LOS ESPAÑOLES CONTRA LUIS XIV (1689-97). Por Víctor Manuel Galán Tendero.

01.12.2015 10:10

                La segunda gran coalición contra Luis XIV.

                Entre 1689 y 1697 Europa volvió a encontrarse en guerra, esta vez por motivo de las ambiciones de Luis XIV, que persiguió con saña a los hugonotes de su reino (malquistándose con las potencias protestantes), se enfrentó a la Santa Sede y presionó con violencia a los Estados del Sacro Imperio Romano Germánico. Las Provincias Unidas, Inglaterra, Austria y otros Estados menores se enfrentaron contra la poderosa Francia, la potencia hegemónica del continente tras la paz de los Pirineos (1659). La España de Carlos II, que todavía conservaba los dominios de los Países Bajos meridionales y del Norte de Italia, entró en la coalición antifrancesa.

                Su suerte durante esta guerra fue muy amarga, como comprobaremos a través del seguimiento de tres ciudades españolas distintas: la castellana Requena en la retaguardia de los frentes de guerra, la bombardeada Alicante y la amenazada Tarragona.

                Una monarquía con serios problemas.

                La historiografía de las últimas décadas ofrece una visión más matizada y menos dramática de la España de Carlos II, pero sus problemas resultaron más que evidentes en sus enfrentamientos contra la Francia de Luis XIV. Ciertamente, esta última también acusó el temible impacto de la guerra a finales del siglo XVII. Entre 1693 y 1694 el hambre asoló Francia, cuyas fuerzas armadas tuvieron que recurrir más a las fuerzas milicianas reclutadas con enorme dificultad en las parroquias. De todos modos, su fuerza sobrepasaba a la de la agotada España.

                

                Los problemas de inseguridad de las fronteras españolas eran muy sensibles. El 22 de mayo de 1685 se apercibió al obispo de Huesca ante el temor a una invasión de los franceses por la frontera de Aragón y Navarra. La carencia de fondos en la Requena del 12 de agosto de 1686 obligó a alojar catorce soldados de caballería en el reino de Valencia, pues la lucha contra los bandidos había costado al corregimiento de Requena veinte mil reales. El mantenimiento de los escuadrones de caballería, revalorizados en la segunda mitad del siglo XVII, constituyó un problema muy serio para el erario de la Monarquía y de los municipios afectados, lo que originaría importantes disturbios en tierras catalanas.

                A la carencia de fondos para reaccionar de manera eficaz ante un ataque, se añadieron los problemas derivados de la división de la Monarquía en reinos particulares, celosos de sus leyes y privilegios. Aragón pidió el 14 de abril de 1690 que se impidiera el tránsito de géneros prohibidos franceses desde Alicante y Castilla. El 7 de enero de 1692 se prohibió la entrada de ganado y vino de Navarra a Aragón para evitar fraudes en las regalías reales, fuente importante de financiación del reino, que en el fondo formaba parte de una confederación militar imperfecta que reconocía al mismo rey.

                Francia descarga contra España.

                El 28 de abril de 1689 se publicó o declaró la guerra contra España en Perpiñán, la capital de la Cataluña francesa. Los miqueletes de este territorio actuaron eficacia junto a las tropas regulares de Luis XIV y el 12 de mayo el duque de Noailles tomó la estratégica Camprodón, lo que fue recibido con gran congoja en los reinos de la Corona de Aragón en particular.

                Con lentitud se movilizó la Monarquía. Sin embargo, la exigencia del servicio de las milicias, cifrada en 7.000 reales, ocasionó un hondo malestar en Requena, temiéndose un tumulto popular. Ante estos inconvenientes se recurrió una vez más a la contratación de compañías por personas habilitadas. El 23 de marzo de 1691 el alférez Francisco Martín de Valenzuela, por mandato del virrey de Sicilia, pretendió alzar una compañía de 100 soldados en Alicante, Orihuela y el reino de Murcia.

