LOS EJÉRCITOS DEL BAJO IMPERIO A LOS CAROLINGIOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

02.01.2025 13:35

               

                El imperio romano se enfrentó en el siglo III a una gran cantidad de dificultades internas y externas, que quebraron la pax. El emperador Alejandro Severo (222-235) llegó a ofrecer las tierras conquistadas a los jefes y guerreros de sus tropas auxiliares, a cambio de su servicio militar y el de sus sucesores. En aquellas tierras también se incluyeron esclavos y animales. Más tarde, en el 406, el emperador de Occidente Honorio ordenó a los esclavos (especialmente a los del servicio armado imperial, aliados y extranjeros libres) que tomaran parte en las campañas militares. Conseguir tropas no resultó nada sencillo. La conscripción había ido dejando paso a fuerzas voluntarias para determinadas expediciones, en las que séquitos armados ofrecían sus servicios como mercenarios.

                Aunque en el 440 los ciudadanos romanos no estaban obligados al servicio militar,  el emperador Valentiniano ordenó que defendieran las murallas y puertas de su ciudad en caso de necesidad. Ya en el 397 el emperador Teodosio había animado a los gobernadores a construir murallas en las ciudades o en reforzar las existentes, pues los romanos del Bajo Imperio concedieron una gran importancia estratégica al dominio de los núcleos urbanos amurallados, con tropas móviles capaces de maniobrar contra sus atacantes. Al frenar, además, a un ejército enemigo, podían coparlo y aniquilarlo. Barcelona fue dotada en el siglo IV de nuevas murallas, de ocho a diez metros de altura y cuatro de grosor, con más de setenta torres que sobresalían tres metros de la altura del muro y un foso de protección. La estrategia romana de defensa en profundidad rindió sus frutos. En el 451 los hunos de Atila quisieron conquistar Orleans infructuosamente, mientras los romanos movilizaron una gran fuerza en las Galias de cerca de 50.000 soldados. Tomar una ciudad obligaba a asolar sus campos para rendirla por hambre, más que arriesgarse a un asalto, como el que llevaron a cabo las tropas del rey visigodo Wamba en Nimes en el 673, según Julián de Toledo:

                “La primera parte del combate se libra mientras suenan las trompetas sobre la lluvia de piedras. Cuando aumenta la vibración de las trompetas, los nuestros acuden por todos los lados, entre los gritos y el lanzamiento de rocas, atacan los muros armados con todo tipo de armas arrojadizas y avanzan entre dardos y flechas, aunque los otros también lanzan armas muy diversas para resistirlos. Pero, ¿qué os diré? Con el ardor se encoraja la lucha por ambas partes, ambos bandos combaten con igual suerte y entusiasmo. Ni los nuestros ni ellos ceden en el combate. Se lucha todo el día con la incertidumbre de la victoria.

                “La multitud enemiga distribuida por la muralla, mirando a través de la luz serena, observa que el contingente de los guerreros asediadores era enormemente superior al visto el día anterior.

                “Mientras tanto, los nuestros, que luchan con más constancia, se lamentan del retraso de la victoria, y se esfuerzan con más ánimos, pensando que serían cercados de no vencer pronto. Por esta razón, excitados por un espíritu más feroz del que habían tenido, atacan las murallas de la ciudad en continuos asaltos hasta casi la quinta hora del día (de las 9.29 a las 10.44 en verano), lanzan lluvias de piedra con gran estruendo, incendian las puertas y las queman por debajo, y entran por pequeñas grietas en los muros. Tras entrar gloriosamente en la ciudad, se abren camino con la espada. Al no poder aguantar nuestras feroces acometidas, los rebeldes se encierran para defenderse en las Arenas, rodeadas de edificios más antiguos, con más fuerte muralla.”

