LA TRANSICIÓN. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
¿Qué entendemos por la Transición?
En la Historia de España, el paso del franquismo al actual sistema de democracia parlamentaria se ha llamado la Transición, término que hizo fortuna de forma muy madrugadora y que a día de hoy no ha sido impugnado por ningún autor.
Menos acuerdo ha suscitado su delimitación temporal, a veces por razones más políticas que historiográficas. De forma estricta e institucional, abarcaría desde la muerte de Franco a la entrada en vigor de la Constitución de 1978, añadiéndole una buena parte de los autores el lapso temporal que va hasta las elecciones generales del 28 de octubre de 1982.
La Transición tuvo que enfrentarse a problemas muy delicados y a veces dio la impresión que estaba a punto de naufragar, pero a nivel general fue un éxito, en vivo contraste con otras empresas políticas de nuestra agitada Historia Contemporánea. En los años ochenta, las figuras de algunos de sus protagonistas, como el rey Juan Carlos I, lograron un enorme reconocimiento y políticos como Gorbachov la consideraron un modelo para una posible reforma de la URSS. A día de hoy, las valoraciones son más críticas, pues es bien sabido que cada generación escribe su propia historia.
Algunos historiadores la compararon con el paso del absolutismo al liberalismo durante la minoría de edad de Isabel II e incluso se han establecido paralelismos con el régimen de la Restauración. Tales comparaciones son interesantes, pero superficiales, y nos dicen más de las opiniones de los autores que de la naturaleza auténtica de la singular Transición.
El momento histórico de la Transición.
A la altura de 1975, con la Guerra Fría extendiéndose por los países del Tercer Mundo, el futuro de España preocupaba vivamente a las grandes potencias occidentales, como Estados Unidos o la República Federal Alemana, que temía la desestabilización del continente, especialmente tras el triunfo de la revolución de los Claveles en Portugal y el final de la dictadura de los coroneles en Grecia, bajo la presión de la invasión turca de Chipre. Los conflictos políticos quizá volvieran a prender con intensidad en España y políticos como el social-demócrata alemán Willy Brandt ayudaron a un cambio pacífico y gradual.
Lo cierto es que la España de 1975 no era la de 1936 y se había verificado un enorme cambio sociológico, no deseando la inmensa mayoría de sus gentes volver a vivir los sufrimientos de una nueva guerra civil. El drama de 1936-39 se convirtió en una severa advertencia para alejarse de posiciones extremas y lograr otras más conciliadoras.
La modernización institucional era necesaria para lograr un objetivo muy deseado, el ingreso de España en la Comunidad Económica Europea, especialmente en las duras circunstancias de la crisis del petróleo. Tal objetivo entroncaba con el europeísmo defendido por destacados intelectuales de la Edad de Plata de nuestra cultura.
A la muerte de Franco.
Con la España oficial en sentido duelo y la de la clandestinidad entre la alegría y la incertidumbre, se estableció entre el 20 y el 21 de noviembre de 1975 un fugaz consejo de Regencia, pues las Leyes Fundamentales definían a España como reino.
El 22 era proclamado rey Juan Carlos I, elegido como sucesor por Franco, en un acto de coronación que a muchos comentaristas recordó a otros tiempos, a los de Carlomagno para algunos. Gran fama logró la homilía del reformista monseñor Tarancón del 27 de noviembre, cuando recordó al nuevo monarca que debería serlo de “todos los españoles”.
En la oposición democrática había una gran desconfianza y se pensaba que el franquismo iba a sobrevivir a Franco, especialmente cuando en el consejo del reino tomaron asiento significados franquistas. Con todo, en el círculo del rey se movía Torcuato Fernández Miranda, el que fuera su profesor de Derecho Político, que era partidario de la reforma de las Leyes Fundamentales para pasar de la Ley a la Ley.
La continuidad de Arias Navarro en la presidencia del gobierno.
Por el momento, Juan Carlos I apostó por mantener a Arias Navarro, cuyo tímido aperturismo no había conducido hasta el momento a nada. En su gabinete tomaron parte franquistas reformistas como Manuel Fraga y un joven Adolfo Suárez.
