreforma.
Desde siglos, las tierras valencianas han sido recorridas y visitadas por gentes de variada condición. Procedentes de Murcia, llegaron a Alicante en diciembre de 1584 los japoneses Mancio Ito o Ito Mansho (el llamado príncipe poeta) y Miguel Chijiwa, verdaderos representantes de un poderoso grupo de daimios o grandes señores nipones ante la Europa católica.
La llegada de aquellos jóvenes del Sol Naciente, formados en el seminario de Arima, representaba todo un éxito de los activos jesuitas. Su visitador general de las misiones de las Indias orientales, el padre Alessandro Valignano, convenció al respecto a los daimios Omura Sumitada, Otomo Sorin y Arima Harunobu a que enviaran una representación al Papa.
Si en 1571 se contabilizaron unos 30.000 cristianos en Japón, en 1580 habían ascendido a 150.000. Aspirante a regir Japón, el poderoso Oda Nobunaga (tipo ciertamente cruel) consideró de gran utilidad contar con los jesuitas en su enfrentamiento con los bonzos budistas. En el ataque al monte Hiei llegó a matar a 20.000 de ellos.
Otros daimios también apreciaron el catolicismo como fuerza política. Omura Sumitada se convirtió en 1563 con el nombre de don Bartolomé y cedió a los jesuitas la portuaria Nagasaki, en la que el comercio portugués logró gran relevancia. Obligó a sus gentes por la fuerza a tomar la nueva fe, con una actitud muy propia de la época, en la que la inclinación religiosa del gobernante determinaba la de sus súbditos imperiosamente. Antiguo monje budista, el daimio Otomo Sorin se hizo católico en 1578, haciéndose llamar don Francisco. En don Protasio se convirtió en 1579 el también daimio Arima Harunobu, cuyo hijo sería con el tiempo un perseguidor de católicos.
Este círculo señorial, con importantes lazos familiares, mandó la llamada embajada Tensho, con los citados Mancio Ito y Miguel Chijiwa, acompañados de Julián Nakaura y del jesuita Diego de Mesquita, verdadero tutor de los jóvenes e intérprete imprescindible.
En 1582 zarparon de Nagasaki con destino a la lejana Europa, cuando Felipe II ya se había convertido en el rey de Portugal y sus extendidos dominios ultramarinos. Siguieron los caminos del océano de los navegantes portugueses, haciendo escala en Macao, Malaca, la India y el cabo de Buena Esperanza, hasta alcanzar Lisboa. Desde allí se dirigieron a Madrid, donde fueron recibidos con grandes honores en la Torre Dorada de su Real Alcázar por la corte de Felipe II.
Don Felipe ordenó que se les dispensaran honras regias en todos los lugares por donde pasaran. De Madrid pasaron a Alcalá de Henares y encaminaron sus pasos hacia la ciudad de Murcia, donde el obispo portugués Almeida había establecido en 1555 el primer colegio de los jesuitas en España. Según el padre de la Compañía Luis Frois, pensaban embarcarse en Cartagena con dirección a Italia.
En la ciudad de Murcia levantaron una gran expectación. Los visitantes japoneses se sintieron vivamente impresionados por el monte de las Ermitas, donde los jesuitas disponían de sus casas de reposo y reflexión. Se cuenta que los nipones llegaron a perseguir con sus catanas a un eremita al que confundieron con un diablo de sus creencias.
Problemas de seguridad determinaron que el embarque a Italia se hiciera por Alicante, donde pasaron las Navidades. Ya en el siglo XVIII, los padres jesuitas Juan Bautista Maltés y Lorenzo López dieron en Ílice ilustrada noticia de ello:
“Por el diciembre de 1584 llegaron a Alicante D. Mancio Ito y D. Miguel Cinguiza, embajadores japones. Aquél por el rey de Bungo D. Francisco, muy cercano deudo suyo, y este otro por el rey de Arima D. Protasio y por el de Omura D. Bartholomé, primo del uno y sobrino del otro. Venían acompañados de dos señores principales del Japón, D. Julián de Nacaura, de sangre real, y D. Martín de Fara. Llevaban en su compañía al R. P. Jaime de Mezquita de la Compañía de Jesús. Venían de la célebre embajada de parte de sus reyes al rey de las Españas y pasaban a Roma a la del Sumo Pontífice.
“Por orden del rey fueron admitidos todos estos señores con las demostraciones de mayor alegría y fiesta en todas las ciudades de España, por donde transitaron, como también en Italia de sus príncipes y en el Estado de la Iglesia de los gobernadores del Papa. Mas en nuestra ciudad fueron recibidos con grande festejo, esplendor y lustre, celebrando su venida con varios fuegos y otros entretenimientos de regocijo, que les dieron mucho gusto, y ellos mostraron su agradecimiento con expresiones reconocidas de su ánimo. Visitóles la Ciudad en forma y les cortejaron mucho los eclesiásticos y todos los caballeros, y aunque el rey a cuesta de su Real Tesorería les hizo toda la costa, hasta salir de este puerto sin embargo la Ciudad les regaló liberalísimamente con muchos dulces, dádivas y otras preseas. Estuvieron hospedados en las casas de Diego de Caisedo, tesorero y receptor de S. M., y en 6 de enero de 1585, después de haberles arrojado dos veces a este puerto las tempestades, tomaron puerto en Liorna.
“Hicimos honorífica mención de estos ilustres señores, no solamente por la novedad de tan célebre embajada, sino también porque D. Julián de Nacaura, habiendo vuelto al Japón su patria, entró y tomó la sotana de la Compañía de Jesús y dio glorioso fin a su vida con la ilustre palma del Martirio de Nagasaki a 21 de octubre de 1633 con el penosísimo tormento de las Cuevas. Así también el P. Mezquita, después de 38 años, que con inmensos trabajos y peligros cultivó la religión cristiana en el Japón, fue condenado al destierro en la persecución universal de aquel reino, y quebrantadas las fuerzas murió en el camino a 4 de noviembre de 1614.”
Desde el puerto de Alicante alcanzaron el de Livorno. Por la ruta de Florencia, llegaron a Roma, donde el Papa Gregorio XIII los recibió el 23 de marzo de 1585, poco antes de fallecer. La embajada alcanzó gran nombradía en la Europa de su tiempo y el propio Mancio Ito llegó a ser nombrado caballero de la Espuela de Oro. Cuando en julio de 1590 los jóvenes regresaran a Japón, había cambiado la situación del catolicismo. Toyotomi Hideyoshi, el señor ahora preponderante, lo consideraba una amenaza. En 1587 había ordenado la expulsión de sus dominios de los jesuitas, vistos como una avanzadilla del poder extranjero de Felipe II y del Papa. Se iniciaba un tiempo de grandes tribulaciones para el catolicismo japonés.
Ya entre los alicantinos, lejanos a los vaivenes de los católicos nipones de la Edad Moderna, las noticias de la embajada Tensho de Maltés y López inspiraron en 1944 al abogado José Guardiola una simpática ocurrencia. En sus Conduchos de Navidad, describió los suculentos platos degustados por los visitantes del Japón en los banquetes navideños, brillando con esplendor la gastronomía de Alicante. Empleando un castellano antiguo en su redacción y llegando a envejecer papeles para dar mayor verosimilitud, atribuyó la obra nada más y nada menos que al cocinero de Felipe II Francisco Martínez Montiño, datando la obra en 1585. Al fin y al cabo, el Extremo Oriente ha movido la curiosidad y el ingenio europeos en numerosas ocasiones.
Fuentes y bibliografía.
José Guardiola, Gastronomía alicantina. Contribución al estudio de la tradición culinaria comarcal, Alicante, 1944.
José Guillén Selfa, La primera embajada del Japón en Europa y en Murcia (1582-1590), Murcia, 1997.
Juan Bautista Maltés y Lorenzo López, Ílice ilustrada. Historia de la muy noble, leal y fidelísima ciudad de Alicante. Edición de Mª L. Catalá y S. Llorens, Alicante, 1991, pp. 318r-319r.
Antonella Romano, Impresiones de China. Europa y el englobamiento del mundo (siglos XVI-XVII), Madrid, 2018.
Los nada indefensos japoneses.
Los europeos, particularmente los portugueses, dieron a conocer en 1543 a los japoneses la mortífera arma de fuego que se encendía a través de una mecha, el arcabuz.
En un Japón en guerra entre los grandes linajes proliferó su fabricación hacia 1553. La maestría de sus artesanos en la metalurgia y en la confección de espadas, vendidas por miles a China, ayudó a mejorar el diseño inicial del arma.
