LAS GUERRAS DE LOS AUSTRIAS Y LOS MUNICIPIOS ESPAÑOLES. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

04.08.2024 11:19

               

                Las tropas reales desplazan a las huestes municipales de Aragón.

                El reino de Aragón se encontraba expuesto a serios peligros internos y externos en la segunda mitad del siglo XVI, durante el reinado de Felipe II. Si los bandos de todo tipo ensangrentaban la vida aragonesa, la vecindad con una Francia en guerras civiles de religión y hostil a España añadía no pocas preocupaciones.

                Los virreyes tuvieron ante sí una ardua tarea. La comunidad de Calatayud, comprendidas sus aldeas, fue requerida el 3 de mayo de 1588 por la autoridad virreinal para poner en pie una fuerza militar contra las gentes de mal vivir del reino. Los municipios aragoneses contaban con huestes propias desde la Edad Media, y ahora la ciudad de Calatayud debía aprestar trescientos hombres y quinientos su comunidad de aldeas. Tal contingente sería armado con mil arcabuces comprados en Vizcaya, debiéndose pedir permiso al Consejo de Guerra para que salieran de tierras vizcaínas y pasaran por Navarra.

                Semejantes inconvenientes eran el fruto de la naturaleza compuesta de la Monarquía hispana, con reinos dotados con sus propias leyes e instituciones, a respetar por el mismísimo monarca y sus servidores. Cuando el gobernador de Aragón necesitó artillería el 5 de septiembre de 1588, tuvo que requerirla al arzobispo de Tarragona, en su calidad de señor, para que los cónsules de la ciudad dieran el visto bueno para entregar de dos a tres piezas, aunque no fueran de titularidad municipal. Los cañones tarraconenses, a diferencia de los de Arbeca, se encontraban bien encabalgados y aderezados.

                Poner en estado de guerra una fuerza local no era, precisamente, algo sencillo, por mucha disposición que los naturales tuvieran al combate. El 16 de julio de 1590 se tuvo por conveniente que se dispensaran arcabuces de cuerda a las gentes de los valles de Benasque y de su vecindad, tan cercanos a Francia. El capitán Ferrer sería el encargado de la instrucción militar, acomodándola al orden de batalla más apropiado. Sin embargo, semejantes disposiciones no se avenían bien con las leyes del reino. La guarda de los pasos fronterizos, a encomendar a gente de confianza, también planteó problemas.

                El conflicto entre el rey y el reino estalló en 1591 de resultas del problema de Antonio Pérez. Las fuerzas reales se impusieron y se desplegaron tropas en Aragón para ejecutar la voluntad de Felipe II, entonces enfrascado en una guerra de proporciones europeas.

                Los soldados mercenarios no mantuvieron relaciones nada cordiales con los naturales, por muy partidarios que fueran de la acrecentada autoridad real. En el verano de 1592 alcanzaron fama las insolencias militares en La Almunia de doña Godina. Se temió que los incidentes provocaran un incendio político en Aragón, hasta tal extremo que la misma Zaragoza temió ser saqueada por unos soldados amotinados, al modo de los sucesos acaecidos años antes en los Países Bajos.

                Las pendencias de las gentes de Aragón con los soldados se agravaron en abril de 1593 por la carencia de trigo y cebada. A veces, la autoridad militar castigaba a los naturales sin observar las leyes aragonesas. Los problemas de abastecimiento, alojamiento, temperamento y observancia de leyes y costumbres agriaron las relaciones de las tropas con los civiles, como sucedía igualmente en otros puntos de Europa.

                En tal tesitura, por mucho que Felipe II hubiera dado un golpe sobre la mesa, los jurados de Zaragoza y de Monzón se quejaron amargamente al Consejo de Aragón en mayo de 1593. Los últimos consideraron los últimos ocho meses de estancia particularmente penosos. De todos modos, las oligarquías aragonesas no siguieron tras los sucesos de 1591 la vía de las catalanas en 1640, cuando la protesta popular las desbordaría. Al expresar su deseo de que la carga fuera asumida por otros, observándose las mismas consideraciones que se habían tenido con Tarazona, procedieron de igual modo que sus homólogos sorianos y de otros puntos de Castilla enfrentados al paso y estacionamiento de tropas, mientras las milicias locales adolecían de problemas de reclutamiento, dotación e instrucción. Se anunciaba el calvario militar de la Monarquía hispana del siglo XVII.