                Mientras tanto, la armada de Luis XIV se movilizó con dureza contra el Mediterráneo español. En años anteriores había castigado crudamente a Génova, la gran aliada de España y su mayor constructora de galeras. El 10 de julio de 1691 las naves francesas bombardearon Barcelona. Alicante fue víctima de su saña entre el 22 y el 29 de julio, quedando arrasada.

            

                La ira de los españoles.

                Los sucesos de Alicante indignaron a muchos españoles. Desde Orihuela, Elche, Elda y Biar acudieron fuerzas municipales en su socorro, según una serie de convenios, pero también de las castellanas Yecla y Villena. El corregidor de la segunda actuó de enlace con el de Chinchilla, que también temió la enemiga francesa en forma de desembarco en un punto abatido.

                Muchos campesinos y menestrales valencianos la emprendieron contra sus vecinos de origen francés, a veces modestos tenderos. El 25 de septiembre de 1691 el virrey de Valencia expulsó a los amotinados en la propia capital del reino y en Játiva.

                La necesidad de fortificarse.

                Con unas fuerzas navales reducidas, España optó por una defensa estática y terrestre, la de la costosa fortificación. Ante el peligro en el frente catalán, la propia Alicante debió contribuir con 664 libras al Tercio del reino de Valencia el 6 de noviembre de 1691, compuesto de mercenarios castellanos y aragoneses mayoritariamente. En aquella ciudad el bombardeo había tensado gravemente las relaciones entre la oligarquía local y su gobernador, que el 12 de noviembre fue defendido por el virrey ante el Consejo de Aragón.

                El 16 de noviembre llegaron noticias ciertas de la fortificación por los franceses de la plaza de Belver de Cinca, lo que causó una enorme inquietud en el reino de Aragón, que temió el principio de una fuerte ofensiva desde aquel punto.

                Pasado el crudo invierno, el virrey de Valencia consideró el primero de abril de 1692  como el primer negocio del reino la fortificación de Alicante.

                El 29 de mayo la flota francesa sufrió un duro revés en la batalla de La Hogue a manos de ingleses y neerlandeses, pero el 4 de agosto Alicante tuvo que acceder a las condiciones humillantes de servicio de la armada francesa para evitar un nuevo bombardeo.

                La movilización de Castilla.

                El 9 de junio de 1693 el ejército francés tomó Rosas y se hizo apremiante la necesidad de movilizar las fuerzas humanas del castigado interior peninsular para frenar el retroceso en el frente mediterráneo.

                El 22 del mismo mes se ordenó a Requena desde la autoridad provincial de Cuenca el alistamiento de una compañía de 49 soldados, elegidos a sorteo por los cabos de escuadra de uno de cada diez vecinos. La media de edad de los obligados se acercó a los 30 años.

                Los franceses no parecían acusar en nuestros mares el desastre de La Hogue y el 20 de julio de 1693 atacaron Málaga. Se temió el 2 de agosto que se lanzaran contra Barcelona o Tarragona

                El 21 de agosto la Monarquía reconoció el olvido de la milicia en Castilla y quiso insuflar vida a los proyectos milicianos de Felipe II y siguiendo la práctica del litoral de la Corona castellana, de preparadas fuerzas vecinales no mercenarias. Entrarían en el sorteo los vecinos varones de 20 a 50 años que no fueran estudiantes, servidores del Santo Oficio, escribanos, casados con cuatro hijos, labradores de dos arados de mulas o bueyes e inútiles. Los hidalgos serían capitanes y alféreces. Los milicianos se verían libres de alojamientos de soldados y bagajes y sus esposas también disfrutarían del fuero militar. Su servicio se vería recompensado con la posibilidad de acceder a los hábitos de las órdenes militares.

