LAS DIPUTACIONES PROVINCIALES EN LA HISTORIA DE ESPAÑA. Por Mª Carmen Martínez Hernández.
Las diputaciones provinciales son una de las instituciones político-administrativas menos conocidas de la historia de España, sin embargo no sólo han sido unas instituciones clave en la consolidación del Estado español contemporáneo, sino también en la configuración y desarrollo de sus respectivas provincias. Pese a su significativa aportación su tarea sigue siendo bastante desconocida.
Las diputaciones provinciales son hijas directas de la Constitución de 1812, de la revolución liberal que puso fin al Antiguo Régimen a comienzos del siglo XIX y que conllevó un nuevo régimen político-administrativo, con una organización burocrática y centralizada, implantando lo que se denomina el Estado liberal. El proceso de instauración del Estado nacional español supuso una larga y dificultosa trayectoria durante los siglos XIX y XX, a lo largo de los cuales hubo etapas de estabilización, que concluyen con sucesivas impugnaciones del sistema. El modelo más duradero, en estas dos centurias, fue el del Estado unitario y centralista, en el que la provincia se constituye en el campo uniforme de actuación política y administrativa de este proyecto centralizador. No obstante, este modelo va a ser cuestionado en periódicas contrapropuestas reformistas y federalizantes.
El Estado nacional se va a configurar sobre un territorio español parcelado en provincias, la mayoría de las cuales se basaron, fundamentalmente, en los antiguos reinos, configuración provincial que caló y cristalizó de modo que se ha mantenido durante dos siglos. Sin embargo, en cada uno de los cambios políticos que se fueron dando a lo largo de ambas centurias la provincia, y con ella la diputación, siempre fue cuestionada. No obstante, la provincia quedó sancionada en la Constitución de 1931 y continuó hasta nuestros días, aunque no exenta de polémica en el momento de la configuración autonómica. La provincia, pues, se erige, como poder intermedio entre el municipio y el Estado, como el campo uniforme de actuación política y administrativa, y sobre ella se fueron creando instituciones para gobernarla como fueron el gobierno civil y la diputación provincial.
La división territorial de la Península, según el artículo 10 de la Constitución de 1812, seguía aproximadamente la división histórica en reinos, si bien el texto constitucional no indica qué tipo de territorio es, y comprendía: Aragón, Asturias, Castilla la Vieja, Castilla la Nueva, Cataluña, Córdoba, Extremadura, Galicia, Granada, Jaén, León, Molina, Murcia, Navarra, Provincias Vascongadas, Sevilla y Valencia, las islas Baleares y las Canarias. Este territorio quedaba a la espera de una división más conveniente, cuando las circunstancias políticas nacionales lo permitiesen. No obstante en el Título VI, capítulo II dedicado a su gobierno, la Constitución habla de provincias en las que se establecerán una diputación, de modo que las diputaciones aparecen como instituciones que ejercerán su actuación en el marco territorial de la provincia. Las primeras diputaciones no se insertan en estos marcos territoriales hasta el decreto de 23 de mayo de 1812.
Palacio de la Merced, sede de la Diputación de Córdoba.
En su estudio sobre la Constitución de 1812, Diego Sevilla Andrés señala que la administración del Antiguo Régimen impedía la canalización y satisfacción de los intereses particulares, sometiendo las operaciones de la vida civil a un reglamentismo que encorsetaba la iniciativa privada. Se pretendió encontrar un equilibrio entre la autoridad del Gobierno y la libertad de los súbditos, ya que se consideraba que el “verdadero fomento consistía en proteger la libertad individual en el ejercicio de las libertades físicas y morales de cada cual según su inclinación o necesidad”. Para conjugar esos principios liberales en la práctica nacional eran necesarias instituciones que llevases a cabo ese “sistema que conjuga autoridad gubernamental con libertad de iniciativa individual”, una de las cuales serán las diputaciones provinciales. Éstas, pues, se presentan como “instituciones típicas que sirven a los intereses de una concepción liberal del Estado, encaminadas a resolver deficiencias y fraudes que una concepción más intervencionista y reglamentista del Antiguo Régimen había originado en la acción política, económica y financiera del Estado, y también a fomentar la prosperidad de la provincia en general y de los pueblos en particular”.
Un segundo y definitivo paso en la instalación de las diputaciones lo constituyó el decreto de 23 de junio de 1813 aprobando la instrucción para el gobierno económico y político de las provincias. En él se pretende esclarecer y orientar el funcionamiento económico-político de las provincias y sus órganos esenciales que eran el jefe político, las diputaciones y los ayuntamientos, si bien no indica mucho respecto a la estructura orgánica de los mismos, pero si sobre sus competencias. En lo tocante a las diputaciones, éstas quedan facultadas para resolver los recursos de particulares o de los pueblos en lo concerniente a los agravios en materia de contribuciones o reemplazos para el ejército, sin ulterior recurso. Es una función en la que las diputaciones gozan de un mayor poder ejecutivo, pero en lo demás las funcione de la Diputación son meramente consultiva ya auxiliar. Ellas deben velar, promover, o fomentar las cosas pertenecientes al bien público, la autoridad y responsabilidad del mismo recae en el jefe político. Este y las Cortes controlan las diputaciones, las cuales a su vez controlan los pueblos, sobre todo en lo concerniente a la inversión de fondos públicos y control de cuentas. Desde la perspectiva de sus atribuciones las diputaciones aparecen, en sus inicios, como cuerpos meramente económicos.
La Instrucción de 23 de junio de 1813 viene a confirmar el mismo espíritu centralizador que animó a la Constitución de Cádiz, traducido en una organización jerárquica y de subordinación. El Estado liberal continuaría con el centralismo del Estado absolutista, en este renovado centralismo que, de una parte denunciaba el provincialismo y temía los efectos federalistas, paradójicamente permitió la continuación de poderes periféricos y de algunos particularismos, que harían que lo local tuviese gran importancia en la época contemporánea y a la vez que fuese compatible la nación y las provincias, ya que se implicaban mutuamente. En la práctica las diputaciones provinciales acabarán siendo organismos de las oligarquías locales que, al margen de la legalidad, reproducirían comportamientos pactistas de mano del clientelismo y el caciquismo. No obstante, independientemente de los mecanismos políticos, hay que reconocer que las diputaciones provinciales fueron unos eficaces instrumentos en el cumplimento de uno de los fines para el que fueron creadas: el fomento de los intereses morales y materiales de la provincia, y en ellos entran los de sus municipios. Como señala Marc Baldó, sobre todo para las diputaciones de la segunda mitad del siglo XX, España entera, y en la provincia de Valencia es manifiesto, se halla esmaltada de obras públicas, casas consistoriales, carreteras provinciales, alcantarillado rural, instituciones sanitarias, benéficas, bibliotecas públicas municipales, parques públicos, servicios, etc. promovidos por las diputaciones provinciales.
Palacio de la Generalitat, sede de la Diputación de Valencia.