                Los emperadores romanos llegaron a disponer de importantes reservas de tropas. Se ha estimado que Diocleciano contó con unos 435.000 soldados en el 300, que en el 430 alcanzaron los 645.000 entre los efectivos de Oriente y Occidente. A su vez, los germanos asentados en la Roma occidental alinearon sus propias huestes, y los visigodos del reino de Toulouse pudieron desplegar cerca de 25.000 hombres. Los ostrogodos conquistadores de Italia pusieron en los campos de batalla hasta 20.000 soldados, y unos 15.000 los vándalos en el Norte de África. El rey Guntram de Borgoña alineó una fuerza de unos 20.000 hombres contra el usurpador Gundovaldo en el 585. Paralelamente, los romanos de Oriente desplegaron contra los persas en el 503 una fuerza de 52.000 soldados, cuando los ejércitos del emperador Justiniano alcanzaron los 170.000, destinándose a las campañas norteafricanas e italianas de las décadas del 530 y del 540 un promedio de 20.000 hombres.

                La sociedad civil se militarizó, y los romanos reclutaron fuerzas más allá de sus dominios. Alanos y sármatas del Sur de la llanura rusa prestaron servicio entre los siglos IV y V en Hispania, Italia, las Galias y Britania. En lugares abandonados por sus propietarios, recibieron tierras y un tercio de los ingresos fiscales. Los guerreros profesionales de los séquitos se fueron diferenciando de los soldados campesinos, convertidos a veces en una verdadera milicia urbana.

                Ciertas unidades romanas sobrevivieron a la desaparición de los mecanismos de reclutamiento del imperio en el siglo V, como aconteció al Oeste de Orleans a inicios del VI. Los nuevos reinos germanos de Occidente asimilaron todas aquellas fuerzas. Los vándalos emplearon a colonos romanos para tripular las naves que saquearon Roma en el 455. La influencia de la organización romana se evidenció en el ejército visigodo, según el Breviario de Alarico (506). Se ordenó, de menor a mayor, en decenas, centenas, quingentésimas y thiufas, con comandantes subordinados al conde de una ciudad, responsable económicamente de las posibles deserciones ante la autoridad real. A su vez, el erogator annonae de la ciudad aprovisionaba a las tropas.

                Más allá de los deberes marcados por la defensa local, se exigieron contingentes para los ejércitos en campaña. Los merovingios impusieron a todos los varones adultos tomar parte en la defensa, incluso a los dependientes de la Iglesia y a los pobres. Se ha estimado que de esta manera se recababa el servicio de uno a dos millones de hombres de quince a cincuenta y cinco años, estimándose en unos 100.000 los hombres necesarios para proteger las cien localidades amuralladas de las Galias con un perímetro medio de 1.350 metros, a razón de un hombre por cada 1´20 metros. Las cuarenta y cinco ciudades principales de Hispania requerirían unos 84.000 hombres. Con un perímetro de 2.650 metros, Zaragoza requeriría unos 2.208 defensores; Astorga con 2.200 metros, unos 1.833, y Barcelona con 1.200 metros, unos 1.000. A los habitantes a cien kilómetros de un punto atacado, impuso en el 673 Wamba severas penas de no presentarse a la defensa, incluyendo los clérigos.

                Los carolingios dieron nueva vida al control central del sistema militar en Occidente, cuando el condado sucedió a la civitas. Se exigió a los propietarios de doce unidades de labranza acudir en campaña con caballo y armadura, a los de cinco disponer de armamento más liviano, a los de cuatro a tres participar en campañas más cercanas a sus hogares, y los que tuvieran la mitad de una a que se unieran con otros hasta formar una agrupación de cinco unidades, capaz de mandar un soldado. Sin embargo, la proliferación de comitivas obligó a pedir el juramento expreso al monarca. Poco a poco, el feudalismo iba ganando peso. Los 150.000 hombres de los que pudo disponer Carlomagno, de los que 35.000 serían jinetes, se vieron reducidos a los 8.000 a 10.000 de sus enfrentados nietos, cuando Europa experimentaba un importante cambio a la sombra de Roma.

              Para saber más.

                F. Xavier Hernàndez, Història militar de Catalunya. Vol. I. Del ibers als carolingis, Barcelona, 2001.

                Maurice Keen (editor), Historia de la guerra en la Edad Media, Madrid, 2005.

                Geoffrey Parker (editor), Historia de la guerra, Madrid, 2010.

                E. A. Thompson, Los godos en España, Madrid, 1971.