                Las armerías reales proveerían a los milicianos a lo largo y ancho de Castilla siguiendo este orden. El distrito de Madrid recibiría 4.000 armas, con una cuarta parte de picas, una de mosquetes, una de arcabuces y otra de celines, proporción que también se observaría en los otros distritos. Sevilla recibiría 3.000; Toledo, Burgos, Córdoba, Granada, Jaén, Valladolid y Jerez de la Frontera, 2.000 respectivamente; Segovia, 1.600; Murcia, 1.200; y Montilla, Baena, Lucena, Arcos, Osuna, Écija, Guadalajara, Molina de Aragón, Cuenca, Ciudad Rodrigo, Logroño, Salamanca y Ávila, 1.000. Todavía alentaba en estas unidades la pretensión de alzar verdaderos tercios.

                

                Para no privar de vino a los consumidores locales, los milicianos dispondrían de ciertas cantidades sin perjudicar de paso a los cosecheros, ya que el vino sostenía vitales sisas o pagos sobre el consumo que iban a parar a las mermadas arcas de demasiados municipios castellanos.

                Las escasas oportunidades de los fieles servidores del rey.

                Los desastres no parecían detenerse pese a todos los esfuerzos y el 29 de junio de 1694 se perdía la activa Gerona. Los españoles prosiguieron su resistencia con la tenacidad de la que fueron capaces.

                El 11 de julio Alicante dedicó 500 libras de las sisas de la carne para erigir el baluarte de San Carlos, clave de la nueva fortificación de la plaza.

                Otros aprovecharon los aprietos bélicos para eludir ciertos deberes penosos. El municipio de Tarragona no siempre tuvo buenas relaciones con uno de sus señores, el arzobispo. El 12 de abril de 1695 al nuevo arzobispo, el aragonés don José Llinás, no se le dispensaría la preceptiva entrada porque los gremios se encontraban ocupados en alzar soldados. “Que los furtivos aplausos de la entrada no se vuelvan sollozos por amagos enemigos”, se sostuvo.

                El municipio tarraconense arrastraba una deuda de 3.220 libras y su regimiento cargaba con no pocas obligaciones a 19 de abril y el 22 de abril el diputado militar del principado de Cataluña Josep Ferrer animó a acrecentar las tropas en seguimiento del virrey. Tarragona accedió siguiendo lo estipulado el año anterior. El 25 del mismo mes se nombró capitán de su compañía a Josep Gual.

                Tratar con los aliados no resultó mucho más grato y el 15 de mayo la exigencia a los buques ingleses de satisfacer los derechos de presa y sobre las pipas del vino en Alicante fue contrariada.

                Alzar una compañía de soldados: misión imposible.

                Mientras el 6 de diciembre de 1695 se pidió al gobernador de la plaza de Tarragona terraplenar el portal del Roser, el 20 de febrero de 1696 los cabos de escuadra debían de evitar las deserciones de los soldados en la frontera de Castilla y Valencia por Requena.

                Sin embargo, la tarea más ardua pasaba por levantar tropas contra el francés, como ejemplifica el caso tarraconense. El 12 de mayo la ciudad serviría al rey como Tortosa, con una compañía anual formada por un capitán, un alférez, un sargento y quince soldados. El 27 del mes el servicio se concretó en 20 soldados retribuidos.

                De todos modos, el 26 de julio, para evitar el servicio militar, se pretextó que otras ciudades ya habían puesto sus compañías bajo la autoridad de la Generalidad. Tarragona ya había alzado 13 soldados y la campaña parecía a punto de finalizar. Así que se sugirió que la Generalidad reportara las novedades y manifestara dónde se tenían que agregar los soldados tarraconenses.

                El 2 de agosto se reconoció abiertamente que los 13 soldados carecían de la debida aptitud y calidad para ingresar en los Tercios Reales. Así pues, lo mejor sería que Antoni Cases ajustara en Barcelona la ayuda, reiterándose el 8 de agosto la mala condición de la compañía.

                A 24 de agosto se intentó conmutar el servicio de la compañía por el de la fortificación de la propia Tarragona, que no se aceptó. Así que se propuso enviar a la siguiente campaña una compañía de duplicado número.

                Plazas en mal estado y milicianos achacosos.