Dispusieron un resorte principal helicoidal y ajustaron mejor el gatillo. El calibre del arma aumentó para hacer mella en las armaduras de los enemigos. Elaboraron estuches impermeables para la munición y protegieron con una cajita la mecha para que el arcabuz pudiera ser disparado bajo la lluvia. Estos arcabuces fueron reaprovechados como rifles de percusión en 1850 y como rifles de cerrojo en 1904.
Tampoco descuidaron la formación de arcabuceros para disparar con mayor potencia en serie. En 1560 el arcabuz se empleó decididamente en una batalla de grandes dimensiones. Gracias a sus armas de fuego, los campesinos movilizados fueron capaces de derribar a los prestigiosos samuráis, lo que no les gustó nada. A finales del siglo XVI la dotación de los ejércitos japoneses con cada vez más armas de este tipo modificó sensiblemente la táctica de las batallas, cada vez más similares a un combate de posiciones que de movimientos.
En 1587 el shogun Hideyoshi, temeroso de la subversión social, mandó requisar todas las armas de los campesinos y otros grupos no aristocráticos bajo el pretexto de construir una gran estatua de Buda. A partir de 1607 la autoridad del shogun centralizó la fabricación de armas, lo que condujo a la reducción progresiva de las de fuego. En 1673 se emplearon por última vez, antes del siglo XIX, en una rebelión en el Japón.
El seductor y peligroso Japón.
Españoles y holandeses mantuvieron una verdadera guerra mundial, que la tregua de los Doce Años no interrumpió más allá de Europa. En el Pacífico y Asia Oriental, la ofensiva holandesa fue decidida, lo que inquietó muy seriamente a los españoles en Filipinas, máxime cuando las autoridades japonesas negociaban con los holandeses.
El Japón de los shogunes había visto con viva desconfianza la acción evangelizadora y económica de españoles y portugueses, por lo que comenzó a poner en práctica un aislamiento que duraría hasta el siglo XIX. No obstante, los españoles no descartaron que emprendieran alguna acción militar contra unas Filipinas, concretamente Manila, con serias carencias defensivas. Los holandeses podían alentarla.
En mayo de 1610, el marqués de Salinas abordó la cuestión con claridad ante el Consejo de Indias. Ejercía entonces por segunda vez como virrey de Nueva España, responsable de la defensa de Filipinas. Apostó por una diplomacia activa para contener a los holandeses en el Pacífico, y recomendó que se tratara con el emperador de Japón para evitar las ventajas holandesas.
La administración novohispana tenía unas ideas aproximadas sobre Japón. Parecía ignorarse el auténtico poder del shogun, pero no sus fundamentos feudales. Unos sesenta y seis reinos reconocían por señor al emperador, cuyas rentas se desconocían. Sin embargo, como no había emprendido ninguna guerra recientemente, se suponía que contaba con gran cantidad de oro y plata en su palacio. Se aplicaba la experiencia europea a Asia.
De hecho, se asimilaba el temple del aire de Japón al de España. También se valoraba particularmente su producción de arroz, trigo y cebada, además de la práctica de la minería.
¿Podía conquistarse Japón y formar parte del imperio español? Tal posibilidad fue descartada por el realista marqués de Salinas. Sus informadores le habían transmitido que muchas de las ciudades japonesas tenían 200.000 habitantes, incluso de 800.000 alguna de las mismas. Las cifras reales pueden ser discutidas, pero son elocuentes de la consideración de la potencia demográfica japonesa.
Ciertamente, la Nueva España también contaba con una enorme población cuando Cortés desembarcó por primera vez, pero los japoneses distaban de ser los naturales de aquélla. Ingeniosos en el arte de la guerra, empleaban espadas tan notables como las katanas. Con destreza hacían uso de los arcabuces.
En vista de ello, se debía ganar su voluntad por la predicación, algo poco sencillo. A la hostilidad japonesa se sumaban los enfrentamientos entre las órdenes religiosas, cada una celosa de su influencia y poder. Por aquellas grietas Japón se fue aislando cada vez más del imperio donde no se ponía el sol.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 193, N. 3.
Los imperativos de un conflicto global.
La tregua de los Doce Años (1609-21) no evitó que los holandeses prosiguieran sus expediciones fuera de Europa contra los dominios de la Monarquía hispánica. Españoles y portugueses se las tuvieron que ver con ellos en Asia y en el Pacífico. El procurador de Filipinas Martín Castaño y Ayala avisó en varias ocasiones del peligro. Servía en el archipiélago desde 1604 y en 1617-18 insistió sobre el riesgo de ataques y conquistas holandesas. Con la entronización de Felipe IV y el acceso al poder del entonces conde de Olivares, las advertencias y las reclamaciones de mayor mano dura fueron mejor atendidas. Muchos servidores de la Monarquía, desde Italia a las Filipinas, consideraron que era necesario desplegar fuerza militar para enderezar su reputación, pues de perderse envalentonaría más si cabe a los enemigos.
Aunque Olivares le dispensó una audiencia, le ordenó que pusiera por escrito su petición. Martín se remitió a lo ya redactado durante sus años de servicio e insistió el 4 de noviembre de 1624 en la importancia estratégica de la república o comunidad de Filipinas para el imperio mundial de Felipe IV.
Temió que los holandeses fueran capaces de ocupar al menos una parte del archipiélago. Entonces, sus armadas se convertirían en las más ricas y poderosas del orbe, con capacidad para atacar Nueva España y Perú, atreviéndose incluso a más. Conservar las Filipinas, pues, era el mayor servicio que se podía hacer al rey, máxime cuando sus vasallos allí se las veían contra fuerzas muy superiores. Una armada como la que saqueó el puerto de El Callao, aun careciendo de la fuerza de la que atacó Brasil, podía resultar fatal.
Curiosamente, Martín no hizo hincapié en el envío de mayores recursos a las Filipinas, sino en adoptar una estrategia verdaderamente planetaria frente a los holandeses, pues de momento el único remedio verdadero había sido que habían fijado su atención en el dominio de Brasil. En el Consejo de Estado se insistía por entonces en la necesidad de mantener los Países Bajos meridionales para evitar las acometidas enemigas contra Italia y España. Una verdadera estrategia del dominó fue ganando adeptos en la política hispana.
Muchos navegantes de las Provincias Unidas desistían de navegar hasta las más lejanas Filipinas y como el acceso al Brasil desde sus puertos era el tramo más dificultoso de la singladura, allí debería disponerse una armada de veinte galeones. Si después proseguían costeando, se les podría oponer resistencia por tierra y mar. En todo caso, debería de evitarse que tomaran algún puerto pacífico, en la Mar del Sur.
Bien consciente del valor de la reputación para mantener el imperio, Martín consideró que si los naturales de muchas tierras veían fuertes a los españoles, los apoyarían con vigor recrecido y así aumentaría la nueva planta de la cristiandad en Filipinas, ya que la guerra contra los holandeses presentaba un claro componente religioso.
Al año siguiente a su comunicación, Martín decidió enviar a las Filipinas a su hijo de veintitrés años Martín de Ayala y Arévalo, con un coste de más de 600 ducados. Pidió al rey que su gobernador lo tuviera en cuenta y que permitiera acompañar al joven de un criado para la guerra. Fue su particular contribución a esta guerra verdaderamente mundial en la que las Filipinas no se perdieron para el rey de España, a pesar de los muchos aprietos que se padecerían en Brasil.
Fuentes.
Archivo General de Indias, Audiencia de Filipinas, 39, N. 32.
Las disputas entre los evangelizadores de China llegan a la Nueva España.
La Monarquía hispánica se encontraba en 1646 en una situación ciertamente delicada. Todavía no había finalizado la guerra en el Sacro Imperio, los insurrectos catalanes proseguían su oposición con la ayuda militar de Francia, los dominios de Portugal se habían separado y no habían cesado los combates con los holandeses. En otros reinos de la Monarquía también se temieron y finalmente se produjeron alteraciones contra la autoridad. En tan agitado momento, llegó al obispo de la novohispana Puebla de los Ángeles, Juan de Palafox, las noticias de una polémica que todavía podía complicar más la situación.
Ni corto ni perezoso, el 15 de agosto de 1646 cogió la pluma y escribió un verdadero memorial al rey Felipe IV, un memorial digno del caído conde-duque de Olivares. No era para menos, pues era algo de gran importancia para el celo cristiano del monarca: la conversión de almas en la también agitada China, que iba siendo conquistada por los manchúes.
Desde mediados del XVI, los jesuitas habían tratado de evangelizar China, tarea a la que se sumaron franciscanos y dominicos a fines de aquel siglo. Mientras éstos procedían especialmente de Castilla, aquéllos venían de Portugal. Felipe II se había convertido en 1580 en rey de ambas coronas, que conservaron sus propias instituciones, sus identidades y rivalidades.
