LAS CAMPAÑAS CAROLINGIAS CONTRA LOS ÁVAROS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

03.10.2015 14:00

                Los francos ocuparon un lugar predominante en el antiguo Occidente romano tras una serie de afortunadas campañas contra otros pueblos de origen germánico como los visigodos. Su alianza con la Iglesia católica les resultó de enorme utilidad pública, ya que les permitió afirmar su autoridad sobre las poblaciones romanas. Actuaron de freno frente a la expansión islámica que había anegado la península Ibérica. Bajo Carlos el Grande, Carlomagno, parecían haber superado sus divisiones internas y realzar el prestigio de la monarquía, en horas bajas en los precedentes tiempos de predominio de los mayordomos.

                Carlomagno se comportaba como el gran señor de Occidente antes de su coronación imperial en la navidad del 800. Sus tropas habían cosechado grandes éxitos en la península Itálica, aunque no en la Ibérica. Como gobernante cristiano heredero de una manera u otra de los césares asumió la defensa de la fe contra los paganos, según se vio en las campañas de conquista de Sajonia. De esta manera se alejaba de la barbarie, pero también cargaba con el compromiso de enfrentarse con los pueblos bárbaros situados entre sus dominios y los del emperador bizantino, en la estepa europeo-oriental abierta desde tiempo inmemorial a las irrupciones de los pueblos del interior de Asia.

                

                Uno de estos pueblos fueron los ávaros, dentro del complejo universo cultural turco-mongólico. En el siglo VI irrumpieron en los territorios de Panonia que ya fueran el corazón del imperio de los hunos de Atila, de valiosas praderas de hierba. Participaron en los juegos de alianzas contra el acosado imperio bizantino, ofreciendo su colaboración a los mismos persas. Asociados a veces a los búlgaros, sometieron a varias poblaciones eslavas. Impusieron un régimen de sumisión tributaria en forma de objetos, animales y hombres, coronado por la autoridad suprema de un kan rodeado por sus familiares más allegados y sus hombres de confianza.

                Esta combinación de agresividad de sus jinetes y aportación de los pueblos subordinados extendió los dominios ávaros a lo largo del siglo VII y VIII. Los bizantinos lograron quitárselos de en medio con regalos y sugerencias de expansión hacia otros puntos. El emperador bizantino Mauricio I los caracterizó como astutos y despiadados, acostumbrados a gobernar a través del miedo. Consumados arqueros y jinetes, eran maestros en las emboscadas, capaces de desplegar grandes grupos de caballos y yeguas para dar sensación de superioridad numérica sin necesidad de formar en línea como otros ejércitos.

                El 788 varios notables del imperio carolingio incitaron a los ávaros a incursionar por tierras de Baviera e Italia, lo que ponía en peligro la posición de los francos en la zona alpina. Antes de estallar las hostilidades se desarrollaron negociaciones entre francos y ávaros, como las llevadas a cabo en Worms en el 790, finalmente fracasadas.

                

                En el 791 Carlomagno emprendió el ataque contra los ávaros, cuyos dominios se decían defendidos por seis anillos concéntricos de murallas de madera, lo que ha sido puesto en duda por varios historiadores. Fiel a su estrategia, dividió sus fuerzas en tres columnas para dar jaque al enemigo. La dirigida por él siguió el curso del Danubio con una flota capaz de asegurarle los suministros.

                No todas las columnas tuvieron el mismo éxito y a las primeras derrotas de los francos se sumaron las dificultades del propio Carlomagno. La enfermedad de la peste equina diezmó a muchos de sus caballos, lo que mermó considerablemente su empuje ante unos ávaros que practicaron la política de tierra quemada, tan efectiva como destructiva.

                Carlomagno tuvo la suerte de retirarse en buen orden sin sufrir grandes pérdidas. Nuevos alzamientos en Sajonia suspendieron la guerra contra los ávaros hasta el 795. Las disputas internas entre sus jefes facilitaron la rendición de gran parte de sus dominios en el 796, abiertos a la evangelización y a la colonización. De todos modos el bien que más ponderaron coetáneos como el historiador Eginardo fue el célebre tesoro ávaro, fruto de sucesivos saqueos que se remontaban a los mismos hunos, que así pagaron finalmente su atrevimiento. Se llenaron las bolsas de los guerreros, de los aristócratas y de Carlomagno, que se hizo con grandes sumas para impulsar sus edificaciones en puntos significativos de su imperio como Aquisgrán.

                Ya coronado emperador, Carlomagno disponía de un nuevo territorio fronterizo. Sin embargo, la crisis de su imperio a la muerte de su hijo Luis el Piadoso coincidió con el fortalecimiento de una nueva amenaza de la estepa, la de los húngaros dignos sucesores de los ávaros.