                Pese a su condición de presidio o plaza fuerte con una serie de derechos y deberes, el 14 de septiembre de 1696, la casa del alojamiento de los soldados de la guarnición de Tarragona, la del presbítero Josep Llorens, amenazaba ruina. Los propios soldados arrancaron las puertas de los aposentos, se quemaron los techos más altos y se perdieron cerraduras y llaves. En estas circunstancias se tuvo noticia el 14 de octubre de la llegada al puerto de Salou de la virreina con dos galeras.

            

                El comportamiento de los soldados tampoco fue ejemplar en otros lugares. En el título de capitán a guerra otorgado el 3 de diciembre al corregidor de Requena se le obligaba a defender la villa bajo la autoridad del capitán general y del Consejo de Guerra. Equivalía al gobernador en Tarragona. En la Requena de aquella fecha la dignidad recayó en Bernardo Lloret. El municipio debería de acatarlo. Punía los pecados públicos escandalosos y entendía en primera instancia las causas de los capitanes de las milicias, que tenían derecho a apelar al Consejo de Guerra.

                La situación empeoró a inicios de 1697 y el 24 de enero el corregidor de la ciudad de Murcia Francisco Cevallos notificó a Requena la orden de alzar un soldado por cada setenta y cinco vecinos para el próximo 28 de febrero.  El municipio requenense nombró comisarios a Martín Ruiz y José Muñoz a tal efecto, que depositaron fianzas a tal efecto. A 4 de febrero el Consejo de Castilla cuantificó el coste medio de cada soldado miliciano en 30 pesos de plata doble anuales. Pese a todo, pronto muchos elegidos comenzaron a aducir achaques para eludir su obligación.

                Otra manera de cooperación era enviar municiones al frente de guerra. En febrero de 1697 se elaboraron en Alicante, muy accesible a los maestros salitreros, 1.500 quintales de pólvora para Cataluña y 1.000 para la Ceuta amenazada por los marroquíes.

                En el frente catalán los franceses cobraron nuevos bríos. El gobernador de Tarragona, el conde de Peñarrubia, notificó el primero de marzo una carta del virrey  en la que se instaba al municipio, al arzobispo y al capítulo a cooperar en la fortificación y defensa de la plaza.

                A 7 de marzo los cónsules tarraconenses, representantes del municipio, apuntaron los inconvenientes para reparar el portal del Roser y propusieron dedicar las 200 doblas del servicio al rey para reedificar el fortín a la derecha del portal y subastar la obra para abaratar los costes. Por si fuera poco, el 9 de mayo la Generalidad pidió un donativo de 1.000 libras para el Tercio Provincial o el envío de 40 soldados efectivos, como en el reino de Valencia.

                La llegada de la virreina, por la que fue felicitado el virrey Velasco el 28 de mayo, parecía ofrecer un tenue rayo de luz en tan oscura situación

                La plaza de Tarragona se aprestaba de la mejor manera para la batalla contra el enemigo. El 30 de mayo Gabriel de Quiñones ocupó la gobernación general, incluyendo la de la artillería de la plaza. La llegada de prisioneros el 3 de junio, conducidos por 50 jinetes, añadió nuevos problemas. El gobernador los encerró en el castillo del Patriarca y se brindó paja a los caballos para evitar mayores daños en los cultivos. El sargento mayor conseguiría cien quintales de paja sufragados por el gobernador y las cofradías de labradores de San Lorenzo y Santa Magdalena se encargarían de las tareas oportunas. El 3 de junio llegaron otros 13 jinetes a Tarragona, que se alojaron en casa del marqués de Tamarit, que solo tenía espacio para un máximo de 5 de ellos.

                Los franceses conquistan Barcelona y amenazan Tarragona.

                El diputado militar Josep Fleca expuso el 4 de junio el mal estado de Cataluña. Los franceses habían tirado líneas para sitiar Barcelona, destacando naves para completar el cerco por mar. Las fuerzas de las galeras españolas y de las tropas que desde Sant Celoni marchaban a Barcelona resultaban insuficientes. La Generalidad se había trasladado a Villafranca del Penedés y había enviado consistoriales para reclamar ayuda para los Tercios de la Diputación y de Barcelona.

