LA SINRAZÓN DE LOS ICONOCLASTAS INTEGRISTAS. Por Antonio Parra García.
El Estado Islámico, empeñado en su particular marcha a la barbarie contraria a toda razón, se congratula en la destrucción de valiosas piezas del siglo VIII antes de Jesucristo en Mosul.
Esta actitud no es nueva precisamente. Los talibanes bombardearon con saña los gigantescos budas de Bamiyan. Más allá de la prohibición de representar las figuras de los seres vivos en gran parte del Islam descubrimos otra motivación, claramente política.
En Irán, la vieja Persia de nuestros abuelos, los musulmanes shiíes aceptaron tales representaciones a lo largo del tiempo, pero los seguidores de Jomeini se indignaron con el pasado preislámico del país, pues en 1971 el sha lo había celebrado a bombo y platillo en Persépolis. La legitimidad no emanaba de Dios, sino de la historia plurimilenaria.
Aceptar un tiempo histórico propio no islámico supone poner en duda ciertas creencias arraigadas por poco que se crea en el relativismo cultural. Una época con dioses diferentes nos descubre unas mujeres poco sumisas, al estilo de Semíramis, y una inquietud científica que fija su atención en los astros.
Cuando se trata de destruir la memoria de este pasado los islamistas actúan como los romanos que destruyeron los archivos de Cartago, pero en plena época historiográfica, cuando las ciencias sociales han contribuido decisivamente en los últimos cien años a descubrirnos con mayor exactitud la condición humana a lo largo del tiempo.
Su bestialidad es la del terrorista etarra que nada quiere saberse de la huella romana en euskal herria, es la del fanático empeñado en acotar su mundo entre cuatro paredes que forman una sórdida cárcel y los paredones del sentido común. Su mensaje es claro: su “verdad” es la única por mucho que la Historia o la Modernidad la desmientan. El asesinato de personas por pertenecer a un colectivo denostado, como los yazidíes, es parejo a la destrucción de las manifestaciones artísticas humanas.
Aunque pueda parecer extraño, su actitud también es contraria a la propia civilización islámica, cuya floración inicial debió mucho al legado cultural de los pueblos del Próximo Oriente de la Antigüedad. Hombres inquietos como el gran viajero del siglo XII Al-Idrisi admiraron los monumentos de la civilización romana en la Península Ibérica, como el puente de Alcántara, y quizá hoy sentirían asco de los brutales sicarios del Estado Islámico.