LOS AÑOS DE LOS MODERADOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

02.09.2020 11:22

 

                Una esperanza frustrada.

                Isabel II fue una persona longeva para su tiempo, que vivió setenta y tres años. Sin embargo, solo consiguió reinar apenas veinticinco. Cuando era una jovencita, muchos liberales de gustos literarios románticos y pasión por la historia le auguraban ser la nueva Isabel la Católica. La reina niña sería la nueva fundadora de una España fuerte y reformada. Bastantes estuvieron dispuestos a morir en su nombre contra su tío don Carlos. Pasados los años, fue denostada y aborrecida. En su exilio francés, ya entrada en años, solo consiguió arrancar cierto cariño de las observaciones del perspicaz Benito Pérez Galdós.

                Su matrimonio fue desdichado y su vida sentimental azarosa, llena de amantes de distinta condición. Se rodeó de una camarilla en la que figuraron personas como Sor Patrocinio, la Monja de las Llagas, que conmovió con sus estigmas la religiosidad simplona de la reina. Poco formada y de gustos populares que le merecieron el apelativo de la Reina Castiza, no supo ganarse a su pueblo. Sus preferencias políticas conservadoras, muy atentas a su autoridad, la inclinaron hacia los moderados, postergando con frecuencia a unos progresistas cada vez más descontentos. Sus relaciones con los generales que dominaban la política española fueron complicadas, sin dispensarle respeto ciertas confianzas. En su reinado se formaron hasta treinta y tres gobiernos, algunos tan breves como el del duque de Rivas del 17 al 19 de julio de 1854.

                A diferencia de su coetánea la reina Victoria de Inglaterra, no logró que las capas burguesas y medias en ascenso se identificaran con ella. Aunque no cometió las traiciones de su padre Fernando VII, acabó destronada la de los Tristes Destinos en 1868 creyendo “tener más raíces en este país”, una España muy distinta de la de 1833.

                Moderados y progresistas, las grandes familias liberales del reinado.

                En 1843, los liberales se dividían en dos grandes tendencias, la de los moderados y la de los progresistas. No formaban partidos políticos al modo de los actuales, con una organización burocrática y militantes, sino que eran agrupaciones elitistas alrededor de figuras significativas o notables. Dentro de ambas tendencias había distintos grupos, desde los más conservadores a los más aperturistas. Los grandes generales que encabezaron a moderados y progresistas se las tuvieron que ver con tales grupos, una tarea nada sencilla.

                El general Narváez fue cabeza visible de los moderados, mientras los progresistas conservaron el recuerdo de Espartero y más tarde contaron con Prim. O´Donnell simpatizó con los moderados más aperturistas e intentó atraerse a los progresistas más próximos para formarse su propia fuerza política. Serrano también intentó pescar en las aguas entre unos y otros.

                En el reinado de Isabel II ya se hizo visible el desencanto de parte de los españoles con la política, contemplada como algo turbio, apta para oportunistas. En el Diccionario de los políticos de Juan Rico (1855) se definiría la corrupción como “epidemia contagiosa que hace estragos horrorosos en el país de la empleomanía.”

                Cómo lograr el poder.

                Moderados y progresistas no accedían al poder como hoy, tras unas elecciones generales que les dieran mayoría suficiente para formar gobierno. La reina retiraba la confianza a un presidente de gobierno y se la daba a otro, que ante un Congreso de los Diputados con mayoría contraria podía convocar elecciones para lograr su propia mayoría, acudiendo a distintos medios de persuasión y coacción.

                Una vez conseguida la ansiada mayoría, formaba su consejo de ministros, que duraba lo que quisieran las facciones de su propio partido o lo que deseara la reina. Habitualmente, Isabel II no confiaba en políticos progresistas, más partidarios de sujetar el poder de la corona y de dar mayor protagonismo a los ayuntamientos. A veces los progresistas se retrajeron o abstuvieron de participar en unas elecciones así, considerando que solo a través de un pronunciamiento podían obligar a la reina a darles el poder. A diferencia de la Gran Bretaña coetánea, todavía en España no se alcanzó ningún acuerdo de turno pacífico entre partidos. Se tendría que aguardar a la Restauración.

                ¿Un país caótico?

                La imagen de la España de Isabel II es ciertamente odiosa: una reina irresponsable, unos generales omnipresentes, unos partidos divididos y egoístas y una clara injusticia social. Sin embargo, moderados y progresistas compartieron la idea básica de una monarquía parlamentaria, con todas sus limitaciones, y cada uno realizó parte de la tarea de modernización de la España del siglo XIX. Los moderados reformaron la administración y terminaron de poner en pie el Estado centralista, que ha durado con variantes hasta la Constitución de 1978. Los progresistas, en sus breves estancias en el gobierno, acometieron cambios económicos trascendentales para impulsar el desarrollo capitalista. En conjunto, sus reformas fueron similares a las francesas y superiores a las del imperio austriaco y ruso.