En la evangelización de China también saltaron las diferencias, que se agrandaron por razones doctrinales. Franciscanos y dominicos acusaron a los jesuitas de difundir el mensaje cristiano de muy mala manera. No instruían a sus neófitos en los misterios dolorosos de Cristo, ocultaban la imagen del crucificado, dispensaban de ayunos y de la abstinencia de carne, no obligaban a oír misa los días de precepto o a confesar y comulgar al menos una vez al año. Por otro lado, toleraban que los chinos asistieran a sus ritos y visitaran sus templos.
Tales métodos habían dado buenos resultados, y los gobernantes chinos llegaron a entablar buenas relaciones con los jesuitas, apreciados por sus saberes y habilidades técnicas. El éxito enconó la rivalidad con las otras órdenes desde la década de 1630, que se acrecentó aún más con la separación de Portugal en 1640.
Comenzaba la polémica de los ritos chinos, que tanto agitó la Iglesia católica en Asia. Franciscanos y dominicos denunciaron ante la audiencia de Manila a los jesuitas, que no dudaron en responder. Ambas partes escribieron sesudos tratados defendiendo su posición. La controversia llegó a la Roma de Urbano VIII, un papa nada amigo de la hegemonía española en Italia, pero que prudentemente no reconoció al nuevo rey de Portugal. El delicado tema pasó de la congregación de la Inquisición a la de la propaganda de la fe.
Hasta Roma se desplazaron representantes cualificados de ambas posturas, con experiencia evangelizadora. El dominico Juan Bautista Morales pidió el apoyo de los religiosos del Consejo de Indias, que no dudó en consultar a un sorprendido Palafox en 1646, cuando las noticias de la controversia habían dado la vuelta al mundo tras unos cuantos años.
El malestar de Palafox fue notorio. Nadie le había informado hasta el momento, a pesar de la comunicación anual del galeón de Manila desde el puerto de Acapulco, mientras en Filipinas la controversia crecía, corrían nuevas apologías que dilataban la cuestión y se divulgaban noticias ingratas. Temía el obispo que la polémica saltara a la Nueva España, donde los franciscanos tenían encomendada la conversión de Nuevo México y la de Sinaloa a los jesuitas.
Partidario de la acción, Palafox se quejó de la falta de respuesta del rey tanto en Filipinas como en la santa sede. Ante la rebelión de Portugal, Felipe IV debía comisionar al inquisidor general y el Consejo de Indias respaldar sus decretos.
En este caso, recomendó ponerse al lado de franciscanos y dominicos, mucho más allá de por razones nacionales. Era preferible asegurar la fe en términos más rigoristas, por mucho que los chinos se opusieran con vivacidad. Opinaba que la polémica del Cristo en la cruz podía originar nuevas disputas religiosas e incluso herejías dentro de la Monarquía hispánica. ¿Por qué no aplicar en Nueva España los procedimientos más acomodaticios de los jesuitas? ¿En qué posición quedarían los católicos filipinos ante los enemigos protestantes y musulmanes? El baluarte español del catolicismo quedaría, en consecuencia, desarbolado y en entredicho la misión providencial de la Monarquía.
Felipe IV, a pesar de la insistencia de Palafox, no se mostró particularmente combativo, ya que otros problemas le inquietaban. La resolución de la cuestión de los ritos chinos no discurriría finalmente por los canales españoles, sino por los pontificios, dejando tras de sí una mala imagen de los jesuitas.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 86 (N. 6).
Los astutos jesuitas.
El Extremo Oriente tentó a los europeos de comienzos de la Edad Moderna no sólo por sus cotizadas especias, sino también por sus ideas de cruzada. Manuel I de Portugal pretendió encontrar en tierras de Asia un aliado que atacara a los musulmanes por la espalda y poder reconquistar Tierra Santa. Sus ideas coincidían con las de su coetáneo el cardenal Cisneros. Aunque tal cruzada no prosperó, los conquistadores españoles de Filipinas lucharon contra los sultanatos islámicos desde 1565 con tales ideales. La extensión del catolicismo era un objetivo muy importante, y desde 1582 los jesuitas trataron de evangelizar China, un poderoso y rico imperio que despertó el vivo interés de misioneros, comerciantes y hombres de armas.
Bajo el pontificado de Gregorio XIII (1572-85), los jesuitas comenzaron a invertir en lucrativas empresas comerciales, las de las sedas y los metales preciosos, coincidiendo con el anudamiento a través de Manila de relaciones mercantiles entre el sur de China y los virreinatos españoles de América. Su enfoque práctico de muchas cuestiones y sus habilidades intelectuales y técnicas les granjearon un importante ascendiente en la corte china. Figuras como la de Matteo Ricci, opuesto al también jesuita Diego de Pantoja, alcanzaron gran nombradía. Gran parte de los jesuitas opinaban que si ganaban al emperador y a los mandarines, China sería convertida con gran rapidez. A su modo, intentaron compatibilizar el catolicismo con las ideas de Confucio, no sin polémica con otras órdenes religiosas.
La Compañía de Jesús hizo balance de lo conseguido en 1637. En trece de las quince extensas provincias chinas se contabilizaban veintiocho jesuitas, de los que veinticuatro eran sacerdotes y cuatro hermanos catequistas. Decían haber conseguido el bautismo de unas 60.000 personas, en una población de unos cien millones de habitantes. El rango jerárquico de los conversos era más importante para los jesuitas que su número.
Sus progresos habían sido mayores en el sureste más cercano a las Filipinas, en Fujian, donde se alzaban diecisiete iglesias. En sus tratos con las damas de la aristocracia china se valían de los eunucos para no despertar ninguna hostilidad. Su acercamiento al emperador Zhu Youjian, considerado el último de la dinastía Ming, se caracterizaría por su sutileza. Decidieron emplear la música del clavicordio para mostrarle un libro religioso mandado confeccionar por el duque de Baviera, un firme partidario de la Contrarreforma. Sus bellas imágenes sedujeron al emperador, especialmente las de los Reyes Magos, a los que consideró tan venerables como al propio tao, la esencia del orden natural. Tal libro sería expuesto en una sala espaciosa del palacio de la Gran Virtud.
Bajo Zhu Youjian, una armada china logró vencer a otra de holandeses y japoneses en 1633, pero pronto los manchúes se aprovecharían de las debilidades de la dinastía Ming. Daba comienzo la llamada por los europeos invasión tártara de China, que algunos consideraban fraguada por el mismísimo diablo. Las tribulaciones políticas de China fueron seguidas con vivo interés en Japón, cuyo emperador ordenó la expulsión de todos los chinos de sus dominios, a despecho de su riqueza o de estar casados con japonesas. Atentos observadores de los cambios políticos, los jesuitas imprimieron en el Madrid de 1651 su Suma del estado del imperio de China, en plena controversia con los dominicos y los franciscanos acerca de sus métodos de evangelización.
En su afanosa búsqueda de un nuevo Constantino, los jesuitas pusieron sus dotes matemáticas, astronómicas, técnicas y diplomáticas a disposición de los nuevos gobernantes manchúes, evitando así los excesos de su soldadesca. De este modo, se les escucharía y se les respetarían sus prebendas. El padre Juan Adán Alemán sería nombrado supremo mandarín de las matemáticas y superintendente del sello real. A otros, como a los dominicos, no les irían tan bien, algo que contribuyó a alimentar la animadversión hacia los jesuitas en el seno de la Iglesia, anunciando nuevas tormentas tanto en China como en otros puntos.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 26, R. 1, N. 2; 166, N. 4.7.
Religión e imperio en el Asia portuguesa.
Antes de emprender las grandes navegaciones, los portugueses ya tuvieron cierto conocimiento de los problemas de Asia. En 1260 el Papa Alejandro IV pidió ayuda al rey Alfonso III de Portugal contra los crueles tártaros que se dirigían hacia Jerusalén. La Cristiandad peligraba, según su parecer, y la ayuda de los guerreros portugueses siempre era bienvenida. Al final, el embate de los mongoles no fue detenido por los cruzados, pero los caballeros portugueses alimentaron el espíritu de la guerra santa en sus campañas contra granadinos y marroquíes. Las motivaciones político-espirituales tuvieron su protagonismo junto a las económicas en la expansión ultramarina de Portugal. En 1443 el Papa dio a los que sometieran las nuevas tierras de infieles la consideración de cruzados. Enemigo de los turcos otomanos, Manuel I el Afortunado (1495-1521) quiso entablar relaciones con el mítico Preste Juan para reconquistar Tierra Santa.