Arias Navarro no estaba por la labor de impulsar los proyectos de Fernández Miranda y habló de la consecución de una nebulosa democracia a la española, distinta a la de otros países europeos, que se sustentaría sobre un no menos impreciso franquismo sociológico, trenzado de inercias e intereses creados. Se permitiría en tal sistema el derecho condicionado de reunión y a la asociación política, pero afiliarse a un partido sería delictivo. Tales propuestas tardo-franquistas ya motivaron el rechazo de Suárez e impacientaron a la oposición.
Desde la Junta Democrática, impulsada por el PCE, se llamó a la movilización ciudadana y a la huelga general, rechazándose la monarquía, exigiéndose un referéndum sobre la forma de Estado y de gobierno y pidiéndose responsabilidades políticas por actos cometidos durante la dictadura. La Plataforma promovida por el PSOE se mostró menos exigente y pidió negociar sin referéndum ni responsabilidades por medio.
En marzo de 1976 estalló una huelga en varios puntos, con especial seguimiento en el País Vasco y Navarra. En Vitoria los sucesos del día 3 fueron especialmente dramáticos, con cinco muertos y hasta cien heridos. El ministro de Interior Manuel Fraga dijo la desafortunada frase “La calle es mía”, en un ambiente que nada tenía que envidiar al de antes de la muerte de Franco.
El 26 de marzo la Plataforma y la Junta aunaron fuerzas contra las nuevas autoridades, estableciendo la Coordinación Democrática o la Platajunta.
En mayo los sucesos de Montejurra pusieron la guinda, con los enfrentamientos entre los dos grupos en que se dividieron entonces los carlistas, uno de los mismos declarado socialista autogestionario (¡). Con semejante panorama, el rey visitó en junio los Estados Unidos, donde gozó de un recibimiento favorable, interpretado como un claro espaldarazo a acometer reformas. El 1 de julio le exigió la dimisión a Arias Navarro, cuyas declaraciones a la prensa tensaban todavía más el ambiente.
El piloto de la Transición, Adolfo Suárez.
La elección del joven Suárez como presidente del gobierno fue una sorpresa para una España a punto de irse de vacaciones veraniegas. Había entrado, por mediación de Fernández Miranda (verdadero cerebro gris de la operación), en la terna de los candidatos del consejo del reino propuesta al rey.
De familia abulense republicana, fue gobernador civil de Segovia y director general de RTVE. Buen conocedor de los modernos medios televisivos, sintonizó con un Juan Carlos I cercano en edad y asumió el planteamiento medular de la Transición, el de la reforma como ruptura pactada. Su interlocutor Santiago Carrillo lo caracterizó como un seductor y otros políticos coetáneos lo hicieron en términos menos amables, pero cuando falleció en el 2014 se reconoció unánimemente su contribución trascendental.
La necesidad del diálogo.
Suárez confió en los jóvenes reformistas procedentes del franquismo en su gabinete, sin Fraga, con la intención de iniciar conversaciones con la oposición, una necesidad de la que también estaba convencida la Plataforma.
En el proyecto de reforma política del gobierno se abolían implícitamente las instituciones franquistas y se establecían dos cámaras: el Congreso de los Diputados y el Senado, en el que una quinta parte de sus integrantes serían nombrados por el rey. Desde la oposición se exigía la amnistía política y los estatutos de autonomía.
La cúpula militar impone límites al diálogo.
Dentro de las Fuerzas Armadas, el franquismo todavía tenía un gran arraigo. Algunos de sus oficiales veían a los comunistas como a sus más declarados enemigos. Sin embargo, estaban acostumbradas a la obediencia al poder por la dictadura de Franco y no pocos de sus integrantes tenían unos salarios modestos, que los obligaban al pluriempleo. Los oficiales jóvenes eran más sensibles a la necesidad de cambio y algunos reclamaban un papel de las Fuerzas Armadas propio del de las democracias occidentales.
El 8 de septiembre de 1976 se reunió Suárez con la cúpula militar para tratar los límites de la reforma política. La monarquía y la unidad de España serían intocables. No se exigirían responsabilidades políticas en modo alguno y del nuevo juego político se excluirían los llamados partidos revolucionarios, como el PCE.