                Los moderados alcanzan el poder.

                En 1843, proclamada Isabel II mayor de edad, el progresista Salustiano Olózaga formó gobierno y disolvió las Cortes, con mayoría moderada.

                Los moderados, orquestados por Narváez, consiguieron de la reina la firma de una declaración en la que denunciaba haber sido obligada a disolver por Olózaga, que dimitió y huyó a Francia.

                Narváez quería la presidencia, pero consideró que todavía era muy temprano. Propuso entonces a González Bravo, antiguo libelista y crítico de María Cristina que pagaría su atrevimiento pasado. Entonces Narváez, el Espadón de Loja, fue nombrado presidente del consejo de ministros.

                El gobierno largo de Narváez.

                De mayo de 1844 a febrero de 1846, Narváez se puso al frente del gobierno y asumió al mismo tiempo el ministerio de la Guerra.

                Fue un decidido impulsor de la centralización administrativa, al modo francés. Las autoridades de cada provincia, el jefe político o gobernador civil y la diputación, se sometían a las órdenes del ministerio de la Gobernación, lo que facilitaba la intromisión en la vida de los ayuntamientos y la manipulación de las elecciones.

                La milicia nacional, muy proclive a los progresistas, se sustituyó por un cuerpo militar, la Guardia Civil, según un proyecto de González Bravo y el duque de Ahumada, con la misión de vigilar los caminos y evitar los desórdenes en el medio rural, muy afectado por el bandolerismo y las protestas campesinas.

                Con la reforma de la hacienda de Alejandro Mon, se creó el impuesto de consumos sobre los productos de primera necesidad, sustituyendo a tributos indirectos anteriores. Los consumos fueron recaudados por los ayuntamientos, encargados de la enseñanza primaria y de la sanidad, y resultaron muy impopulares entre las clases populares. Su cobro no evitó la ruina de las haciendas municipales.

                Se acabó con la autonomía universitaria para evitar críticas contra el gobierno desde las cátedras e impulsar contenidos más modernos, más acordes con el siglo XIX.

                Aunque se suspendió la venta de bienes eclesiásticos desamortizados para mejorar las relaciones con la Santa Sede, las medidas de los moderados fueron favorables a los grandes propietarios locales, fueran de origen noble o no. Estos poderosos o notables serían determinantes en la vida social de España.

                La Constitución de 1845.

                Algunos moderados, como Alejandro Mon, quisieron sustituir el principio de soberanía nacional de la Constitución de 1837 por el de compartida con la corona. Los progresistas, junto a los moderados puritanos, se negaron a entrar en semejante operación política y se elaboró una nueva Constitución sin proceso constituyente, con unas Cortes nombradas a tal efecto. 

                Narváez persiguió a la prensa crítica y al final se redactó una nueva Constitución, de soberanía compartida, la de 1845. La corona acrecentó sus poderes. El Senado fue enteramente de nombramiento real. El Congreso de los Diputados perdió poder y era elegido entre el 1% de la población, los contribuyentes de mayores rentas. El gobierno nombraría los alcaldes de las ciudades más importantes y supervisaría directamente la “libertad” de prensa. Los territorios de Ultramar serían gobernados por leyes especiales, que tampoco se redactaron en esta ocasión, con lo que en la práctica las gentes de Cuba, Puerto Rico y Filipinas se encontraron sometidas a la autoridad de sus capitanes generales, sin las garantías y derechos cívicos de las de la España peninsular.

                 El matrimonio de la reina y sus conflictos.

                Por mucho que algunos suspiraran por una nueva Isabel la Católica, la mayoría de los políticos de la época creían imprescindible un Fernando el Católico, que compensara la feminidad de la reina, según el machismo coetáneo.

                Tanto por su posición estratégica como por sus dominios ultramarinos, la suerte de España no dejaba indiferente a Gran Bretaña y Francia, que acordaron no pelearse por el matrimonio de Isabel II y evitar candidatos que no fueran de su gusto.

                La propuesta del filósofo catalán Jaime Balmés de casar a la reina con un hijo de Carlos V (secundada por el también filósofo Donoso Cortés), quizá muy favorable para la paz interior, fue torpedeada. Al final, Isabel II fue casada en 1846 con su apocado primo Francisco de Asís y Borbón. Considerado homosexual por sus ademanes, pese a sus hijos ilegítimos con algunas amantes, fue infamado como Paca o doña Paquita a nivel popular. El prestigio de la monarquía no se robusteció precisamente y los generales continuaron haciendo de las suyas.

                Los problemas del matrimonio de Isabel II hicieron dimitir a Narváez, en medio de las disputas entre moderados y los manejos en la sombra del financiero marqués de Salamanca, prestamista de militares y políticos. Impulsor del madrileño barrio de Salamanca, alentó que a Espartero se le hiciera senador. Fue el ejemplo consumado de agiotista o especulador.