                Ante la gravedad de los sucesos, Tarragona debería alzar en breve una compañía de 100 soldados, cuyo capitán tuvo que ser elegido a suertes. Se estipuló que cada soldado ganaría 3 reales diarios.

                Sin embargo, la falta de voluntarios para la compañía el mismo día 5 obligó a imponerlos a las cofradías y colegios: veintiséis a la de los pescadores de San Pedro; dieciséis a las de labradores  de Santa Magdalena y San Lorenzo respectivamente; tres a la de los constructores de San José, al colegio de San Cosme y San Damián, al colegio de San Lucas, a San Salvador y al lugar de Pallaresos respectivamente; dos a Nuestra Señora de los Sastres, los zapateros de San Marcos, San Eloy de los herreros, Santa Lucía de los cordeleros, Nuestra Señora de los descargadores y San Miguel de los tejedores respectivamente; y una a San Ponce de los descargadores, a la de la Sangre de Jesucristo de los espardenyers y al estamento de los plateros respectivamente. El grupo de los caballeros o militares aportarían cuatro. Si las cofradías no cumplieran con su deber, el municipio procedería e impondría los gastos ocasionados.

                A 10 de junio se acordó que el capitán de la compañía tarraconense cobraría un salario mensual de 44 libras con dos tambores, el alférez 22 con un abanderado, el sargento 12 y 1 libra cada uno de los cuatro cabos de escuadra. El ciudadano de la mano media Josep Font sería el pagador municipal, con una retribución de 30 libras. La asignación global a las cofradías se tuvo que rebajar en 9 soldados y el municipio completaría el número de 100 soldados finalmente.

                Entre tanto preparativo se fugaron 30 presos el 16 de junio, muchos condenados a galeras, del castillo del Rey, agujereando sus muros. Se convocó al somatent o fuerza de seguridad municipal.

                A 17 de junio el enemigo ya bombardeaba Barcelona y la obligación cristiana, según la propaganda de guerra, imponía invocar la clemencia y la protección divinas. Se envió en consecuencia una embajada al capítulo catedralicio.

                

                El 8 de julio Carlos II, pleno de dolencias, pensó en desplazarse a Zaragoza, emulando a su padre, para atender al frente de guerra catalán y el 26 de julio el virrey pidió piezas de galleta de los hornos tarraconenses, que no alcanzaban a cocer el pan de sus naturales. El 30 de julio la quebrantada Alicante se comprometió a poner en pie una compañía de 150 hombres para el frente catalán y a reparar piezas de artillería, esperando recibir alguna compensación a cambio para su costoso programa de amurallamiento.

                Todo fue inútil. El 15 de agosto se rendía Barcelona a las fuerzas de Luis XIV.

                Los franceses se antojaban imparables y el 19 de agosto llegó a Tarragona el conseller en cap de la Generalidad don Manuel de Llupiá. El 21 de agosto el  nuevo virrey, el conde de la Corzana, reconocía abiertamente no disponer de muchos medios de defensa en Tarragona. El gobernador, el conde de Peñarrubia, receló del enemigo el 26 de septiembre  y encargó al municipio material de artillería (200 manuelas, 32 soleras y 96 cuñas).

                A 30 de septiembre el virrey apercibió del movimiento de los franceses por Igualada, con indicios de querer marchar hacia Tarragona con pertrechos de asedio. La plaza debería de estar bien provista de pan, carne, vino y vinagre, así como con la artillería en punto. El prior del convento de Santo Domingo pudo entrar antes de tiempo la cosecha de la vendimia de las viñas de Constantí.

                La insolencia de la soldadesca.

                Las condiciones de los defensores resultaban penosas y los soldados de guarnición en Tarragona exigieron el 1 de octubre carne. El gobernador quiso poner la carnicería fuera de las murallas para evitar altercados, pero la prohomenia se inclinó por la Rambla.