En la empresa portuguesa en Asia los evangelizadores tuvieron tanta importancia como los mercaderes y los militares. Aunque las fuerzas de Portugal no podían conquistar la India, China o Japón al modo de América por los españoles, hasta tal punto que algunos fueron reacios al principio a enviar allí fuerzas que serían desbordadas, sí aspiraron a ser influyentes en sus cortes imperiales. Tuvieron noticia en agosto de 1618 de cómo los mandarines de Pekín entregaron un memorial al emperador de China, coincidiendo con las primeras entradas de los tártaros, los manchúes. Supieron en el verano de 1651 el fallecimiento del gran kan tártaro y de su hermano, sopesando las posibilidades del cambio de poder y de dinastía en China. Sus grandes diplomáticos y confidentes fueron los padres de la Compañía de Jesús. Algunos historiadores consideran que se trataron de apropiar de los méritos de Portugal en Asia. En China ejercieron los jesuitas como matemáticos, cirujanos, médicos y pintores. El tabaco también sirvió a los padres portugueses para ganarse a los mandarines. Los soldados de Dios de la Compañía de Jesús distaron de ser unos toscos cruzados, ejerciendo como sutiles diplomáticos que supieron adaptarse a las realidades locales. A veces, sin embargo, fueron acusados de promover empresas desastrosas, como la que terminó en la derrota de Alcazarquivir (1578).
Los jesuitas intervinieron con decisión en las grandes cuestiones religiosas y comerciales de los dominios de Portugal durante la unión con la Monarquía hispana. Los cristianos nuevos, llamados despectivamente marranos, todavía tenían peso en los círculos de negocios portugueses en 1580. Felipe II les concedió la posibilidad de salir voluntariamente del reino, algo que quiso rescindir su sucesor Felipe III. Entonces, los jesuitas (nada favorables a los estatutos de limpieza de sangre) le instaron a mantenerla, insistiendo oportunamente que la concesión era un verdadero contrato y no una simple gracia.
El apoyo de los jesuitas a los cristianos nuevos prosiguió tras la separación de España en 1640, con un Portugal que retuvo la mayor parte de sus dominios ultramarinos, sin que el apoyo de muchos de aquéllos a los neerlandeses en Brasil mermara su determinación. La persecución de la Inquisición a los cristianos nuevos, con el favor de la nobleza del reino, los llevó a acudir al Papa entre 1674 y 1682. Se discutía, en verdad, hacia qué lado se inclinaría el equilibrio de poder en Portugal.
La preeminencia en la corte española del jesuita Nithard, confesor de Mariana de Austria, entre 1666 y 1669 fue dada a conocer en el Asia portuguesa por el también jesuita Daniel Papebroch, crítico con ciertas tradiciones de los santos y favorable a la causa de don Juan José de Austria, a través de su libelo El desembocado y noticia de quanto passa. Carta que escrivió la noticia de Europa a la curiosidad del Asia. Las rivalidades de todo tipo afectaban a la Compañía de Jesús. Muy identificados con el Portugal restaurado, los jesuitas portugueses habían tenido severas disputas con los dominicos y franciscanos castellanos por la evangelización de China. En 1697 se discutió todavía en la Junta de Misiones si los evangelizadores castellanos podían pasar a China desde Filipinas por Macao. El conde de Vila Verde, virrey de la India, se mostró favorable, pero el Consejo de Ultramar lo desautorizó en 1699.
La fe podía mover montañas y numerosos negocios, pues a los evangelizadores podían seguir los comerciantes, figuras que a veces se confundían. Si el oro de Brasil enriquecía las arcas portuguesas a inicios del siglo XVIII, los tratos de los misioneros resultaban igualmente lucrativos en Asia. Los bienes incautados a los jesuitas en el Macao de 1762 dan idea de la importancia de los religiosos en el imperio portugués de Asia. Las mismas autoridades eclesiásticas de Portugal en China reconocieron en 1785 la incómoda falta de misioneros tras la expulsión de los jesuitas, cuando otros poderes como Gran Bretaña redoblaban sus esfuerzos para imponerse en el comercio y la política de Asia.
Fuentes.
ARQUIVO NACIONAL DA TORRE DO POMBO.
PT/TT/MSIV/1656.
Azares de una misión portuguesa en Japón.
El Portugal de la Restauración, una vez separado de la Monarquía hispánica, aspiró a ser una gran potencia mundial, como lo había sido antes de 1580. Contó con la ayuda de la Compañía de Jesús, con importantes aspiraciones en China y pretensión de restablecer el catolicismo en Japón, perseguido por los shogunes. Sin embargo, el Estado portugués de la India, con capital en Goa, no disponía de muchas fuerzas. Tampoco los portugueses de Macao andaban al respecto sobrados.
A pesar de los pesares, Portugal jugó sus bazas. La corte de Pedro II animó al jesuita Andrés Tomás, nacido en Namur, ha reemprender la evangelización de Japón. En 1680 llegó a Goa, pero decidió emprender el viaje a Japón desde Batavia, sede del poder neerlandés en las islas de las especias, ya que los mercaderes de las Provincias Unidas eran los únicos europeos con permiso para comerciar en Nagasaki.
Descubierto por los neerlandeses, retornó a Goa. Partió hacia la portuguesa Macao, pero al llegar a Siam intentó un nuevo plan. Allí se valió de ciertas cartas para que el capitán mayor de Camboya le autorizase a pilotar una nave china que se dirigiera a Japón. Sin embargo, las fuerzas de los piratas interceptaron las comunicaciones de los puertos camboyanos: el padre Tomás tuvo que intentarlo por Macao.
El virrey de la India portuguesa, don Francisco de Tavora, fue un partidario claro de retomar los contactos con el imperio del sol naciente, según lo ya manifestado en los días de Juan IV (1640-56). Mandó en 1683 a Macao una carta para que se hiciera llegar al emperador japonés. Insistía en retomar las relaciones comerciales e incluso reconocía los excesos de celo de algunos predicadores. El mismo padre Tomás se encargaría de llevar la misiva, disimulando nuevamente su condición como piloto en un barco chino. Sin embargo, los mercaderes chinos no se avinieron a ello por temor a las represalias en Japón y a la competencia de los portugueses.
En vista de ello, se sugirió una embajada a la corte nipona, ya que algunos comerciantes chinos sostenían que los portugueses no eran odiados en Japón ni el cristianismo perseguido como hacía años. Sin embargo, las guerras de Goa impidieron al virrey secundar el plan con todas las energías necesarias.
Los portugueses, con todo, no estaban dispuestos a perder ocasión, que al final se presentó en marzo de 1684. Entonces recaló en Macao una nave con doce japoneses, que llegaron allí por las tempestades. Con presteza, los jesuitas invitaron a los japoneses a su colegio, donde se les agasajó. La excusa para justificar el viaje a Japón estaba servida: restituir a los nipones a su país.
Fletar una nave era caro en un Macao en dificultades, con lo que el padre provincial de los jesuitas se ofreció a correr con los gastos, lo que animó a algunos comerciantes a costear la tercera parte y otra tercera el hidalgo Pedro Vas de Siquiera, del hábito de Cristo, que había sido embajador en la corte de Siam.
Cuando todo parecía encarrilado, faltó la propia nave. Se quiso conseguir una de pabellón neerlandés de un particular chino afincado en Batavia. Cuando éste fue acusado en Macao de esconder tres esclavos de ciudadanos para venderlos, la nave fue atacada y descartada. Sólo estaba a disposición el navío destinado a comerciar con Manila. Además, los mandarines que gobernaban la región de Cantón prohibieron que se tratara con Macao como represalia.
La misión al Japón parecía imposible, con un Macao muy dependiente en aquellas circunstancias del socorro de Manila. Todo cambió cuando el mismo emperador de China requiriera la presencia en su corte del jesuita Andrés Tomás, afamado experto en ciencias. Los ministros y encargados del tribunal de ritos dieron sus parabienes, y los mandarines trocaron su hostilidad en amistad por la voluntad imperial. Los portugueses supieron que el virrey de cantón tenía un hijo en la corte, no deseando desafiar el mandato del emperador.
A Macao acudió una embajada imperial, presidida por el jesuita Grimaldi, que fue agasajada. Los japoneses que habían llegado en la nave pudieron comprobar tanto el fasto como las buenas relaciones entre Portugal y el emperador de China, algo que quizá inclinara al del Japón a la transacción. El padre Tomás tomó la indumentaria tártara o manchú, y recibió un nombre chino como prueba de su integración en el sistema imperial. En todo ello también estuvo presente, con ropajes tártaros, el jesuita pamplonés Juan de Irigoyen, llegado desde Manila en 1678.
