LAS RAÍCES DE LOS PROBLEMAS ALEMANES DEL SIGLO XX.
En la década de 1920, las personas echaron la mirada atrás y contemplaron las vísperas de la Gran Guerra como unos años dichosos, que fueron truncados violentamente. Las gentes, según esta versión de la Historia, habían alcanzado importantes cotas de prosperidad y el progreso continuaba raudo su camino. Algunos llegaron a pensar antes de 1914 que la guerra sería impensable, porque los ciudadanos se opondrían a la misma contra los gobiernos belicistas.
Los historiadores posteriores han contemplado las cosas de manera más amarga, pues la Gran Guerra sería el resultado casi inevitable de la Era del Imperialismo y de la colisión de las grandes potencias, como el II Imperio alemán que reclamaba mayores cotas de influencia en el mundo.
Sobre Alemania ha pesado durante mucho tiempo el debate historiográfico, tanto por su responsabilidad en el desencadenamiento de la guerra como en las consecuencias del conflicto. El nazismo se desarrollaría en un clima marcado por los reveses y la exaltación nacionalista. La fecha de 1914 vuelve a adquirir una elevada magnitud histórica.
Si pasamos nuevamente a la década de los veinte, la de la República de Weimar, comprobamos que los contemporáneos albergaron una percepción distinta de la actual. Los liberales demócratas sostuvieron que los alemanes eran más inclinados hacia la moderación que los franceses, que tenían en su haber la furia de la Revolución. De temperamento filosófico, se decantaban hacia la moderación. La ascensión al poder de Hitler puso en entredicho gravemente tal opinión.
La existencia de la República de Weimar fue bastante azarosa, marcada por las tensiones socio-políticas y una vida parlamentaria bastante fragmentada. Hasta cierto punto, tuvo sus raíces en las características de la Alemania de preguerra.
En su régimen político, destacaba legal y socialmente la figura del emperador, en este caso la del orgulloso Guillermo II, particularmente en política exterior, lo que no siempre gustó a políticos e intelectuales coetáneos. Su personalismo vino acompañado de una política que reclamaba de forma agresiva el lugar que correspondía a Alemania en el mundo, nada prudente en comparación con la del canciller Bismarck. Por muy criticadas que fueran algunas de las decisiones de Guillermo II, una parte importante de los alemanes aceptaron la necesidad de un gobernante fuerte y enérgico, capaz de contener a sus enemigos nacionales, una herencia ideológica que pasaría magnificada al nazismo.
En el II Imperio alemán, el gobierno era poco controlado por el parlamento a la par que dependía demasiado del criterio de la corte imperial. El parlamentarismo no había alcanzado en Alemania el vuelo de Gran Bretaña o Francia, y se encontraba todavía muy vinculado a fórmulas del liberalismo más conservador, en las que la Corona gozaba de grandes prerrogativas. A este respecto, el caso alemán presenta similitudes con el español.
En vista de ello, cancilleres como Theobald von Bethmann-Hollweg se presentaron en consecuencia como seguidores de una política diagonal, de disponer de varias formaciones políticas puntualmente sin casarse con ninguna, que pretendía superar la política partidista en beneficio de la nación. La vieja utopía de la unanimidad nacional del liberalismo clásico se convirtió en un argumento nacionalista con importantes consecuencias durante la guerra y después de la misma.
La división de la vida política parlamentaria era el resultado de unos partidos que no alcanzaban la mayoría suficiente en la cámara. Ciertas alianzas puntuales no evitaron discrepancias entre los terratenientes del partido conservador y los industriales del liberal. La irrupción con fuerza de la socialdemocracia en la vida pública alemana, con representantes en el parlamento, determinó la necesidad de acometer reformas electorales y fiscales, que se fueron postergando por una tendencia política cada vez más conservadora.
En los años previos a 1914 se verificó asimismo el menoscabo de la autoridad civil por la militar, especialmente en territorios nacional como estratégicamente tan sensibles como Alsacia y Lorena (reclamadas por Francia), donde el reclutamiento suscitó importantes abusos. Los responsables del ejército no fueron corregidos, y se interpretó toda corrección a los militares como una traición contra el espíritu nacional. Como cuerpo, el ejército se apoyó en el mismo emperador, formando un peligroso binomio de “salvaguardas” de la nación. Años más tarde, Hitler y los generales pactaron, por mucho que alimentaran intereses particulares, que se harían visibles al compás de las derrotas de la II Guerra Mundial.
En el exterior, la imagen de Alemania y de sus gentes cada vez se caricaturizó más, aunque Alemania atesorara un sólido grupo de eruditos, intelectuales y creadores antes de 1914, como el sociólogo Max Weber. Su criterio fue generalmente más prudente que el de Guillermo II, pero sus voces más críticas no se escucharon en la medida de lo deseable. Sería una tragedia que los alemanes pagarían muy cara en el siglo XX. La Gran Guerra agudizaría los problemas y la República de Weimar no podría resolverlos satisfactoriamente, lo que inclinaría fatalmente a Alemania hacia el nazismo.
Bibliografía.
Cecil, Lamar, Wilhelm II: Prince and Emperor, 1859-1900, Universidad de Carolina del Norte, 1989.
Macdonogh, Giles, The Last Kaiser: William the Impetuous, Londres, 2001.
Víctor Manuel Galán Tendero.
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