LAS LECCIONES DE CHURCHILL A TRAVÉS DE ROY JENKINS. Por Pedro Montoya García.

08.11.2017 15:59

        

    Tras ver el tráiler The Darkest Hour, en el que se anticipa una magistral actuación de Gary Oldman,  sentí la necesidad de leer la biografía de este conocido héroe británico; tropecé en la biblioteca con la escrita por  Roy Jenkins, destacado político del Reino Unido durante la década de los 60 y 70 del siglo pasado. Una obra de 1000 páginas documentada de forma estoica, con algunos pasajes en los que la minuciosa descripción de los detalles da que pensar si el escritor estuvo presente en ellos.  Una obra a la altura del personaje, por tanto, imposible de resumir en un artículo las seis partes cronológicas en las que autor divide la obra; así que trataré de extraer las principales lecciones que he adquirido.

    En cuanto al personaje, Churchill dedicó su vida a convertirse en Churchill: en el Churchill universal que él mismo inmortalizaría. Convertirse en Churchill requirió, aparte de una vida,  una serie de atributos: valentía para alcanzar la gloria como soldado y como corresponsal de guerra; sabiduría para convertirse en un buen político y primer ministro; tenacidad para liderar a un país en la guerra. En la obra de Hegel Lecciones de la Historia Universal —en concreto hablando de Napoleónescribía sobre los “héroes”:

«Tampoco quisieron serlo, sino sólo cumplir su fin […]. Han sabido satisfacerse y realizar su fin, el fin universal. […]No es, por tanto, la dicha lo que eligen, sino el esfuerzo, la lucha, el trabajo por su fin. Cuando llegan a alcanzar su fin, no pasan al tranquilo goce, no son dichosos. Lo que son, ha sido su obra.».

    La obra de Churchill, como todo humano,  se compone tanto de éxitos como de dolorosos fracasos —relatados ambos de forma objetiva por el autor— que le afectaron con dureza, caso especial de Gallipoli, sombra que le acompañaría siempre para dejarle dudas perennes sobre sí mismo; o como la derrota Tobruk, momentos en los que dudó del ejército Británico: sí, Churchill se sintió en ocasiones decepcionado por la cobardía del ejército de su majestad y la valentía del alemán; sentimientos parecidos a las pérdidas de Hong Kong y Singapur.... O tras perder las elecciones una vez terminada la guerra, algo que tomó casi como una traición del pueblo británico. Esas adversidades, esas desgracias son inherentes a quien como describía Hegel debe alcanzar su obra; de hecho, el ser capaz de superar esas adversidades, incluso con exigencias de sobreesfuerzo al hígado, era lo que necesitaba para convertirse en una leyenda. Además, en momentos clave de su vida, en situaciones límite como cuando cayó prisionero en Sudáfrica,  en el embudo de Dunkerque o en la Batalla de Inglaterra, la suerte quiso coronarlo como un favorito de la fortuna y favorecerlo para contradecir a aquellos que no creen en los milagros.     

    Un aspecto del libro que me ha traído al momento político actual es la lucha que mantuvo siempre Churchill contra y a favor de los sentimientos. Un político, un líder, no puede y no debe dejarse influenciar por los sentimientos propios y los sentimientos ajenos, que no son estos últimos en ningún caso ajenos, porque son los de un pueblo que te echas a tus espaldas. La toma de decisiones en política nunca puede dejarse influenciar por sensibilidades,  nada más que de realidad, esa frase tan citada últimamente: «Os dieron a elegir entre deshonor y guerra, elegisteis deshonor…». La realidad hay verla y no imaginarla, por muy dura que sea; tomar la realidad tal como se presenta, no como nos gustaría. Una gran diferencia que distinguió a Churchill de Hitler, mucho más  irracional este último.

     Sin embargo, por otro lado, la política es todo sentimiento, sus discursos, a los que en un principio muchos de sus compañeros de la Cámara de los Comunes no calcularon su importancia, supusieron una victoria dentro de una derrota casi dada por descontada. La realidad era la Guerra, para ganarla estaba convencido de que necesitaban a los Estados Unidos, a lo que se dedicó con empeño prioritario para convencer a los compatriotas de su madre. Viajó en innumerables ocasiones al otro lado del Atlántico, a pesar del enorme riesgo; al final los terminaron por convencer los japoneses.

    El sentimiento era el Bulldog inglés, unos colmillos que no van a rehuir la pelea, al contrario, ya tenga delante un perro, un oso o un león. La guerra se ganaba muriendo y matando en los campos de batalla, algo que jamás olvidó y siempre que pudo asumió los riesgos para retratarse cerca de los soldados. Él había sido uno de ellos, mensaje que transmitió a sus combatientes, muy pocos políticos podían mirar a los ojos de los hombres que mandaban a morir. Y el escritor infatigable que sería Premio Nobel, se dedicó con maestría a impregnar con una lingüística precisa al pueblo en resistencia, esos que producían comida y fabricaban armas, la tenacidad que requería el momento histórico.

    El Bulldog era un héroe de guerra y un maestro de la lengua inglesa, pero faltaba el toque final: la imagen que vendiera la victoria. Y así ha quedado para la historia su sombrero, el puro y el signo de la “V” con los dedos índice y medio.

    Como decía, el libro me ha traído al momento político actual: ¿Es el gobierno nada más que la practicidad y lo políticamente conveniente? ¿Son los dirigentes independentistas un cúmulo de sentimientos y una disparatada imagen? ¿Les ha faltado a unos dosis de realidad y a los otros de sentimientos a favor de los suyos?

    De aquello no me cabe duda es que ninguno de ellos es Winston Churchill.