LAS CODICIADAS ISLAS DEL MAR MENOR. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El singular Mar Menor o la albufera del cabo de Palos, en trágica situación actualmente, ha sido objeto de polémica en más de una ocasión, particularmente sus islas en el siglo XVIII.
El 14 de marzo de 1737, Felipe V restableció el almirantazgo de marina, encomendándolo a su hijo el infante don Felipe, que el 13 de septiembre le confirió al comandante general del departamento de Cartagena, el conde de Clavijo, el cuidado de las islas del Mar Menor. Fallecido éste, pasó tal responsabilidad al intendente del departamento Alejo Gutiérrez Rubalcaba el 17 de junio de 1741.
Se le instó a que preservara las islas como lugares de caza y de esparcimiento exclusivo, al igual que a su sucesor Andrés de Bertodano. Sin embargo, el siguiente titular de la intendencia, Francisco Barrero, tuvo que enfrentarse a más de un contratiempo, ya que los municipios de Murcia y Cartagena reclamaban su jurisdicción.
El 1 de abril de 1750, se quejó amargamente al marqués de la Ensenada de sus desvelos por sembrar en las islas bellotas de roble y encina, que dieron abundancia de piñones. Al arribar a Cartagena con la flota a su mando, agasajó allí al marqués de la Victoria, Juan José de Navarro Viana, tras el bloqueo británico de Tolón.
Además de preservarlas como espacio cinegético, temía el círculo de Ensenada que pudieran servir para introducir géneros prohibidos, para el contrabando. Haciendo caso de la petición del intendente Barrero, Ensenada traspasó rápidamente su jurisdicción el 4 de abril de 1750 a la comandancia del departamento, entonces ejercida interinamente por el capitán de navío Carlos Reggio y Gravina.
Con los avances de la roturación en la segunda mitad del siglo XVIII, se plantearon nuevas demandas. Pedro Ruiz Sánchez solicitó cultivar la isla mayor, pero su petición fue desestimada el 9 de abril de 1796.
El teniente general José de Mazarredo y otros se inclinaron a no desmembrarla del patrimonio real por “una pensión mísera”. Deseosos de fomentar la vocación marinera en un tiempo de guerras navales con Gran Bretaña, abogaron por establecer una “colonia de barracas” que germinara en un verdadero pueblo de familias marineras. Se repartirían bienes, pero respetando las condiciones de caza, pues la dedicación preferente de sus gentes no debería ser la agricultura.
Durante la guerra de la Independencia, el tema volvió a plantearse. El 14 de julio de 1809, el labrador y vecino de Cartagena Domingo Martínez, alias Capote, que moraba en el partido de Alumbres, reclamó las islas para el cultivo, a cambio del pago de una pensión o canon al Estado.
Consciente de la dificultad, argumentó con hábilmente. Como todo buen vasallo, quería lograr la “felicidad de la madre patria” por las armas o las artes. Al ser su arte el de la agricultura, dispensaría alimento a los “campeones del campo de Marte”.
La fertilidad del terreno de las islas permitiría su panificación y su dedicación a pastos ganaderos. Además, las “hierbas finas” dispensadas por los terrazgos cultivados asegurarían el goce de la caza por la intendencia.
La junta de Cartagena lo consultó con la junta suprema central y gubernativa del reino, entonces en Sevilla, que el 14 de agosto le aconsejó que debería informarse a fondo antes de decidir.
La respuesta llegó el 28 de octubre. Domingo Martínez no era el primero en intentarlo, y él y su padre formaban parte del grupo de labradores poco pudientes del campo de Cartagena. Se decía necesitar a alguien más acaudalado para transportar a las islas todo lo necesario.
También se adujo que al estar a la intemperie de los “vientos salitrosos”, poco podría avanzar la labranza, y sus bosques y matorrales acabarían siendo pasto del lucro del carboneo. Era más útil mantenerlas para el rey como tierras de recreo.
Tales disputas sobre su uso son elocuentes del interés que ha despertado a lo largo del tiempo el singular Mar Menor.
Fuentes.
ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.
Estado, 3082, expediente 34.