LOS CONQUISTADORES CARTAGINESES Y LOS PODERES DE LA PENÍNSULA IBÉRICA. Por Esteban Martínez Escrig.
Tras la I Guerra Púnica los cartagineses no se dieron por vencidos ante los romanos, y emprendieron la conquista de la Península. Las empresas de los bárquidas tuvieron un acusado tono helenístico tanto por la grandeza de los objetivos propuestos como por el carisma de sus grandes protagonistas: Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. Con frecuencia se han destacado sus diferencias de carácter, pero los tres supieron emplear las armas y la diplomacia con soltura pareja.
En el 237 a. C. las huestes de Amílcar desembarcaron en la fenicia Gadir, muy posiblemente con las simpatías de parte de sus pobladores al menos. Los conquistadores no llegaron a una Península de desperdigadas tribus, sino de Estados en competición, de los que no disponemos todavía de toda la información deseable. La renovación de los estudios llevada a cabo por la arqueología en las últimas décadas nos permite reconsiderar los textos de los autores clásicos.
Los turdetanos, nacidos de la disolución de la confederación de Tartessos, escogieron como jefe militar a Istolacio, que no sería un rey sino un individuo de reconocido prestigio entre los pueblos que formarían la alianza anticartaginesa. La rapidez de la respuesta turdetana ante el peligro y la contratación de tropas iberas y celtas sugiere que no sería ocasional, sino una organización más estable provista de tesoro y de instituciones de coordinación. Tras la derrota de Istolacio, Amílcar incorporó a 3.000 de sus hombres, pero los turdetanos todavía dispusieron de energías para lanzar una segunda contraofensiva al mando de Indortes. Para disuadir nuevas acciones militares Amílcar se sirvió de la política del terror, también practicada en el mundo helenístico, torturando, arrancando los ojos y crucificando a la plana mayor de las fuerzas turdetanas.
Aunque entró triunfante en la oretana Cástulo, Amílcar terminó vencido y muerto ante Heliké por el astuto gobernante Orissón, capaz de desbaratar el asedio carataginés lanzando toros provistos de antorchas, mucho más efectivos que los habitualmente contraproducentes elefantes. Por Polibio sabemos que Orissón sabía jugar perfectamente en el tablero de la diplomacia, concertando un pacto con sus enemigos que más tarde quebrantaría en el momento oportuno. Su poder no era menudo, y tras ser derrotado por Asdrúbal entregó hasta doce ciudades.
Los pactos con los poderes locales eran muy inestables, y los cartagineses tuvieron la precaución de fundar una serie de establecimientos militares como Akra Leuka y Qart Hadashart, dotados de sofisticados medios poliorcéticos. Pese a que justificaron sus acciones ante Roma como una manera de saldar los 3.200 talentos de indemnización por la pasada guerra, sus conquistas habían puesto en tela de juicio el tratado del 348 a. C. Es muy probable que los mercaderes de la expansiva Roma ya conocieran la Península de primera mano.
De momento los romanos no emprendieron ninguna expedición a tierras peninsulares, y los cartagineses trataron de extender sus dominios. La recluta militar de los pueblos celtas del interior se mostró peligrosa cuando Asdrúbal cayó ante un servidor del caudillo Tago, obligando al joven Aníbal a realizar una atrevida incursión contra los olcades, sitos en la actual zona conquense. La extensión de su empresa hacia territorio vacceo sugiere, más allá de los motivos de aprovisionamiento, un vínculo con los olcades. Una relación muy similar quizá mantuvieran oretanos y carpetanos.
Desde la retaguardia celtíbera Aníbal lanzó a los turboletas contra Sagunto, cuyo martirio sería el prólogo de la II Guerra Púnica. En las negociaciones anteriores a su destrucción intervinieron Alcon por los saguntinos y por los cartagineses Alorco, dos notables peninsulares. Al tanto de las relaciones púnico-romanas, los aristócratas de Sagunto prefirieron inmolarse junto a su tesoro público y bienes particulares, expresando que Roma no conseguiría su riqueza a través del tributo cartaginés, sino luchando en el campo de batalla. En la gran disputa por el dominio del que luego se convertiría en Mare Nostrum los príncipes iberos y celtíberos fueron algo más que un sujeto paciente en manos de los titanes de las fuentes greco-latinas.