LOS CATÓLICOS INGLESES Y LA ESPAÑA DE FELIPE III. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los enfrentamientos entre España e Inglaterra en la segunda mitad del siglo XVI estuvieron dictados por razones políticas y económicas, pero también religiosas. El reinado de la católica María Tudor, casada con Felipe II, había dejado un amargo recuerdo en la Inglaterra protestante, y en la festividad de San Juan se abolió allí el antiguo culto católico.
No obstante, Isabel I se mostró cauta y en sus diez primeros años de reinado no se persiguió con dureza a los católicos, que se conformaron con el culto privado. Con el concilio de Trento se impuso un cambio, el de no transigir con el llamado cisma de Inglaterra. William Allen, que alcanzaría el cardenalato, fundó en 1568 en Douai, en los Países Bajos españoles, un seminario de misioneros. Además, el Papa Pío V declaró en 1570 la deposición de Isabel I y la liberación de obediencia de sus súbditos. La hostilidad entre el catolicismo y la reina fue desde entonces más que manifiesta, agravándose con la guerra contra España. No pocos católicos ingleses se exiliaron a ciudades como París, desde donde siguieron con interés los cambios políticos en Europa.
El 24 de marzo de 1603 subió al trono inglés Jacobo, hasta entonces rey de Escocia, y se atisbó un cambio político. Hijo de la católica María Estuardo, ejecutada en 1587, tuvo una formación calvinista, pero él era un ecumenista erudito. De su nuevo reino de Inglaterra le agradó su sistema episcopal, más dúctil a la autoridad real que el presbiteriano de Escocia. Además, en Inglaterra había más católicos que allí. En su círculo más cercano, su esposa Ana de Dinamarca abrazó el catolicismo.
Muchos de ellos esperaron del nuevo monarca una respuesta de conciliación política, como la sugerida por la carta de los católicos de Inglaterra. Se esperaba que se acabara con las leyes penales contra el catolicismo, las que impedían el culto, la posesión de tierras y el ejercicio de responsabilidades públicas, y el traer de Roma objetos y libros religiosos. A los sacerdotes se les podía ejecutar. Jacobo I aseguró al conde de Northumberland que no perseguiría a nadie que negara su autoridad, pero la cámara de los Comunes se opuso firmemente a toda concesión.
El camino para una cierta tolerancia y reconciliación estaba plagado de obstáculos. Se descubrió en 1603 la conspiración nobiliaria católica de Bye, que pretendía derrocarlo por su prima Arabela. Uno de sus desveladores fue el jesuita Garnet, que quiso evitar así importantes represalias. Entonces Inglaterra se encontraba todavía en guerra con España, y aunque se negociaba ya la paz también se promovieron acciones hostiles para mejorar la posición en la mesa de negociaciones. El condestable de Castilla, uno de los diplomáticos españoles encargados, entró en contacto en Flandes con Guy Fawkes. Procedente de una destacada familia de Yorkshire, se había convertido al catolicismo y sentado plaza como soldado en 1593 en el ejército español de los Países Bajos.
Fawkes formaba parte de los designios de otro destacado católico, Robert Catesby. Su padre había sido sancionado por no someterse a la Iglesia de Inglaterra, y él se había unido en 1601 al fallido levantamiento del conde de Essex contra Isabel I. Al salir de prisión, quiso alentar una invasión española de Inglaterra, que nunca se produjo. Sus planes condujeron a la llamada conspiración de la Pólvora, que el 5 de noviembre de 1605 pensaba volar por los aires el parlamento y acabar con el gobierno de Jacobo I. Fue un fracaso, pero Jacobo I no rompió la paz alcanzada con España en 1604 ni desató un baño de sangre al modo de María Tudor.
Los conspiradores fueron defendidos por una religiosa española llegada a Londres por aquellas fechas, Luisa de Carvajal y Mendoza. Los ingleses le habían decomisado sus disciplinas en la aduana, y la consideraron poco menos que una monja huida de un monasterio. Mantuvo una actitud tan comprometida como militante, digna de una luchadora de la Contrarreforma que buscaba el martirio.
En mayo de 1606 Jacobo I se conformó con exigir a los católicos un juramento de lealtad, abandonando la obediencia al Papa al estilo de los jesuitas. Los católicos ingleses se dividieron al respecto, como observó Luisa de Carvajal un mes más tarde en su correspondencia con el jesuita José Cresvelo. No todos tenían el valor de enfrentarse a las leyes. Además, opinaba que la paz hacía creer a los ingleses que España era blanda y que no movería ficha por aquéllos.
Con semejantes bríos, nada tiene de extraña su resolución. Aprendió inglés, evangelizó, visitó a presos católicos y fundó la compañía femenina de la Soberana Virgen María. Se quejó a inicios de 1607 de la afluencia de muchos sacerdotes a Inglaterra sin la preparación necesaria, que deberían ser puestos bajo la dirección de los jesuitas. Polemizó especialmente con los mercaderes londinenses, acendrados protestantes. El jesuita Garnet temió su martirio, pero la protección de la embajada española resultó de lo más eficaz.
No pudo evitarse que fuera temporalmente encarcelada en 1608 tras arrancar pasquines contrarios al Papa y entablar polémica en las calles. A su salida de prisión, proseguiría en su empeño. El 9 de diciembre de 1610 organizó un banquete en la cárcel de Newgate para veinte condenados, como el benedictino John Roberts, descuartizado al día siguiente. Tuvo Luisa la costumbre de guardar en cajas de plomo los miembros de los católicos descuartizados como reliquias. Al respecto, escribió el 19 de octubre de 1612 a la duquesa de Caracena:
“Cuando se les antoja a estos salvajes de poner los cuartos sobre las torres, no hay llegar a ellos. Las cabezas de todos las ponen así siempre, y cuando los entierran es junto a la horca, en un hoyo hondísimo y muy ancho, que hay mucha cantidad de tierra que quitar, y ponen sobre los Santos los ladrones que ahorcan con ellos. A éstos no los hacen cuartos; y así, bien se ve cuáles son los Santos.”
En 1613 el arzobispo de Canterbury ordenó su nuevo encarcelamiento, junto a tres mujeres más, bajo la acusación de conspirar contra la autoridad real y parlamentaria. Como Jacobo I deseaba preservar la paz con España, el embajador conde de Gondomar pudo liberarla, haciendo valer toda su energía y ascendiente sobre el rey. A cambio, Felipe III ordenó el retorno inmediato de Luisa a España.
El 20 de noviembre de aquel año aseguraría epistolarmente al duque de Lerma que había ido a Inglaterra por vocación de Dios, y que el brío y el valor del embajador le habían arrebatado una gloriosa corona de mártir. Murió en casa de Gondomar el 2 de enero de 1614, trasladándose sus restos en 1615 a España.
Los españoles no jugaron a fondo la baza de los católicos ingleses, demasiado débiles para alterar la situación de su reino. Sin embargo, constituían al mismo tiempo un riesgo para la preservación de la paz de 1604, favorable a los intereses políticos y comerciales de la Monarquía hispánica, pues para numerosos protestantes ingleses la amenaza del papismo y de España era bien real.
Fuentes.
Epistolario de Luisa de Carvajal y Mendoza. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
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