Tales posiciones eran firmes, pero el nombramiento del reformista general Manuel Gutiérrez Mellado como vicepresidente y ministro de Defensa fue crucial para vencer muchas resistencias.
La Ley para la Reforma Política.
Tal Ley ha sido considerada formalmente como otra Ley Fundamental, con independencia de su contenido y alcance, pues se apuntaba a la consecución de una vida parlamentaria y democrática. Con todo, tuvo que pasar por los cauces legales establecidos por el franquismo, lo que entrañaba una seria contrariedad y contradicción.
El 18 de noviembre de 1976 se votó en las últimas Cortes del franquismo, cuyos procuradores se inclinaron a favor mayoritariamente. En la prensa de entonces se habló de honorable harakiri. Lo cierto es que posteriormente se desveló que muchos temieron perder su puesto en la administración o ver frustrada su posible carrera política con el nuevo régimen en ciernes. Los procuradores cercanos a Fraga terminaron en Alianza Popular.
Siete días de enero, la Transición amenazada.
En la última semana de enero de 1977, se intensificaron los atentados de la extrema derecha, agrupada alrededor de Fuerza Nueva. La matanza de Atocha, la de los abogados laboralistas vinculados a Comisiones Obreras y al PCE, fue el culmen de aquella violencia. Causó una enorme conmoción a todos los niveles, pero ni el gobierno ni la oposición cayeron en la clara provocación. El PCE ganó bastantes simpatías y en los funerales de las víctimas mantuvo escrupulosamente el orden y ni se tuvieron que lamentar incidentes.
Desde la extrema izquierda, se emprendieron acciones terroristas y el GRAPO secuestró al presidente del Consejo Supremo de Justicia, Emilio Villaescusa, y al del Consejo de Estado, Antonio María de Oriol. Ambos fueron liberados en febrero. En los medios políticos y periodísticos se hablaba de la existencia de una pinza antidemocrática, que pretendía alimentar los extremismos y acabar con la conciliación. En esta ocasión, la estrategia no tuvo éxito político ni seguimiento popular.
El hito de la legalización del PCE.
En diciembre de 1976 el secretario general del PCE, Santiago Carrillo, había entrado en España, dado una rueda de prensa y fugazmente detenido. Había acudido para pactar la Transición, llamado por el propio Juan Carlos I, que le había enviado un emisario a la Rumanía de Ceaucescu.
El 27 de febrero de 1977, Suárez y Carrillo se entrevistaron confidencialmente en el domicilio particular de un periodista. Se fumó mucho y los nervios se aguantaron bien, llegándose a un acuerdo entre ambas partes. El PCE sería legalizado, pero tendría que aceptar el régimen monárquico. Fue el núcleo duro, para algunos, del pacto de la Transición.
Se siguió entonces la vía legal. El Tribunal Supremo remitió al gobierno el expediente de legalización y el 9 de abril, en pleno Sábado Santo, se legalizó el PCE.
En las calles hubo bastantes muestras de júbilo y muchos militares se sintieron traicionados, pero acataron la decisión. Exiliados como La Pasionaria retornaron a España, a la espera de las primeras elecciones democráticas desde 1936.
Las elecciones del 15 de junio de 1977.
Aquellas elecciones despertaron grandes esperanzas. Se aplicó un sistema electoral de representación proporcional, según la ley D´Hont. Cada provincia podría elegir al menos dos diputados, lo que benefició a las provincias menos pobladas. Mientras para el Congreso se adoptaron listas cerradas y bloqueadas, en el Senado se decantaron por listas abiertas y mayoritarias.
Concurrieron una enorme cantidad de formaciones políticas, hasta tal punto que en la prensa se habló de la sopa de letras de siglas. Tomó parte el 80% del electorado, pero la enorme variedad de partidos políticos se redujo notablemente cuando se declararon los resultados. La Unión de Centro Democrático (UCD), el partido de centro-derecha formado alrededor de la figura de Suárez, se alzó con la victoria, pero sin mayoría absoluta. El siguiente partido más votado fue el PSOE, mientras el PCE y AP quedaron muy lejos de sus expectativas. Para muchos comentaristas fueron los claros perdedores. Se intuyó un bipartidismo, con el PNV y el Pacte Democràtic per Catalunya de Pujol representando a las fuerzas nacionalistas.