                El 9 de octubre se avisó de la llegada de dos regimientos de infantería (unos 3.000 soldados), que necesitarían un barrio entero para alojarse en un ciudad ya de por sí sobrecarga de guarnición.  Afortunadamente al día siguiente se firmó la paz de Ryswick en los Países Bajos, en la que Luis XIV renunció a sus conquistas hispanas con la vista puesta en lograr la ansiada herencia de la Monarquía española.

                La desmovilización después de la paz no resultó tampoco fácil por el temor a nuevas embestidas francesas, lo que quebrantó la ya de por sí decaída moral y disciplina de las tropas españolas. En la noche del 5 de noviembre algunos artilleros incendiaron las puertas de los almacenes de Tarragona, según informó el sargento mayor al gobernador de la plaza. Uno de los soldados se acogió al sagrado de la catedral. Una vez más se tuvo que acudir al sometent. Mientras estos problemas coleaban, el virrey hizo noche el 13 de noviembre en la cercana Torredembarra, recibiendo un agasajo del municipio tarraconense que no alcanzó a los pobres soldados.

                Los soldados enfermos, juguetes rotos de una guerra.

                El 7 de febrero de 1698 el veedor general del ejército asignó al hospital del Rey de Tarragona a los enfermos que no podían ir en camino, sufragando los gastos el municipio.

                Los enfermos militares se admitirían el 5 de julio, tras no pocos problemas, al estilo del hospital de la Santa Cruz de Barcelona por un real de ardite. El hospital se quedaría con las municiones y los vestidos de los difuntos y se estimó el coste de cada plaza hospitalaria en 25 doblas, imposibles de asumir por el municipio pese a los deseos virreinales. Junto a los civiles obligados a huir de sus hogares, los grandes perjudicados resultaron ser los soldados expuestos a los peligros del frente y a los males de la retaguardia.

                ¿Por qué lucharon los españoles?

                Los españoles de los distintos reinos de la Monarquía combatieron por fidelidad a su rey, por fantasmal que resultara su figura, pues aseguraba en teoría el orden establecido de su sociedad estamental. Al combatir por él, castellanos y catalanes compitieron entre sí, al igual que otros, por ser considerados los mejores de España, una idea que englobaba reinos que rivalizaron por llevar la voz cantante, algo que se vería de manera muy clara en la futura guerra de Sucesión.

                Claro que también lucharon por la supervivencia de sus hogares y familias, como los alicantinos que se encararon con las lanchas de desembarco francesas en julio de 1691. Esta experiencia de defensa de la patria local no fue general durante esta guerra de los Nueve Años y muchos vecinos de municipios castellanos como Requena la contemplaron como un lejano embrollo. La Tarragona agotada por pasados conflictos y alejada de la frontera septentrional catalana se encontró a mitad de camino entre ambas experiencias durante gran parte de la contienda. En todo este conflicto las milicias hicieron gala de su voluntarismo, pero también de sus limitaciones. Una lección que no caería en saco roto en la guerra sucesoria, cuando las fuerzas locales ayudaron a la dinastía borbónica a formar un nuevo ejército reglado más o menos libre de tales servidumbres.

                Fuentes.

                ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN, Consejo Supremo de Aragón, Legajos 0556 (012) y 0557 (010 y 036).

                ARCHIVO DEL REINO DE VALENCIA, Libro de la bailía de Orihuela de 1684-97, nº. 1335.

                ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE ALICANTE, Cartas recibidas de 1665 a 1704 (Armario 11, Libro 11).

                ARCHIVO HISTÓRICO MUNICIPAL DE REQUENA, Libro de actas municipales de 1686 a 1695 (nº. 3269) y de 1696 a 1705 (nº. 3266).

                ARCHIVO HISTÓRICO PROVINCIAL DE TARRAGONA, Llibre d´acords municipals de 1695-1701 (206).