Finalmente, la deseada expedición a Japón pudo realizarse. Nuestra Señora de Padua, del mismo Pedro Vas de Siquiera, pudo hacerse a la mar el 12 de junio de 1684, con una dotación de soldados y marineros al mando de Manuel de Aoviar, los referidos japoneses y una imagen de San Francisco Javier, el madrugador evangelizador de Japón.
El cambio de fortuna que se había experimentado y la llegada al puerto de Nagasaki el 3 de julio, festividad de Santa Isabel, fueron interpretados por los portugueses como señales de triunfo. Sin embargo, los tratos con los japoneses resultaron ser tan corteses como cautelosamente esquivos.
Antes de fondear su nave, los portugueses tuvieron que responder ante un intérprete del gobernador de Nagasaki sobre sus intenciones. Habían ido a retornar a unos japoneses a su patria, como muestra de buena voluntad y respeto. Guiados por embarcaciones con faroles, atracaron convenientemente por la noche. Por mucho que los portugueses insistieron en la antigua amistad con los nipones, no se les autorizó a bajar a tierra. Al igual que a los neerlandeses, se les tomó como prevención el timón, las velas las armas y la pólvora. Aquéllos lo sufrían por conseguir plata, y los portugueses por Dios, según decían. De todos modos, se les permitió retirar la artillería dentro del buque.
Conscientes de la antipatía que suscitaba el cristianismo entre los dirigentes japoneses, que lo consideraban una amenaza a su poder y un medio de conquista extranjera, disimularon sus intenciones con el comercio. En sus medidas conversaciones, con representantes que subían a la nave portuguesa, los japoneses se interesaron por Macao y su distancia a Goa, Portugal y Japón. También mostraron vivo interés por su comercio con Siam, Tonquín, Cochinchina y China, por si en Macao alguien entendía la lengua japonesa y la presencia allí de desterrados japoneses, sin olvidarse de preguntar sobre el poder de Portugal y sus mercancías.
Satisfecha la curiosidad nipona, e informada la corte imperial, el gobernador les dio cortésmente las gracias por traer a sus compatriotas y licencia para retornar a Macao. No se les aplicaría, en vistas de las circunstancias, la ley que ordenaba ejecutar a los visitantes europeos no requeridos o autorizados previamente. Los portugueses podían retornar sólo cuando se les volviera a llamar. Hasta que los vientos no soplaron a favor, un 30 de agosto, tuvieron permiso de bajar a tierra, donde fueron tratados con gentileza y con los gastos pagados por el mismo gobernador. Para el viaje de vuelta, fueron abastecidos convenientemente con víveres como el arroz. La insistencia y el disimulo de los portugueses no consiguieron vencer el Dorado Aislamiento de los desconfiados japoneses.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA NOBLEZA.
Osuna, CT. 197, D. 74.
Los tenaces franciscanos.
La Contrarreforma impulsó la evangelización en los distintos puntos del mundo conocido. China atrajo a predicadores de varias órdenes, a veces enfrentadas entre sí, como los franciscanos descalzos de la provincia de San Juan Bautista, en cuyo extenso territorio se encontraba el reino de Valencia. La Monarquía hispana dejó de considerar en 1665 la evangelización de China como una competencia exclusiva, un monopolio, de la Compañía de Jesús, acusados de laxitud por sus rivales. Los dominicos y los franciscanos aprovecharon la oportunidad.
China se encontraba convulsionada en 1649, con la irrupción de los manchúes, los tártaros de las fuentes españolas. Aquel año pasó desde la filipina provincia de San Gregorio fray Buenaventura Ibáñez al imperio de la Gran China. Este franciscano descalzo había nacido en Elche en 1607 y durante un tiempo fue soldado en Nápoles. Permaneció en China de 1649 a 1667, donde afirmó haber evangelizado a unas cinco mil personas en distintas y distantes localidades, liberándolas de la “esclavitud del diablo”. En noviembre de 1668 solicitó al Consejo de Indias retornar a su misión china, en compañía de siete religiosos más y un lego. Lo consiguió, y volvió a emprender la ruta que pasaba por Nueva España y las Filipinas, la del galeón de Manila. En 1682 reconoció encontrarse muy apurado económicamente en cantón, de donde también dependía de los servicios de los navegantes portugueses de Macao.
Las penurias y las limitaciones no arredraron a otros descalzos de la provincia de San Juan Bautista, como el valenciano fray Miguel Salas. En 1672 formó parte, junto a Fray Miguel Salas de Tortosa, del proyecto evangelizador del teólogo franciscano Miguel Flores de Reina, que orgulloso de sus estudios y de sus conocimientos pensaba pasar de Filipinas a China, Japón y a otros países asiáticos. En 1688, fray Miguel Salas se encontraba en Valencia, ya trasladado al convento de San Onofre de Játiva. Tierra de misión hasta comienzos del siglo XVII, Valencia también lo era de misioneros que viajaban a países distantes.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 4 (N. 52) y 82 (n. 23).
Rusos, manchúes y jesuitas en el conflicto del Amur.
Las dotes de los jesuitas como hombres de ciencia y diplomáticos fueron muy apreciadas por los emperadores de China, fueran de la dinastía Ming o de la Qing. La Compañía de Jesús supo nadar y guardar la ropa en el turbulento cambio dinástico del siglo XVII chino, el de la conquista tártara de los documentos coetáneos españoles. A diferencia de los rusos (en conflicto con los polacos católicos), los manchúes de la dinastía Qing sí recurrieron a su conocimiento del latín y de Europa en el conflicto de la cuenca del Amur.
Rusia y China, dos grandes poderes de Eurasia, han mantenido a lo largo de la Historia una relación tan compleja como competitiva, a partir de la llegada de gentes de Moscovia a la cuenca del Amur en el siglo XVII. Atraídas por la perspectiva del negocio de las pieles y el afán de posición y gloria, aquellas tierras les ofrecían buenas perspectivas de comercio con China y de colonización agraria. El cosaco Yerofey Khabarov estableció el puesto avanzado de Albazin en 1651, algo que no gustó a los nuevos señores manchúes de China. Sus fuerzas consiguieron desalojarlos en 1652.
Resultó ser una victoria temporal, pues en 1655 retornaron las gentes procedentes de Rusia. Esta vez el polaco Nikifor Chernigovsky refundó Albazin con la ayuda de sus seguidores, remisos a la autoridad del zar y de sus representantes en Siberia. Alcanzó un modus vivendi con los tunguses del territorio y comenzó a cobrar forma el país de Jaxa, entre el poder ruso y chino.
La maniobra era osada, por lo que en 1669 Chernigovsky se avino a pagar tributo al zar, a modo de contrapeso al emperador de China. Alejo I, empeñado en fortalecer su autoridad en Rusia, reconoció su gobierno en 1674, algo que aprovechó el polaco para atacar China al año siguiente.
Los Qing, los tártaros de los ibéricos, se encontraban en pugna en el Sur de China con sus rivales, defensores de la dinastía Ming. Formosa (Taiwán) les opuso una tenaz resistencia, obligándoles al uso de importantes fuerzas navales. En 1683 consiguieron rendirla, viéndose con las manos libres para ocuparse de las cuestiones del Norte.
Llevaban preparándose para la campaña militar desde 1682. Contaron con la ayuda de los dinastas que regían Corea. Los manchúes, vinculados con los tunguses, no contemplaron la cuenca del Amur una tierra ajena, esencial para la seguridad de sus fronteras. Al principio atacaron las posiciones secundarias del país de Jaxa, iniciando finalmente el asedio de Albazin en junio de 1685.
Su resistencia fue abatida. Parte de sus defensores marcharon hacia las tierras de dominio ruso, y otra parte terminaron en Pekín, formando parte de las fuerzas de origen ruso al servicio de los Qing. El triunfo chino parecía aplastante.
Sin embargo, los manchúes no dejaron una guarnición en Albazin, con las cosechas todavía por recoger. En aquel momento, los rusos que se retiraban encontraron a las fuerzas de refuerzo que acudían en su auxilio. El fuerte volvió a ser ocupado por ellos. Los chinos emprendieron un nuevo asedio en 1686, que concluyó con las negociaciones de entrega.
Rusia no estaba interesada en mantener las hostilidades en el Amur. En 1686 se había sumado a la alianza formada por Polonia, el emperador y Venecia contra los turcos otomanos, que amenazaban sus límites meridionales desde Crimea. También China deseaba cerrar las hostilidades por aquellas tierras tan expuestas a los ataques de los pueblos de la estepa. Así pues, ambas partes se avinieron a negociar. Los Qing enviaron como representantes a dos jesuitas, el portugués Tomás Pereira y el francés Jean-François Gerbillon. El primero era un célebre matemático y su colega otro reconocido hombre de ciencia. Se buscó, asimismo, el equilibrio entre los padres portugueses y franceses, en un momento en el que los círculos de Luis XIV se interesaban por las cuestiones de Extremo Oriente.