La búsqueda del consenso y los pactos de la Moncloa.
Después de las elecciones, Suárez formó su segundo gobierno, con ministros liberales, democristianos y de su confianza. No formó coalición con AP, pero habló de la necesidad de lograr un entendimiento entre formaciones políticas y los agentes sociales, el consenso.
Se impulsó la Ley de Amnistía y el pacto del olvido, en esta línea, pero su mejor demostración fueron los pactos de la Moncloa (27 de octubre del 77) para reducir la inflación y el déficit público, cuando la crisis económica golpeaba duramente a España. Se acordó que las subidas salariales fueran acordes con la inflación prevista, no de la pasada. En junio de aquel año se había formado la Confederación Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), que suscribió los pactos al igual que Comisiones Obreras. Más tarde lo haría la UGT, pero no la anarquista CNT. En paralelo, se impulsó la reforma fiscal de Fernández Ordóñez.
Aunque prosiguieron las huelgas para reclamar mejoras, se logró un clima favorable a la nueva Constitución.
Las pre-autonomías.
Otro punto candente, que puso a prueba el consenso, fue el de las reclamaciones nacionalistas, con la actuación de una organización como ETA.
En Cataluña se formó el Consell de Forces Polítiques, que reclamó el restablecimiento del estatuto republicano. Suárez decidió entrevistarse el 27 de junio con el presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas. Regresó a Barcelona, con gran júbilo popular, tras el restablecimiento provisional de la Generalitat, pero la concreción del nuevo estatuto autonómico se dejaba para después de ser aprobada la Constitución.
No se logró el mismo acuerdo con el lehendakari Leizaola y se tuvo que negociar con la Asamblea de Parlamentarios Vascos, negándose los diputados de UCD por Navarra a tomar parte en la misma. En diciembre del 77 se formó el Consejo General Vasco, sin Navarra, sin el restablecimiento del estatuto de la República en guerra. Mientras, ETA proseguía atentando.
En otros territorios también fue ganando fuerza el autonomismo, debajo del cual subyacía la cuestión de la naturaleza del futuro Estado español, si iba a inclinarse hacia una forma de federalismo o hacia el tratamiento diferenciado de varios de sus territorios, considerados naciones.
La nueva Constitución.
La Transición, con su reclamación de consenso, debía ser culminada con la elaboración de una Constitución, en cuya elaboración tomaran parte todas las fuerzas democráticas. Cada una cedería algo para lograr algo a cambio. No era la Constitución perfecta de un solo partido, al modo de las del siglo XIX, sino la aceptada por todos. A su modo, trató de corregir los errores del pasado. Se tuvo también presente el modelo constitucional de la RFA e Italia.
Cuando el gobierno de Suárez pretendió presentar a Cortes su proyecto constitucional, socialistas y comunistas le obligaron a crear una comisión, que nombró siete ponentes: tres de la UCD, uno del PSOE, uno del PCE-PSUC, uno de AP y uno por las minorías vasca y catalana, posición cedida por los socialistas. El PNV quiso la soberanía del pueblo vasco y declinó participar.
El anteproyecto de Constitución se redactó por aquellos ponentes confidencialmente. Se alcanzaron varios consensos fundamentales, como los derechos sociales de la izquierda a cambio de la Monarquía parlamentaria. La idea de nacionalidades del catalanista Miquel Roca, dentro de la nación española, fue excesiva para AP e insuficiente para el PNV. Se reconoció la libertad de enseñanza (muy sensible para la Iglesia católica), pero con la intervención de los agentes de la comunidad escolar.
Tal anteproyecto pasó a la comisión, pero terminaron de negociarlo verdaderamente Fernando Abril Martorell por UCD y Alfonso Guerra por el PSOE, consensuando los temas más conflictivos. El 31 de octubre de 1978 fue votado el proyecto en el Congreso y el Senado, con un enorme apoyo.
El 6 de diciembre de aquel año fue votado en referéndum, consiguiendo el 88% a favor, reduciéndose en el País Vasco a poco más del 43% y alcanzando el 90% en Cataluña. El 19 de diciembre entró en vigor la actual Constitución.
Nuevas elecciones generales y municipales.