                El descontento carlista eclosionó en Cataluña, donde muchos campesinos del interior se sumaron a sus partidas por el hartazgo de los consumos y las quintas militares. Entre 1846 y 1849 se libró una verdadera segunda guerra carlista, que ha sido llamada dels Matiners, en la que volvió a tomar parte el general Cabrera. Aunque los carlistas intentaron operar más allá de Cataluña, no tuvieron éxito. A partir de 1848, algunas partidas progresistas se sumaron a este escenario conflictivo, lo que ha llevado a algunos a hablar de alianza entre carlistas y progresistas, que nunca se dio. Los moderados buscaron el apoyo de los grandes terratenientes e industriales del Principado, muy molestos con el desorden, para acabar con el conflicto. Se empleó tanto la represión como la amnistía para reducir las filas carlistas.

                Para colmo, se produjo el levantamiento del coronel progresista Solís en Lugo en abril de 1846 y se formó una Junta de Gobierno de Galicia, considerada por los sublevados una colonia de la corte real española. Los nacionalistas gallegos la han visto como el amanecer de su causa. Sumó a sus filas a universitarios y profesionales de clases medias cercanos al republicanismo, pero las tropas de La Concha la derrotaron.

                Narváez vuelve al gobierno.

                Su retorno fue contestado, ya que el progresista Olózaga y el marqués de Salamanca instigaron rebeliones de tropas. Madrid se convirtió en un campo de batalla en 1848 y al ser vencidos los oponentes de Narváez, Salamanca tuvo que marchar a Francia. El marqués y el general eran enemigos a raíz de una mala recomendación de inversión en bolsa del primero que costó los ahorros del segundo.

                Tales hechos, que algunos atribuyeron igualmente a la mano de Gran Bretaña, coincidieron con la gran revolución europea de 1848, que conmovió a Francia (donde se proclamó brevemente una segunda república) y al multinacional imperio austriaco, entre otros. La agitación social también se dejó sentir en Gran Bretaña y Rusia se comportó entonces como el baluarte de la contrarrevolución.

                Durante las Tormentas del 48, Narváez ganó prestigió en la prensa conservadora europea como ejemplo de gobernante enérgico. Suspendió las sesiones de las minoritarias Cortes y deportó a 1.500 personas a Canarias, Filipinas y Guam.  En ese mismo año, se inauguró la línea férrea Barcelona-Mataró, la primera de la España peninsular.

                Narváez condescendió con la corrupción del conde de San Luis, ministro de exteriores, por la concesión de minas y ferrocarriles a compañías extranjeras. Las pretensiones de empleo de los hijos María Cristina y de su marido el avispado duque de Riansares llevaron al enfrentamiento y a una nueva dimisión de Narváez.

                La formación del partido demócrata.

                Una parte de los progresistas se sentían profundamente desilusionados con la marcha de la política, como José María Orense, el marqués de Albaida que había sido miliciano nacional.

                En abril de 1849 surgió el partido progresista demócrata, muy influido por los hechos revolucionarios franceses. Rechazaba la Constitución de 1845 y abogaba por una cámara única elegida por sufragio universal masculino. Partidario claro de la desamortización, defendía la intervención del Estado para reducir desigualdades sociales, en contra de ciertos postulados del liberalismo económico clásico. Estuvo en contra de las quintas o sorteos obligatorios para el servicio militar, que pesaban sobre las clases populares. El incipiente obrerismo tuvo cabida en sus planteamientos. Del partido demócrata irían surgiendo con el tiempo otros partidos de la izquierda española.

                El conservadurismo de Bravo Murillo.

                Al anterior ministro de Hacienda, Juan Bravo Murillo, correspondió en 1850 la presidencia de gobierno. Su perfil era mucho más técnico que el de Narváez, pero igualmente conservador.

                En 1851 firmó el concordato o acuerdo con la Santa Sede, en el que el Estado se comprometía a pagar la retribución del clero a cambio de la venta anterior de sus bienes. Intentó moralizar la vida pública, con escaso éxito, con la ley de contabilidad para inspeccionar los negocios y la fundación de la caja general del depósito del Estado para acabar con los desfalcos de los ministros.

                Redujo la circulación de moneda pequeña, inauguró la línea Madrid-Aranjuez y concluyó el canal de Isabel II, que proveería de agua a los madrileños en buenas condiciones, reduciendo el impacto del cólera en la capital.

                Su proyecto de reforma política resultó autoritaria incluso para muchos moderados. El gobierno al final pasó al corrupto conde de San Luis, que despertó una gran oposición entre todas las familias liberales.

                Para saber más.

                Miguel Artola, La burguesía revolucionaria (1808-1874), Madrid, 2001.

                Jesús Pabón, Narváez y su época, Madrid, 1983.

                Manuel Salcedo, Ramón María Narváez, Madrid, 2012.