Por el tratado de Nerchinsk, del 27 de agosto de 1689, China obtuvo el Norte del Amur hasta los montes Stanovoy, mientras Rusia logró el territorio que abarcaba del río Argun al lago Baikal. Se establecían lazos comerciales formales, iniciándose un nuevo período en las relaciones entre ambos poderes.
Para saber más.
Benson Bobrick, East of the Sun: the Epic Conquest and Tragic History of Siberia, Nueva York, 1992.
Problemas de los jesuitas en Filipinas.
Las Filipinas fueron un puesto avanzado del imperio español en Asia, pero también de la Compañía de Jesús. A sus tareas pastorales, también sumaron las de diplomáticos de los gobernadores del archipiélago (ante el hostil monarca musulmán de Mindanao, por ejemplo) o la de constructores de naos.
En 1658, las energías de los jesuitas se encontraron muy comprometidas en Filipinas, pues no sólo tenían que evangelizar a sus naturales, sino también a los chinos allí residentes e incluso a los que acudían a comerciar. Por aquel entonces, la Compañía acariciaba la idea de la conversión de la misma China. Así lo hizo ver el procurador general jesuita en la provincia de Filipinas Francisco Vello al Consejo de Indias. Solicitó cuarenta religiosos más con sus criados.
Las cosas no mejoraron. En 1687 se denunció la falta de jesuitas. Las quejas llegaron en 1700 por la falta de pago de estipendios y sínodos en Filipinas y las Marianas, a despecho de haber catequizado California y otras tierras de la América del Norte.
En 1701 hubo sentimiento en Filipinas que no llegaran nuevos padres jesuita. La muerte de sesenta religiosos y veinte coadjutores había mermado la mitad de los servidores de la provincia. Un solo sacerdote debía atender a poblaciones muy distantes. En 1703 se propuso al provincial jesuita de México que lo subsanara para el avance de las misiones, solicitándose al menos doce sacerdotes y tres coadjutores.
Con la guerra de Sucesión por medio, en la que la Corona de Aragón se puso mayoritariamente del lado de Carlos de Austria, las autoridades de la España borbónica consideraron pedir al Papa en 1706 hasta dieciocho religiosos de los dominios hispanos de Italia y Flandes.
En estas circunstancias, las dos terceras partes de los jesuitas no españoles deberían ser súbditos del rey, al menos. Aprovechándose de las circunstancias de la guerra, jesuitas franceses quisieron pasar en 1708 a China por la ruta de Nueva España, ante el cierre de las armadas al servicio de la causa de Carlos de Austria. Desde finales del siglo XVII, los franceses intentaron fortalecer su posición en Extremo Oriente, algo que preocupó seriamente a los españoles con independencia de su alianza puntual contra los austracistas. La dotación de la provincia filipina no era cosa baladí.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.
Diversos-colecciones, 27, N. 14.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 81 (N. 48), 83 (N. 82), 94 (N. 30 y 33) y 119 (N. 8).
Las ambiciones francesas.
La Francia de Luis XIV quiso imponer su dominio en Europa Occidental a la fuerza frente a España, las Provincias Unidas, Inglaterra o los Habsburgo de Viena. Algunos historiadores del siglo XIX, de tendencia nacionalista, le reprocharon que centrara en exceso sus esfuerzos en los Países Bajos, dejando a un lado las empresas de ultramar, lo que permitiría el ascenso inglés del XVIII.
Es verdad que Luis XIV no siempre prestó atención a los consejos de Colbert y de otros, pero Francia no se desentendió bajo su reinado de la expansión más allá de Europa. En 1664 se fundó la Compañía francesa de las Indias Orientales, y la guerra iniciada en 1672 contra las Provincias Unidas serviría para impulsar sus ambiciones.
Los franceses habían puesto sus ojos en el dominio de la isla de San Lorenzo, frente a la costa de Mozambique, y en 1673 ya habían conseguido el control de la plaza de Santo Tomé, en el litoral de Coromandel, desde donde sondearon las posibilidades de extenderse hacia Extremo Oriente.
Se preocuparon por recabar información del estado de fuerzas de Manila y del Galeón que anualmente llegaba desde Acapulco. La misma Compañía, en 1674, mandó una flota a Asia, que contó además con la colaboración de veintitrés navíos ingleses, aliados contra los holandeses.
No descuidaron los franceses otras vías de entrada, como la de ganarse a los potentados musulmanes del archipiélago filipino o a los pueblos pampangos. En sus tratos con las cortes de los reinos indochinos, como el de Siam, difundieron sus gacetas, donde presumieron con orgullo de sus triunfos sobre los holandeses y los españoles, desde los Países Bajos a Cataluña. Deseaban, pues, aparecer ante los asiáticos como el reino más poderoso de la Cristiandad.
En consecuencia, los españoles de Filipinas los temieron, pues incluso consideraron que deseaban hacerse con la disputada Formosa. No bajaron la guardia ni ante la llegada de sacerdotes franceses con destino a China y otros puntos, pues lo juzgaron como otro medio más de expansión de Luis XIV.
Los misioneros franceses fueron acusados por los españoles de no ser buenos católicos, sino hugonotes encubiertos, que no asistían a misa y comían carne en Jueves Santo. Llegaban a ordenar como presbíteros a asiáticos que, en su criterio, no estaban al tanto de la doctrina católica. Se les acusó de difundir imágenes en las que Calvino indicaba a un monarca como aplastar al Papa y a otros poderes católicos.
Se dijo que algunos de los obispos franceses se habían llegado a convertir en auténticos mandarines del rey de Siam. Fue particularmente comentada la conducta del clérigo Gabriel Boucher, que había sido capitán de caballería en Flandes con las fuerzas del príncipe de Condé. Montado a caballo (con botas, espuelas y carabinas), enseñaba en Tonkín el manejo de las armas de fuego y la manera de formar batallones.
La arribada en un patache del obispo François Phallú a Manila en 1675 hizo subir más las alarmas. Preocupó sobremanera que manejara mucho oro y plata para comprar voluntades, y que su estada sirviera a los franceses para explorar las defensas filipinas. Hubo viva preocupación por las órdenes que pudiera recibir una fuerza de 14.000 infantes en Santo Tomé. En vista de ello, los tripulantes del patache fueron a parar al castillo de Santiago, y los jesuitas nacidos en Amberes ayudaron a la Audiencia de Manila a sonsacar las verdaderas intenciones de la misión de Phallú.
Al final, los franceses no se hicieron con ningún punto de las Filipinas, pero no dejarían de pensar en utilizar el archipiélago en sus empresas de conquista hasta el siglo XIX.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 305, R. 1, N. 2.
Amenazas danesas a la escala de Filipinas.
Las riquezas de Asia atrajeron a los europeos desde la Edad Media, al menos, y en el siglo XVII comerciantes y gentes de acción de distintas naciones se disputaron los favores de los mercados asiáticos. A los portugueses y españoles se sumaron los holandeses, ingleses, franceses y daneses, entre otros. En 1616 se estableció la Compañía Danesa de las Indias Orientales, que llegó a tener tanto vuelo comercial como la inglesa en la India de la primera mitad del XVII. Los daneses fundaron en 1620 el establecimiento de Tranquebar, y desde allí extendieron sus negocios por la costa oriental india, a veces en connivencia con los portugueses.
Dinamarca, señora por entonces de Noruega, entró en la guerra de los Treinta Años del lado de los enemigos de la casa de Habsburgo, pero su derrota y la clara enemistad de su rival Suecia le forzaron a acercarse a los españoles. Tenían un enemigo común, los holandeses, aliados de los suecos, por lo que el 20 de marzo de 1641 se concertó el tratado de amistad y comercio entre Cristian IV de Dinamarca y Felipe IV, entonces en severos apuros políticos y militares. Ambos monarcas pretendieron quitarse de encima la intermediación de los holandeses, algo que también podía ser favorable a Carlos I de Inglaterra, en buenos tratos con España y en pésimas relaciones con el parlamento, algo que le conduciría a la guerra civil.
La cooperación parecía prometedora, pero su viabilidad fue puesta a dura prueba en Filipinas, área especialmente sensible de las ambiciones comerciales y políticas de los europeos en Asia. En relaciones con la agitada China de la época y conectadas a través de la ruta pacífica del Galeón de Manila con la Nueva España, los holandeses las codiciaron. Desearon conquistarlas como hicieron con varios dominios de Portugal, que en 1640 se separó de la Monarquía hispana. Otros pueblos europeos, paralelamente, buscaron ganar mayor poder y riqueza en la región.
