LA ROMA IMPERIAL EN LA FORJA DEL RENACIMIENTO. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El movimiento cultural que conocemos como el Renacimiento hunde sus raíces en una Italia dividida entre varios poderes y disputada entre los seguidores del emperador y los del Papa. En 1309, Clemente V estableció la corte pontificia en Aviñón, lo que crearía una gran desazón entre más de un italiano. La causa imperial no sacó provecho del abandono de Roma, al morir en 1313 de malaria en Siena el emperador Enrique VII, el Alto Arrigo en el Paraíso de Dante, rechazado por Italia como el niño que no quiere a su nodriza.
El declive de la ciudad de Roma en relación al tiempo de los Césares no había mermado el prestigio de su imperio y de su cultura entre los pueblos de la Europa cristiana, que cada uno a su manera se consideraban sus herederos. En la reivindicación del protagonismo de Roma entre las gentes de Italia tuvo una gran importancia Petrarca. El 15 de marzo de 1337, escribió una sentida carta a Giovanni Colonna, que depositaba grandes esperanzas en él, pero le había desaconsejado viajar a Roma, cuyo estado ruinoso quizá menoscabara su admiración por los antiguos romanos. Sin embargo, Petrarca ensalzó las ruinas de la Ciudad Eterna, que le hicieron entender la razón del poder que tuvo sobre el mundo.
Paralelamente, en 1339-40, el franciscano Guillermo de Ockham atacó el gobierno tiránico del Papa. Sostuvo que el imperio romano no pertenecía al Papa, al ser anterior al nacimiento de Jesucristo, y el origen de su autoridad procedía del pueblo. Por ello, el emperador solo tenía como superior a Dios.
La reivindicación de la Roma de los Césares también llegó a Aviñón, y en enero de 1343 el notario Niccolò Severo di Rienzo, Cola de Rienzo, anunció desde allí el año jubilar romano de 1350, cuando la tierra se regocijaría (algo muy del gusto de los franciscanos), el pueblo romano se levantaría de su larga postración, ascendería al trono de la majestad de antaño, regeneraría sus virtudes y daría gracias a Dios por la difusión del esplendor del Espíritu Santo. Se daría entonces la resurrección de las antiguas glorias de los grandes hombres de Roma: toda una declaración de redención religiosa de una comunidad.
Cola di Rienzo no se quedó en simples declaraciones, y en 1344 atacó el gobierno de los trece priores (el de la aristocracia romana) como notario de la Cámara Apostólica en Roma, cuyo control no quería perder Clemente VI. El hallazgo en San Juan de Letrán de la Lex regia de impero sirvió a los propósitos de aquél.
El 21 de mayo de 1347, Cola di Rienzo se convirtió en tribuno augusto de Roma. En junio de aquel año, Petrarca le escribió desde Aviñón, alabándolo por haber emprendido el camino esforzado hacia la inmortalidad, en el que se daba la vida por la patria. Él iría al cielo como padre de la libertad, la paz y la serenidad romana, y al infierno sus enemigos.
El tribuno dijo desear el 1 de agosto que el don del Espíritu Santo fuera recogido y aumentado en Roma e Italia. Según él, el pueblo romano detentaba todavía su antigua autoridad, potestad y jurisdicción, según los términos del Derecho Romano. Por ello, para no menoscabar la autoridad y gracia de Dios, proclamó a Roma cabeza del mundo y fundamento de la fe cristiana. Las ciudades y los pueblos de Italia se declararon libres, gozando como verdaderos ciudadanos de Roma de sus libertades. Se amparó en la potestad que el pueblo romano le concedió en parlamento público y en las bulas pontificias.
Duramente enfrentado con la aristocracia, perdido el favor papal y malquistado con los grupos populares por su boato, Cola di Rienzo tuvo que huir de Roma el 15 de diciembre de 1347. Acogido en Praga por el emperador Carlos IV, se vanaglorió en julio de 1350 de despreciar la vida plebeya y de buscar el honor y la gloria sobre los demás ciudadanos. Se declaró entonces lector de las crónicas de Roma.
