LA REVOLUCIÓN DE FEBRERO QUE SUCEDIÓ EN MARZO. Por Antonio Parra García.
Hace ahora cien años, entre el 8 y el 12 de marzo de 1917, se desplomó el régimen que había venido controlando Rusia desde hacía más de medio milenio, el zarismo que había considerado su sede la Tercera Roma, aquella que sucedió a la imperial Roma y a Constantinopla. La Gran Guerra había puesto de manifiesto las carencias militares de un imperio que había combatido razonablemente bien contra las tropas austro-húngaras, pero de forma harto deficiente frente a las del II imperio alemán. San Jorge no fue capaz de defender el territorio del heterogéneo imperio ruso.
Aquella guerra no suscitó la misma unanimidad que la librada contra Napoleón, verdadero hito patriótico, y la Unión Sagrada de todas las clases sociales alrededor del gobierno se fue despedazando a medida que los reveses se iban sucediendo. Nicolás II fue un hombre anodino, carente de miras políticas amplias, y su autocracia ya había encajado un duro golpe frente al naciente poder japonés en el Asia Pacífica entre 1904 y 1905. La alteración revolucionaria le había forzado a tolerar un parlamento o Duma y a acometer una serie de reformas sociales, que para muchos resultaron insuficientes.
A la altura de 1917 amplios sectores de la sociedad rusa se encontraban descontentos con el zarismo, desde los altos mandos militares que contemplaron con enojo la conducción de la guerra por el propio Nicolás II a las gentes del pueblo que sufrían las pésimas condiciones de vida en las ciudades. Se responsabilizó al zarismo, y no al enemigo alemán, de tan deplorable situación. La propagación y aceptación de ideas liberales y socialistas fue una realidad en tal ambiente.
El Día Internacional de la Mujer, fecha asociada a las reivindicaciones de cariz socialista, comenzaron las protestas. Las tropas enviadas contra los manifestantes se sumaron mayoritariamente a la rebelión, protagonizando escenas que recordaban a la de los primeros momentos de la Revolución francesa, dignas también de la portuguesa Revolución de los Claveles. Los soldados, muchos de procedencia campesina, se sintieron tan vinculados a los civiles como hartos de los padecimientos del frente.
Los oficiales más encumbrados secundaron generalmente sus actitudes y acciones. No pensaron desenvainar su sable por un zar inepto que se negaba a escuchar a la Duma, al menos para sosegar las aguas.
Los rebeldes fueron capaces de privar a Nicolás II de sus comunicaciones y sus escasas fuerzas se vieron aisladas. Nadie acudió en ayuda del zar de todas las Rusias, abandonado por su propio gobierno a la merced de los revolucionarios. En aquellas circunstancias abdicó en su hermano menor, el duque Miguel, que careció de ganas y valor para salvar los restos del naufragio.
Se formó un gobierno provisional que tenía la intención de convocar elecciones a una Asamblea Constituyente. Tal gobierno fue el fruto del acuerdo entre el Comité de la Duma y el revolucionario Sóviet de Petrogrado, nombre rusificado de San Petersburgo en tiempos de guerra con Alemania. El extenso imperio se sacudió el zarismo con relativa facilidad, con la misma con la que caería décadas más tarde la Unión Soviética, que se antojaba inamovible.
Como es bien sabido, aquel gobierno no logró conducir los destinos de la compleja Rusia y sus pueblos. Prosiguió la guerra contra los Imperios Centrales y en octubre, nuestro mes de noviembre, de 1917 cayó frente al golpe bolchevique encabezado por Lenin. Pero esa ya es otra historia.
La valoración de la revolución rusa de febrero, según el calendario juliano que todavía seguían los rusos, ha ido variando con el paso del tiempo, en sintonía con las cambiantes circunstancias históricas, más allá de las controversias ideológicas suscitadas. En los días de fortaleza de la Unión Soviética, cuando el marxismo-leninismo gozaba de gran atractivo y predicamento entre muchos jóvenes universitarios del mundo, esta revolución se contemplaba como un simple compás de espera para la verdadera revolución, la del Octubre Rojo, que según las versiones más entusiastas corregía los errores de percepción y estrategia política de los mencheviques, unos ilusos que se empeñaron en proseguir una guerra fallida e impopular en beneficio de los imperialismos británico y francés. En esta perspectiva, era lógico el fracaso del gobierno provisional emanado de un movimiento popular, que había traicionado.
Con el paso del tiempo ha ido ganando fuerza la postura de los que consideran la revolución de febrero una oportunidad frustrada, en las versiones más afiladas asesinada por el golpe de los bolcheviques, que esperaron su oportunidad para hacerse con el poder. Según esta versión, en Rusia se produjo una auténtica revolución, la de febrero, y un golpe de Estado, el de octubre. A causa de ello, el pueblo ruso se apartó del camino de la democracia liberal para adentrarse en el del totalitarismo comunista. Esta manera de ver las cosas ha ganado protagonismo con el derrumbe y disolución de la URSS.
Ciertamente, la revolución de febrero tuvo una trascendencia formidable, pues para algunos inicia el siglo XX con todas las de la ley, marcado por el comunismo soviético. Aquel movimiento revolucionario, que a veces se miró en el espejo del icónico 1789, se inscribió en una honda de protestas más amplia, que alcanzó al imperio turco en 1908, a México en 1910 y al imperio chino en 1911, cuando los reformistas pugnaron por mejorar la suerte de sus países con variable fortuna. A las ansias de reforma hemos de sumar el horror causado por la I Guerra Mundial en millones de personas, que incluso alcanzó a la neutral España en el mismo 1917. Tales movimientos revolucionarios, como el ruso de febrero, se debatieron entre distintas tendencias, a veces sin alcanzar buen puerto. La Rusia de febrero del 17 vivió una experiencia a mitad de camino entre el Tiempo de las Dificultades que coronó finalmente a los Románov y la disolución de la URSS que depuso al comunismo de su cetro. En todo caso, una fecha para recordar.