El gobernador y capitán general de Filipinas, Diego Fajardo, refirió al Consejo de Indias el 15 de agosto de 1645 que de las factorías inglesas en Oriente, concretamente de las de Surat, llegó en 1644 un patache para comerciar. Ofreció municiones, pertrechos, hierro y salitre, mercancías muy necesarias en una Filipinas tan mal provista como amenazada. Se le admitió por ello y por las paces entre ambas coronas, con el consentimiento de la Real Audiencia.
En julio de 1645 llegó otro patache, el danés Buena Esperanza, con hierro y elementos parecidos a los de los ingleses. También se le autorizó a comerciar. Coincidió su arribada con la de dos galeones de la Nueva España, y su maestre pudo vender sus mercancías por valor de 40.000 pesos. Cuando se disponía a partir del puerto de Cavite una tempestad lo detuvo. Un esclavo moro, preso por ciertos delitos en la embarcación, escapó a nado e informó que en verdad el Buena Esperanza venía de Batavia (la sede del poder holandés en Indonesia) para espiar a las fuerzas españolas. Al parecer, los holandeses pretendían apoderarse de las Filipinas en 1646.
Instó el esclavo a buscar en los papeles y cosas del maestre. El gobernador mandó en barcones a gente armada al patache. El 26 de agosto de 1645 se dictó sentencia, confirmada el 23 de octubre: el maestre y el piloto fueron ahorcados, los marineros condenados a remo y los objetos confiscados, por valor de 40.000 pesos, en oro y plata, por mucho que se declararan 18.301. El patache y su artillería quedaron al servicio del rey Felipe IV. Se apreció que muchas de sus mercancías procedían de las Indias portuguesas en rebelión. También se declaró carácter luterano de los tripulantes para reforzar la sentencia.
¿Era el Buena Esperanza un medio de espionaje holandés? ¿Fue una argucia de los españoles de Filipinas para quedarse con su carga? El gobernador de las Indias Orientales danesas, Guillermo Vey, protestó, y el de Filipinas le indicó que procediera por vía de apelación al Consejo de Indias. Al fin y al cabo, dos pataches ingleses habían comerciado con los españoles de Filipinas en 1644 y 1645, a pesar de proceder de la portuguesa Macao.
En vista de ello, el residente Cornelio Lezque reclamó ante el Consejo en nombre de Cristian IV. En Filipinas, distintos testimonios refirieron una historia azarosa. El Buena Esperanza se proponía viajar de la India a Japón, adoptando la usanza portuguesa. Sin embargo, los holandeses lo capturaron a la entrada del estrecho de Malaca y lo condujeron a su fortaleza allí, donde estuvo detenido durante cuatro meses. Sus autoridades entablaron amistad con su capitán, alteraron su usanza, proveyeron con mercancías de las factorías holandesas (ropas, hierro, canela y pimienta) y embarcaron hasta doce marineros holandeses, además de a más de un inglés. Antes de llegar a Filipinas, el capitán murió en una aguada en combate con los naturales. El maestre tomó el mando: se deshizo de todos los documentos portugueses antes de recalar en el puerto de Cavite.
En consecuencia, el gobernador Fajardo negó todo mal el 29 de agosto de 1646. El Consejo aprobó su proceder, pero no se mostró nada conforme con el de la Real Audiencia de Manila en relación a los pataches ingleses. Su fiscal Jerónimo de Camargo instó el 24 de julio de 1647 a una severa reprensión por no autorizar la paz con Inglaterra tal paso a las Indias Orientales, por mucho que se adujera la necesidad de abastos estratégicos. Era al virrey de Nueva España al que correspondía dispensar el oportuno situado o asignación económica. Por tanto, al presidente de la Real Audiencia se le multó con 500 pesos y con 200 a cada oidor, fiscal y oficial a 21 de septiembre de 1647. Por aquel entonces, el Consejo también descartó la oferta de venta de pimienta por la Compañía Inglesa de las Indias Orientales, por temor a que fueran un portillo para apoderarse de las codiciadas Filipinas.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 193, N. 11.
Los portugueses pretenden disputar la hegemonía holandesa en Japón.
En el siglo XVII, Portugal se desvinculó de la Monarquía española y reorientó su imperio ultramarino. Antes de 1580, sus posesiones más valiosas se encontraban en Asia, pero el crecimiento del Brasil fue notable desde entonces. Los holandeses se hicieron fuertes en Indonesia, desafiando con éxito el predominio ibérico, pero resultaron finalmente rechazados de tierras brasileñas.
Pedro II, una vez firmada la paz con España, acarició la posibilidad de recuperar posiciones en Japón, cerrado a los extranjeros por los shogunes, con la excepción de las dos naves holandesas que podían arribar al año a Dejima. El catolicismo había sido identificado como una amenaza para el orden político-social nipón.
Los portugueses no se resignaron y desearon desbancar a los holandeses. El virrey de la India, a pesar de los infortunios de las guerras de Goa, prestó apoyo a las iniciativas llevadas a cabo entre 1680 y 1685, al igual que el capitán general de Macao, pendiente de las naves chinas. La separación de las Filipinas españolas les impuso dificultades.
Los padres jesuitas fueron bastante activos, aunque se descubriera que los japoneses contemplaban la difusión del catolicismo como un medio de dominación. Observando los ritmos marcados por los monzones, algunos viajaron disfrazados en naves holandesas, aunque al final eran descubiertos en Batavia.
A través del reino de Siam, algunos pretendieron alcanzar el archipiélago japonés como pilotos en naves chinas, aunque tampoco lograron el éxito por adversidades como las ocasionadas por los piratas de la costa de Camboya.
El naufragio cerca de Macao de viajeros japoneses embarcados en naves chinas también fue visto como una oportunidad, dispensándoles buen trato para convertirlos en embajadores de su causa. Tampoco dio resultados.
Como el enviar una flota a Japón resultaba muy caro, aparte de otras consideraciones, las pretensiones fueron enfriándose. Desde España, se siguieron con interés tales intentos, que demostraron que los pueblos ibéricos nada daban por perdido a fines del siglo XVII.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO DE LA NOBLEZA.
Osuna, CT. 197, D. 74.
Disputas misioneras sobre China en los tiempos de la guerra de Sucesión Española.
A finales del siglo XVII, la China de los Manchúes era un poderoso imperio que atraía las miradas de los europeos. Carecían por entonces de la capacidad de imponerse militarmente a los chinos, como sucedería en el siglo XIX, y trataron de extender su influencia por medio del comercio y de la evangelización.
Desde la Santa Sede, se dividió China en quince provincias u obispados, correspondiendo dos a titulares españoles, tres a franceses, cuatro a italianos y seis a portugueses. Ni de lejos se trataba de algo similar a los posteriores tratados de reparto imperialistas, pero la influencia que los religiosos podían conseguir ante el emperador y sus mandatarios no era nada desdeñable.
Los jesuitas se mostraron especialmente resueltos, y consiguieron ganar el favor imperial por su prudencia diplomática y sus habilidades técnicas. En el Norte de China consiguieron no pocos conversos, aunque el punto esencial para ser aceptados pasaba por la compatibilidad del catolicismo con el confucionismo, algo que no todos los evangelizadores y teólogos veían con buenos ojos. En otros territorios de Asia Oriental (como Japón, Tonkín o Conchinchina) los católicos padecieron persecución, algo que animó a los jesuitas a proseguir por la vía de la acomodación en China.
La Compañía de Jesús se convirtió, pues, en un elemento esencial de penetración en el Celeste Imperio, pues muchos europeos padecieron considerables cortapisas de las autoridades chinas. Los portugueses se enfrentaron a más de una en Macao. Para evitarlas, los holandeses desistieron de muchas operaciones comerciales. Las naves inglesas arribadas a distintos puertos no eran bien tratadas.
Desde su posición en Filipinas, los españoles sostenían un animado comercio con China. La plata de la Nueva España era muy solicitada, y a cambio de la misma los chinos ofrecían una serie de productos desde Cantón. En 1703, los comerciantes de Manila se quejaron de su mala calidad, algo que perjudicaba la prosperidad de la ruta pacífica del Galeón de Manila. A despecho de tales problemas, las Filipinas eran un archipiélago muy codiciado, ambicionado por unos holandeses que carecían de las fuerzas adecuadas en Batavia. Además, los españoles contaban con la ventaja de sus padres jesuitas.
Sin embargo, tal ventaja les fue disputada por los franceses desde 1669. Bajo Luis XIV y la influencia de Colbert, Francia envió a Siam una misión religiosa, que llegó en 1685. A Cantón llegaron en 1698, con regalos para el emperador de China. Tampoco descuidaron Tonkín. En aquellos años, la hostilidad entre las coronas francesa y española era manifiesta, y los vicarios franceses no dudaron en oponer dificultades a los misioneros españoles y portugueses en territorio chino.