Tras ser aprobada la Constitución, se celebraron elecciones generales el 1 de marzo del 79, muy televisivas y con un PSOE que había incorporado al grupo de Tierno Galván. Se repitieron en lo sustancial los resultados anteriores, con una UCD en mayoría relativa parlamentaria.
Se habló ya entonces del desencanto de la política, por el impacto del terrorismo y la crisis económica. Fueron seguidas aquellas elecciones, un mes después, de las municipales, en las que Julio Anguita fue elegido el primer alcalde comunista de una capital de provincia, Córdoba. La vida municipal en España se intensificó a muchos niveles gracias a los nuevos ayuntamientos democráticos.
Dentro del PSOE, algunos pidieron más mano dura con las fuerzas de derecha. En mayo del 79 se celebró su XXVIII Congreso. Al no rechazarse el marxismo, el secretario general Felipe González presentó la dimisión, pero al final retornó y sus propuestas fueron aceptadas. Abandonado el marxismo y con un fuerte control de la ejecutiva, el PSOE DE Felipe González ganó grandes apoyos en las clases medias, alejándose de la base eminentemente obrerista de tiempos anteriores.
Las primeras concesiones de autonomía.
El gobierno de Suárez negoció con Carlos Garaikoetxea el estatuto vasco, el de Guernica, aprobado en referéndum el 25 de octubre del 79. Procedió de igual modo con el catalán, el de Sau, aprobado el mismo día que el vasco. El de Galicia se discutió.
En la Constitución se establecían dos vías para acceder a la autonomía: la lenta del artículo 143 y la rápida del 151. La primera permitía un parlamento autonómico, un tribunal de justicia propio y mayores competencias tras cinco años de aprobarse en Cortes la petición.
Andalucía se acogió al 151, al pedir la autonomía ocho diputaciones y tres cuartas partes de sus municipios. Sin embargo, UCD pidió la abstención en el referéndum del 28 de febrero de 1980, ganado por los partidarios del autonomismo, beneficiando al PSOE a corto y medio plazo.
Los problemas de UCD y la dimisión de Suárez.
El gobierno de Suárez se enfrentaba a un severo desgaste, al calor de la segunda crisis del petróleo de 1979 y la fuerte ofensiva etarra. Las diferencias afloraron en el seno de UCD, en materia de política exterior, educativa y moral, con puntos tan delicados como el del divorcio. Las divisiones de aquel partido, formado ad hoc por varias tendencias, se descubrieron con crudeza.
La moción de censura de Felipe González en mayo de 1980, transmitida por televisión, dejó a Suárez en una débil posición, reforzando ante la opinión pública la imagen de aquél. Los barones o dirigentes de UCD pidieron mayores cotas de poder a un debilitado Suárez, mientras en la prensa se daba una imagen del partido digna de la Inglaterra feudal.
Desde el diario ultraderechista El Alcázar se llamó al golpe de Estado. Los socialistas propusieron un gobierno de concentración en tal situación. El 29 de enero de 1981 dimitió un agotado Suárez. Leopoldo Calvo Sotelo (de la propia UCD) sería el candidato a la presidencia y sometió su programa de gobierno a la aprobación del Congreso el 22 de febrero.
El sobresalto del 23-F.
En este clima de dificultades políticas y malestar social, tuvo lugar la entrada en el Congreso de los Diputados del teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero la tarde del lunes 23 de febrero de 1981. Las escenas se emitieron en televisión, dieron la vuelta al mundo y han quedado para la Historia. La grabación prosiguió durante tiempo, pues los golpistas fueron burlados bajando el brillo de las cámaras.
Las amenazas de la ultraderecha estaban elevando el tono desde hacía meses y los golpistas contaban con apoyo civil. El capitán general Jaime Milans del Bosch proclamó el estado de guerra en la III Región Militar, sacando los tanques a la calle en Valencia. Asimismo, el general Alfonso Armada (hombre próximo al rey) pretendió presidir un gobierno de concentración.
Juan Carlos I ordenó disciplina a los capitanes generales y formó con rapidez un gobierno de emergencia. La División acorazada Brunete no se sumó al golpe por la intervención de Quintana Lacazzi, el capitán general de Madrid. Tampoco autorizó el rey al general Armada a presentarse en su nombre ante el Congreso de los diputados, lo que no evitó que hablara con Tejero, que tampoco le dejó hablar con los diputados.