                 Soria, entre la pérdida de población y el paso de tropas.

                El esfuerzo militar de las monarquías del Antiguo Régimen recayó con pesadez sobre las espaldas de sus súbditos, organizados en una sociedad de Estados. Dentro de las gentes del común, como eran conocidas en Castilla, los municipios tuvieron una función de primer orden para recabar toda clase de recursos y ponerlos a disposición de las fuerzas reales.

                Soria, con voto en Cortes, diferenció entre las instituciones y gobierno de la Ciudad y las de su Tierra, organizada en sexmos con sus aldeas. La prosperidad lanera del siglo XVI declinó en el XVII, cuando los compromisos españoles en Europa se hicieron más severos. La reanudación del conflicto abierto con las Provincias Unidas y la guerra de los Treinta Años supusieron un reto de primera magnitud.

                La hacienda de los sorianos encajó con graves problemas el donativo de 1625, añadido a las habituales exigencias tributarias de las rentas castellanas, las de las alcabalas y los millones. Sin embargo, el dinero fue una parte del problema, ya que también se exigieron soldados, cuando la falta de personas se dejaba notar en numerosas comarcas castellanas. En 1629 se solicitó a Soria y a Ágreda levantar conjuntamente una fuerza de doscientos cincuenta infantes. Se llegó al extremo al año siguiente de vigilar a los posaderos para que no contrataran a gentes de fuera y desertores.

                Como zozobró el intento de reforma fiscal de cambiar los millones por la imposición de la sal, los problemas prosiguieron mientras los combates se sucedían en distintos frentes. En 1634 se pidieron ciento cincuenta infantes para servir en el presidio de Fuenterrabía. Los gastos deberían de ser subsanados por una feria a celebrar en septiembre en Soria.

                En tal río revuelto siempre hubo pescadores prestos a obtener ganancia. Don Esteban de la Peña, regidor perpetuo que residía en Madrid, se hizo con la escribanía de los millones de Soria por el donativo de dos mil ducados para las interminables guerras en 1635, cuando se declaró la guerra abierta con Francia.

                El frente de guerra se acercó a las tierras sorianas, padeciéndose los inconvenientes del paso de tropas. Se tuvo la fortuna de evitar en 1636 que veinte compañías de soldados de camino a Aragón pasaran por Soria. La Tierra de Soria pidió alcanzar un acuerdo con la Ciudad en 1637 sobre el ensanche o alojamiento de soldados, que había perjudicado a los labradores y despoblado tierras. Más de un militar no tuvo consideración de las personas y de las haciendas de los sorianos, por muy súbditos que fueran del rey que servían. El sargento Merino, ya en Pamplona, fue acusado en 1638 de desfalco. En 1640 se alojó en las aldeas sorianas la compañía del capitán Martín Núñez. Además, un tercio de ochocientos soldados irlandeses y valones, acompañados de sus mujeres e hijos, causaron problemas en su paso hacia el territorio de Cantabria, cuantificándoselos daños en mil ducados. Nuevamente se pidió bajar el montante de las alcabalas, pero todo fue en vano. Aquel 1640 trajo mayores complicaciones si cabe.

                Vinaroz, plaza de armas frente a la Cataluña contraria a Felipe IV.

                Las obligaciones militares formaron parte de la vida cotidiana de los vecinos de la villa de Vinaroz durante la época de los Austrias. Formaba parte de una de las encomiendas de la orden de Montesa, pero disponía de su propio gobierno municipal. Acostumbrado a guardar los cercanos Los Alfaques y a combatir las incursiones de las naves otomanas, su vecindario recibió los elogios del cronista Rafael Martí de Viciana a mediados del XVI por su organización de cuño militar, apercibimiento y disposición, de las mejores del reino de Valencia en su opinión. Protegida por un muro con torres y baluartes, fortalecido por un foso en la peña, la villa albergaba una comunidad de comerciantes, navegantes y pescadores de singular valor. Era, además, una valiosa escala en la costa mediterránea.