Gracias a los oficios del Papa Clemente VI, había sido elegido rey de romanos en 1346 Carlos IV, el monarca de Bohemia, nieto de Enrique VII, ensalzado por Dante. En 1351 Petrarca le exhortó a pasar a Italia. No lo consideró un extranjero, sino un italiano, un Augusto necesario para la libertad, pues velaría por una matrona anciana con la dignidad de Bruto o Camilo. Según él, Roma llamaba a su esposo e Italia a su protector.
Le insistió Petrarca sobre el particular en 1352 y 1353, pues el poeta deseaba el retorno de los Pontífices a Roma, la unificación de la Iglesia, la restauración de la ciudad como sede imperial y la pacificación de Italia. Por fin, en el otoño de 1354 llegó Carlos IV a Roma, coronándose el 5 de abril de 1355. Cuando las dificultades le hicieron abandonar Italia, Petrarca lo consideró un ingrato que marchaba a tierra de bárbaros. Además, le reprochó falta de voluntad, pues a su entender la virtud no se heredaba, por desgracia.
En vista de ello, un contrariado Petrarca se dirigió en 1356 a la misma Italia, insistiéndole en la necesidad del esfuerzo para ser virtuoso y alcanzar la gloria de la posteridad.
Tanto él como Cola di Rienzo insistieron en una serie de elementos distintivos. Para ambos, la gloria de Roma y la de Italia se encontraban íntimamente unidas, ensalzando ambas con orgullo patrio. Con virtud, la gloria de la fama se alcanzaría con esfuerzo, dispensando la historia los ejemplos heroicos que ayudaban a seguir este camino. La metáfora del caballero que protegía a una anciana dama (Roma) y que aseguraba sus libertades, verdadero culmen glorioso, haría fortuna. Como personas de su tiempo, estaban convencidos que Dios ayudaría a la resurrección de su estimada Roma.
Algunas de estas ideas también eran compartidas en el resto de la Europa cristiana. En la Corona de Aragón, con un pie en Italia, Ramón Muntaner dijo escribir en 1325 su Crónica por voluntad de Dios, para que cualquiera que fuera rey de Aragón se esforzara y entendiera sus gracias. En esta obra, aparecía Pedro el Grande como un nuevo Alejandro Magno, aunque también es comparado con el rey Arturo. Los sicilianos invocaron su protección, como Petrarca la de Carlos IV. En su Crónica, terminada de confeccionar entre 1382 y 1385, Pedro el Ceremonioso alabó la obediencia sacrificada a Dios, presentándose como otro rey David. Según la misma, Jaime II insistió a su hijo Alfonso en esforzarse antes de emprender la conquista de Cerdeña en 1323. Evidentemente, no encontramos en estos casos ninguna referencia a la redención de la Roma Eterna.
En suma, el Renacimiento se fraguó en un ambiente religioso fuertemente marcado por la esperanza de la resurrección, en el que se ensalzaron los valores caballerescos, fortalecidos por el ejemplo de la antigua Roma. Sus grandes paladines fueron intelectuales y políticos osados en una Italia que se consideró huérfana de grandes señores que la protegieran, como el Papa y el emperador. Estas ideas fueron asimiladas por los prohombres de otras ciudades, como los de Florencia. Uno de ellos, Coluccio Salutati, dirigió el 4 de enero de 1376 una carta a los romanos, en la que deploraba la tiranía bárbara sobre Italia. Insistió más tarde, el 27 de mayo de 1380, en la formación de una liga italiana en la que Roma estuviera a la cabeza. Quizá, al final se conseguiría una mayor nombradía que los antiguos campeones romanos. De ahí las dos caras del Renacimiento: la de rendir pleitesía al pasado y la de aguardar un futuro prometedor, restaurar o crear.
Bibliografía.
Eugenio Garin, El Renacimiento italiano, Barcelona, 1986.
Ramón Muntaner, Crònica. Edición de Marina Gustà, Barcelona, 1990.
Guillermo de Ockham, Sobre el gobierno tiránico del papa. Edición de Pedro Rodríguez Santidrián, Madrid, 2008.
Pedro el Ceremonioso, Crònica. Edición de Ferran Soldevila, Barcelona, 1984.