En la madrugada del 24, vestido de capitán general, Juan Carlos I condenó el golpe. Milans retiró las tropas y Tejero se rindió al día siguiente. El golpe había fracasado y fue seguido en los días siguientes de manifestaciones a favor de la democracia y del mismo rey Juan Carlos.
El 23-F ha dado pie a distintas especulaciones, llegando a hablarse del secreto del rey. Según algunos, el golpe sería un sobresalto calculado para inducir a la sensatez a los políticos de la época, rebajando exigencias y calmando los ánimos, la llamada operación De Gaulle. Lo cierto es que, a su pesar, el golpe consolidó la democracia y ensalzó a sus defensores, como el anciano general Gutiérrez Mellado.
Los intentos de acuerdo de Calvo Sotelo.
Tras el 23-F, Leopoldo Calvo Sotelo fue elegido presidente de gobierno en Cortes, contando su partido con mayoría relativa. Con el acuerdo del PSOE, procuró poner disciplina en las Fuerzas Armadas sin soliviantar los ánimos de los militares, cuya reacción temió.
En la cuestión autonómica también se logró el entendimiento. Se cerró entonces la vía rápida del 151 a cambio de generalizar el autonomismo, el famoso café para todos, que años más tarde Jordi Pujol llamaría achicoria para algunos. Todas las regiones autónomas dispondrían de sus parlamentos y tribunales de justicia, pero con competencias graduales. Todo ello se recogió en la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), acusándose a sus autores de hacerla por temor a los militares.
En cambio, el PSOE no se avino a secundar la entrada de España en la OTAN, complemento de la incorporación a la CEE para el gobierno de Calvo Sotelo, que consideraba el neutralismo imposible en tiempos de recrudecimiento de la Guerra Fría. La actitud de la Francia de Giscard d´Estaing era intratable en la negociación del ingreso de España en la Europa comunitaria (dados los intereses agrícolas de aquélla) y en la actuación anti-terrorista, con verdaderos santuarios etarras en el País Vasco francés. También se pensaba que el ingreso en la OTAN sería útil para modernizar y disciplinar las Fuerzas Armadas, cortando toda posibilidad de golpe de Estado. En el Congreso de los Diputados se votó por tal entrada, pero Felipe González prometió un referéndum de permanencia de llegar al poder. El 6 de junio de 1982 España entró en la OTAN, con gran beneplácito de la RFA y de Estados Unidos.
En el frente interno, los problemas arreciaron para el gobierno. La ley del divorcio hizo que los social-demócratas de Fernández Ordóñez de UCD se pasaran al grupo mixto en noviembre del 81, terminando al final en el PSOE. Gran revuelo causó el escándalo del aceite industrial de colza, consumido por personas engañadas. Las divisiones aumentaron en las filas de la UCD, con la marcha de diputados a AP y la fundación del Centro Democrático y Social (CDS) de Suárez. Paralelamente, el histórico PCE se debatía en una intensa crisis interna, cuestionándose la figura de Carrillo, ahora eurocomunista.
El triunfo electoral socialista.
En tal tesitura, el PSOE iba consiguiendo apoyos para su programa a favor del Cambio, de perfiles tan vaporosos como seductores para muchos. En las elecciones del 28 de octubre de 1982, con un 79´8% de participación, logró la mayoría absoluta. El segundo partido más votado fue AP y el descalabro de UCD resultó monumental.
Con un enorme apoyo electoral, alcanzaba completamente el gobierno un partido social-demócrata por primera vez en la Historia de España, sin formar coalición con otros al modo de los primeros años de la II República. Se había verificado la alternancia de un partido de centro-derecha a otro de centro-izquierda. La Transición se había completado de facto. A la nueva España democrática correspondía hacer efectivas no pocas de las aspiraciones de justicia social, participación política, renovación moral e integración europea deseadas durante largo tiempo.
Para saber más.
David Ruiz, La España democrática (1975-2000). Política y sociedad, Madrid, 2002.
Javier Tussell, La transición española. La recuperación de las libertades, Madrid, 1997.