Con la entronización de Felipe V, las relaciones se suavizaron un tanto, pero no desaparecieron los temores de los españoles. En 1703, con la guerra de Sucesión en sus primeros momentos, comprobaron con desagrado que treinta de ciento treinta y dos misioneros eran jesuitas franceses. También les inquietó sobremanera que los franceses hubieran fundado una compañía para comerciar con Cantón, por mucho que el emperador de China no les prestara la atención deseada.
Alcanzar China por parte francesa también entrañaba utilizar, con permiso español, la ruta de Cádiz a Nueva España y Filipinas, lo que solicitaron cuatro jesuitas franceses en el verano de 1708. Poco a poco, la España borbónica se desembarazó de tal presión, pero las luchas por conseguir la preeminencia comercial en el atrayente imperio chino prosiguieron durante muchas décadas.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 94 (N. 33), 122 (N. 21), 127 (N. 7), 128 (N.8) y 305 (R. 1, N. 11).
Pretensiones francesas sobre Siam.
A comienzos del siglo XVIII, las grandes potencias europeas batallaron entre sí por el dominio de la corona de los reinos de España, tanto como decir por la hegemonía mundial. La España borbónica logró retener sus dominios de más allá de Europa y en las Filipinas se siguieron con gran interés las novedades acaecidas en los grandes Estados asiáticos, como el reino de Siam, que había emprendido una serie de reformas con la ayuda de los franceses.
El 4 de junio de 1718, llegó a Cavite una embarcación procedente de allí, con cartas de su monarca para las autoridades españolas. Se les solicitó que no se le cobrara el derecho de almojarifazgo, a lo que condescendió finalmente el gobernador interino, el arzobispo Francisco de la Cuesta.
La nave en cuestión era un patache español, el San Francisco Javier, y su capitán era Bartolomé de Olivera. Contaba con seis cañones de hierro para hacer las salvas de rigor en los puertos. Su tripulación se componía de treinta y nueve personas, incluyendo a sus oficiales.
Su carga era ciertamente interesante: cien picos de plomo por valor de 600 pesos, dos mil piezas de cambaias ordinarias de dos varas y media (fabricadas en Siam) por valor de 500 pesos, doce escupidores de cobre dorado con hechura de tazas, ochenta y ocho escupidores pequeños de la misma hechura y metal, quince caleros de cobre pequeños, cuatro picos de nácar prieto para teñir la ropa, trece piezas de chitas de Surate ordinarias, siete carafayes grandes, un pico de visiún como incienso para sahumerio, cincuenta cates de incienso, además del arroz y el vino de arroz para la tripulación. El valor completo de todo se fijó en 1.180 pesos y 4 tomines, debiendo posteriormente pagar el 8% del almojarifazgo (unos 84 pesos, 3 tomines y 6 gramos).
En todo este asunto, se hizo referencia a unas capitulaciones suscritas en 1718 y se reconoció la utilidad de tal comercio por la nobleza de sus géneros y provecho a la Real Hacienda. Siam podía suministrar a los reales almacenes, a buen precio, plomo, calain, cobre y otros elementos valiosos. Para facilitar los tratos, se entregó una carta del primer ministro de Siam y otras del vicario apostólico de aquel reino, fray José de la Cruz.
El arzobispo-gobernador pidió autorización para seguir adelante, contribuyendo con ello a la evangelización de Siam y de otras tierras aledañas. Sin embargo, pronto topó con dificultades por el lado español. De la Cuesta había asumido la gobernación de Filipinas tras el asesinato de Fernando Manuel de Bustamante y Bustillo, con el que había polemizado muy agriamente por el derecho de asilo eclesiástico. Aquél había accedido a la responsabilidad tras una alteración movida por el clero.
Desde el Consejo de Indias, el fiscal le recordó que las cartas debían ir testimoniadas y las capitulaciones adjuntadas para que aquél diera la aprobación. Por otra parte, en los documentos de la Nueva España no se encontraron las capitulaciones de 1718. Se recordó que en carta del 31 de julio de 1718 se significó al gobernador la observancia de la cédula general del 10 de agosto de 1714 sobre la prohibición de comercio ilícito con extranjeros. También se reiteró la cédula del 4 de diciembre de 1630 y la del 23 de septiembre de 1690, que permitía el comercio de Filipinas con los reinos de Camboya, Cochinchina, Siam, China, Japón y últimamente con Macao y Cantón.
Así pues, se debía observar el pago del 8% del almojarifazgo y de licencias de sangleyes en honor al comercio con la Nueva España y la Real Hacienda. El 20 de noviembre de 1722 se expidió una cédula al nuevo gobernador de Filipinas sobre el particular y el 30 de junio de 1725 se insistió en no exceptuar al comercio con Siam del pago del almojarifazgo. El despacho del Consejo de Indias del 13 de febrero de 1727 al gobernador reiteró en que no se introdujera novedad.
El tema coleó durante más tiempo. A 4 de junio de 1748 se emprendieron diligencias sobre el barco siamés y el 13 de marzo de 1752 se hizo hincapié en que no se aplicara tal indulto a las embarcaciones que arribaran a Filipinas. Se desaprobó, al final con claridad la decisión tomada por el arzobispo-gobernador, fallecido en 1724. Debía reintegrarse la cantidad perdonada después de mucho papeleo.
Con semejantes mimbres, se pensó impulsar en 1757 una compañía comercial que se encargara del navío de Siam, en términos muy similares a los del Galeón de Manila con Acapulco. Más allá del enfrentamiento político en las mismas Filipinas, tales tratos nos evidencian las rigideces del sistema mercantil español en Asia-Pacífico.
La iniciativa siamesa había estado promovida por los grupos afines al arzobispo en Filipinas, pero chocó con la burocracia imperial y los grandes beneficiarios del comercio interpacífico. Por mucho que se invocara que el comercio de Siam serviría para mejorar las relaciones con el esquivo Japón y se tanteara la posibilidad de establecer un punto de dominio español en el territorio, las pretensiones de la periferia imperial no prosperaron ante los intereses creados de su centro.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 940, N.1.
Los problemas navales de España en Asia y en el Pacífico.
A mediados del siglo XVIII, el poder español en el Pacífico se veía amenazado tanto por sus rivales como por sus propias debilidades. La conexión entre la Nueva España y las Filipinas, la del llamado galeón de Manila, era fundamental para su preservación, pero los problemas menudeaban.
El almirante británico Anson había amenazado seriamente la ruta española en 1743, capturando el buque Nuestra Señora de Covadonga, que le había reportado un botín de 1.313.843 reales de a ocho. A pesar del sobresalto, las naves españoles prosiguieron arribando a las Filipinas, aunque naufragios como el de Nuestra Señora del Pilar en 1750 resultaron dramáticos. En 1751, llegaron a Acapulco procedentes del archipiélago las naves Santísima Trinidad y Nuestra Señora del Buen Fin, pero la situación de los españoles de allí era dramática.
Tanto su gobernador como el arzobispo de Manila alarmaron de la pésima situación del erario real, pues se habían empeñado 2.310 pesos de sus cajas. Además, las asignaciones o situados de la Nueva España (vitales para su defensa) no llegaban precisamente con prontitud, y ya se debían hasta seis anualidades.
Las autoridades españolas no dejaron de lamentar el deplorable estado de las Filipinas y la infelicidad de sus gentes, aunque todavía en términos poco ilustrados y más propios de la Contrarreforma. Los sangleyes o chinos ateístas, que allí negociaban o se asentaban, eran vistos como gentes amenazadoras de aquella extensión de la dilatada Cristiandad de los reyes de España. Según esta manera de pensar, su gloria se vería mermada con el abandono del archipiélago. También se verían privados de su escudo frente a los ataques enemigos a las Indias Occidentales.
Se diría que los gobiernos de Fernando VI de Borbón mantenían los puntos de vista de los de Felipe IV de Austria cien años después. En vista de ello, no dejaron de proponerse soluciones al uso, como las de evangelizar o expulsar a los sangleyes. Se llamó a las gentes del Comercio y del estado eclesiástico, con mayores fortunas, a arrimar el hombro y a correr con parte de los gastos. Se prometieron gracias y concesiones sin concretar, junto a algún permiso de saca de plata, pero solo se pagaron dos situados de los cinco y dos tercios reconocidos finalmente.
En 1752 triunfaron los expedientes, los parches, y no resulta nada extraño que en 1762 los británicos conquistaran Manila.
Fuentes.
ARCHIVO GENERAL DE INDIAS.
Filipinas, 121, N. 17.