LAS DE SAN QUINTÍN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Fue la primera y la última vez que Felipe II, el hijo del guerrero César Carlos, presenció un campo de batalla. En recuerdo de su triunfo consagró a San Lorenzo El Escorial, la gran obra arquitectónica de su dilatado reinado, donde escogería ser sepultado. Los aspectos más sórdidos de la toma de San Quintín, después de la más célebre batalla, se fueron olvidando poco a poco.
Tras la abdicación de Carlos I el joven rey don Felipe, casado con María de Inglaterra, permaneció en los Países Bajos. A comienzos de 1557 los franceses rompieron las treguas, y atacaron sin fruto Douai. De nada sirvió el desmentido de sus intenciones.
Felipe II se aprestó con la alianza inglesa a invadir el Norte de Francia, frente de guerra habitual a lo largo de los siglos. La codiciada ciudad de San Quintín, dominada por los franceses desde fines del siglo XV, se convirtió en su objetivo. Emplazada en una rica tierra de cultivo y con una gran animación comercial, servía de plaza de armas contra los dominios de los Habsburgo, cuyas tropas se posicionaron en su principal arrabal. Tras sus murallas lograron acogerse las tropas del almirante de Francia para evitar su caída.
El joven rey se presentó ante San Quintín al frente de un heterogéneo ejército de 20.000 alemanes, 13.500 jinetes herreruelos imperiales, 12.000 valones y flamencos, 6.000 ingleses y 4.500 españoles. Puso su campamento principal o real al Este de la ciudad, protegida en tal punto por un lago, y se intimó a los defensores a la rendición, que la rechazaron categóricamente. Los ejércitos de Enrique II de Francia se encontraban en camino.
El condestable francés abandonó el 10 de agosto la protección del bosque de Montescourt para cruzar el río Somne, atacando a los sitiadores y prosiguiendo su ofensiva, pero fue derrotado por el duque de Saboya Manuel Filiberto, sumado a la causa de Felipe II. De todos modos las cosas no acabaron así.
El 14 de agosto comenzó un fuerte bombardeo contra las defensas de San Quintín que duró hasta el 26 del mismo mes. A medida que se iban batiendo las murallas, reforzadas desde el interior, los atacantes iban aproximando sus trincheras de asedio hasta el foso de la ciudad. Se ordenó no disparar contra la torre de la catedral.
Al mismo tiempo los defensores intentaron estorbar las maniobras de aprovisionamiento de los de Felipe II sin éxito. Mientras en los campos circundantes abundaban los granos, la ciudad padecía hambre. Unidades de arcabuceros franceses habían tratado de burlar el sitio entrando en barcazas por el lago, pero muchos cayeron en tal acción. Los asediados esperaban desafiantes con las picas en ristre y los arcabuces prestos en las cada vez más mermadas murallas.
El desarrollo de la artillería había promovido la edificación de sistemas defensivos más complejos alrededor de las ciudades, especialmente en la conflictiva frontera de los Países Bajos, y muchas batallas adquirieron la forma de operaciones de asedio y contrarias a su mantenimiento. Las trincheras comenzaron a herir la corteza de la tierra, y se avanzaron algunos de los males de la Gran Guerra.
El día 26 los generales de Felipe II decidieron que ya había llegado el momento de lanzarse al asalto. Llegaron grandes cantidades de sacos terreros para superar el obstáculo de las casamatas y los infantes que lo desearon compraron con su propia paga los protectores coseletes de munición. A la caballería se le encomendó proteger la retaguardia de la formación para evitar sorpresas de última hora. Aquello era un ensayo, pues el verdadero asalto llegó al día siguiente, en el que descollaron las fuerzas comandadas por el maestre de campo Navarrete. Sus alemanes tenían que abrir el ataque, pero ante la resistencia opuesta desistieron. Fueron los españoles los que retomaron con ímpetu la acometida. Los caballeros lucharon como soldados y los soldados como tales. La resistencia francesa cedió, y los avergonzados alemanes volvieron a la carga.
Al irrumpir en San Quintín los atacantes carecieron de piedad, y la ciudad se entregó a un horroroso saqueo. Los incendios duraron hasta el 29. La población civil padeció toda clase de vejaciones, sin perdonar ni a mujer ni a criatura pequeña. Se excavó en bodegas y cuadras en busca de dinero oculto. La brutalidad llegó al extremo de robarse con fiereza los saqueadores los unos a los otros, imponiendo los alemanes la superioridad de su número. La soldadesca estuvo en ocasiones fuera de control.
Sólo los más acaudalados nobles franceses fueron perdonados para cobrar un elevado rescate. Ante tal estallido de furia, que presagiaba los de la guerra de los Ochenta Años, el mismo Felipe II y algunos caballeros de su círculo se preocuparon por la suerte de las monjas, a punto de ser violadas, y de las mujeres a nivel general. Las más afortunadas pudieron salvar su vida acogiéndose a la catedral, bajo protección del rey vencedor. Muchas de ellas salieron de allí heridas o mutiladas, pudiendo contemplar tendidos en las calles los martirizados cadáveres de sus familiares, mordidos por los perros y pisados por los caballos. En 1559 Felipe II y Enrique II concertaron la paz, pero atrás quedaba el horror de las de San Quintín.