LOPE DE AGUIRRE ROMPE CON FELIPE II.
Las relaciones entre señores y vasallos distaron de ser todo lo armoniosas que pretendieron las leyes. Las querellas entre ambos menudearon en todos los rincones de la Europa feudal y las guerras señoriales golpearon con dureza a sus gentes. Algunos historiadores han comparado el feudalismo europeo con el japonés, donde el shogun dispuso en los siglos XVII y XVIII de importantes poderes para privar a sus subordinados de sus honores. Los monarcas europeos también se esforzaron al respecto, pero incluso las leyes castellanas reconocieron el derecho a desnaturarse, a renunciar a su obediencia, a los vasallos. La figura de Rodrigo Díaz de Vivar resulta emblemática de ello.
Los reyes castellanos, particularmente Juan II y Enrique IV, se vieron en serios aprietos en numerosas ocasiones por la actitud levantisca de sus teóricos fieles, que pusieron en tela de juicio su autoridad. Bajo Isabel I se impuso en Castilla la fuerza de la monarquía, que no renunciaría a ponerla de manifiesto en las Indias. Las enormes distancias y el protagonismo de los conquistadores cuestionaban tal propósito de manera práctica. Nada dispuestos a tolerar la eclosión de una nobleza indiana semejante a la castellana, los reyes se aplicaron a evitarlo desde los días de Cristóbal Colón. Sus oidores de las audiencias y sus visitadores tuvieron agrios roces con aquéllos. Se trató de limitar el alcance de sus encomiendas y la aplicación de las Leyes de Indias levantó una intensa oposición en el Perú, donde los españoles se habían combatido entre sí denodadamente.
El inquieto Lope de Aguirre, que tanto ha dado que hablar, se entiende mejor en este competitivo mundo. Aspirante a gran señor, su empresa no se vio coronada por el éxito. En su célebre carta a Felipe II de 1561, contrapuso con amargura los padecimientos sufridos por los conquistadores en Indias con las comodidades de los monarcas que permanecieron en España. Carlos V nunca acometió una empresa semejante individualmente. Según Lope de Aguirre, Felipe II reinaba sobre el Perú gracias a la energía de hombres como él. Su autoridad reposaba sobre el esfuerzo ajeno. Tal mérito daría pie a una monarquía más contractual que cesarista.
Según un uso frecuente de la época, Lope de Aguirre cargó contra los gobernadores y jueces reales, pésimos informadores de un Felipe II que actuaba con ingratitud, el amargo contrario de la generosidad asociada al señorío, simbolizado en la caldera, sustanciado en la mesa donde se dispensaban toda clase de viandas a los vasallos.
Pieza valiosa del sistema de control regio, los sacerdotes cargaron numerosas veces contra los excesos de los conquistadores para proteger a los amerindios, teóricos beneficiarios de la evangelización, cuyas almas no eran bien atendidas por sus dominantes señores. Lope de Aguirre no ahorra críticas contra su conducta indecorosa. El anticlericalismo, muy vivo entre muchos europeos del Renacimiento, eclosionó con fuerza en este caso. El orden real era cuestionado en Indias.
De todos modos, Lope de Aguirre no renunció a su herencia cultural y a su orgullo de cristiano viejo. Llegó a manifestar que a las palabras de Felipe II se les hacía menos aprecio que a las obras del igualmente aborrecido Lutero. En uso de su libertad, dejó de considerarse su vasallo. En su empeño lo siguieron tipos como el capitán de infantería genovés Juan Gerónimo de Espíndola, el capitán de caballería andaluz Diego Tirado (al que los oidores habían privado de sus amerindios), el también andaluz capitán de su guardia Roberto de Coca, el alférez valenciano Nuflo Hernández o el pagador conquense Juan López de Ayala. Al final fracasaron en su empeño de lograr una encumbrada posición, pero su ira sacó a relucir las contradicciones del dominio español de América del siglo XVI.
Fuentes.
Francisco Vázquez, El Dorado. Crónica de la expedición de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre, Madrid, 2007.
Víctor Manuel Galán Tendero.