                El peligro provino hasta 1640 del Mediterráneo. En 1627 su hueste consiguió hacerse con el dominio de una tartana musulmana bien provista de armamento, lo que no dejó de suscitar serias dudas sobre el reparto del botín. En la villa no se bajó la guardia, recibiéndose pólvora desde Alicante en 1632.

                Sin embargo, las cosas se complicaron sobremanera con la insurrección catalana contra la autoridad de Felipe IV, especialmente cuando los franceses hicieron causa común con los sublevados. Vinaroz, tan cercana a Cataluña, se ubicó con mayor intensidad en una verdadera frontera o área de guerra de la Monarquía. Su valor estratégico se acrecentó, pues por su puerto transitaron las tropas procedentes del Rosellón y de otros puntos en 1640. Un contingente de unos cuatro mil soldados irlandeses al servicio de Felipe IV pasaron por aquí en 1653. El alojamiento de los soldados resultó lesivo para un sobrecargado vecindario. En el hospital militar se atendió a muchos, algunos afectados por la temida peste, que golpeó el territorio entre 1648 y 1651.

                Es normal que en aquellas circunstancias las autoridades reales pretendieran mejorar las condiciones portuarias vinarocenses. Se pensó en construir una dársena para cincuenta galeras. Además, en 1643 se solicitó la construcción de un baluarte de defensa de su playa. Ya en 1640 las autoridades reales ordenaron a las embarcaciones portuguesas que navegaran hacia Valencia que se dirigieran a Vinaroz.

                Al ser base naval y lugar de tránsito de tropas, la villa se convirtió en sede de pagaduría, circulando buenas cantidades de moneda, que tuvieron que ponerse a buen recaudo ante la amenaza de la armada francesa en 1641. La plaza también sirvió para abastecer a las tropas que se desplegaron por tierras aragonesas en la campaña de 1645. Vinaroz, por ende, se erigió en un punto importante del sistema logístico de las fuerzas hispanas, en la que se emplazó desde 1642 una junta de guerra para supervisar la defensa de Tortosa y Tarragona, en manos de los partidarios de Felipe IV.

                Sin embargo, las tropas francesas y de sus aliados catalanes, comandadas por el general Marchin, tomaron Tortosa en el verano de 1648, lo que ocasionó no pocos quebraderos de cabeza a los vinarocenses. Sus tratos comerciales y sus tareas agrícolas padecieron una seria perturbación, agravada por las incursiones enemigas. Quien caía prisionero debía pagar rescate, al igual que por sus acémilas. Los acrecentados gastos, junto a la inseguridad, hundieron el crédito, incrementaron la deuda y redujeron los ingresos fiscales. En agosto de 1649 se temió que Vinaroz cayera de resultas de un ataque francés, que alarmó enormemente a los vecinos y a las autoridades valencianas. 

               En el otoño de 1650, las fuerzas hispanas, con el marqués de Mortara a la cabeza, consiguieron expulsar de Tortosa a los franceses. Un reino de Valencia todavía herido por la peste contribuyó en la medida de sus posibilidades, disparándose los gastos extraordinarios de Vinaroz entre 1648 y 1655. Las circunstancias de la frontera militar impusieron una severísima factura.

              Fuentes y bibliografía de consulta.

                ARCHIVO DE LA CORONA DE ARAGÓN.

                Consejo de Aragón, Legajos 0071, 0288 (080), 0567 (007 y 010), 0872 (121) y 1355 (038).

                Enrique Díez Sanz, Del siglo de oro al de bronce. Las repercusiones de la política imperial en Soria y su Tierra en los siglos XVI y XVII, Soria, 2019.