LA ORGANIZACIÓN DE LOS TERCIOS. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los Tercios fueron el nervio de los ejércitos de los reyes españoles en los siglos XVI y XVII. En su mejor momento simbolizaron el esplendor de su poder militar, alcanzando nombradía en distintos campos de batalla de Europa.
El rey nombraba a un maestre de campo para comandar uno de los tercios, que podía alcanzar sobre el papel la cifra de 3.000 soldados, divididos en doce compañías. El maestre disponía de una guardia personal de ocho alabarderos y de la ayuda de sus entretenidos o aventureros, varones de alcurnia duchos en cuestiones diplomáticas, militares y administrativas que gozaban de su reconocimiento. Vemos que los controvertidos cargos de confianza vienen de lejos.
Cada compañía era reclutada, pues las quintas se implantaron definitivamente bajo los Borbones, por un capitán dotado de permiso o patente, que le autorizaba a poner su bandera de enganche en un mesón o en algún lugar público. En muchas ocasiones se servía de su conocimiento de la sociedad local y de sus contactos para llevar a cabo la recluta. Algunos soldados que habían firmado no vacilaron en desertar en horas de abatimiento. Servían a cambio de una paga, no siempre satisfecha con puntualidad precisamente, pero también lo hacían motivados por el deseo de aventura y de escapar de un horizonte que no les ofrecía la posibilidad de medro.
De las doce compañías dos eran de arcabuceros inicialmente, y las restantes de piqueros con contingentes de mosqueteros. Auxiliaba al capitán en cada compañía su alférez, que tomaba el mando en caso de ausencia o baja. De todos modos su sargento mayor era clave al supervisar la disciplina y el aprovisionamiento de la compañía, dividida a su vez en escuadras de unos veinticinco hombres con su correspondiente cabo. El furriel era el ayudante del sargento mayor en sus menesteres, y el abanderado el soldado que tenía el honor de portar el orgullo de la unidad a toque de tambor en los momentos más comprometidos.
Por encima de cada compañía se encontraba un furriel, un tambor y un capellán mayor, cohesionando al tercio en su funcionamiento orgánico. El talante aguerrido de sus hombres y las penurias de la campaña ocasionaban graves problemas de orden público que afectaban a la población civil, alcanzando su culmen en los famosos motines de Flandes. Para imponer orden y respeto a la tropa estaba el barrachel de campaña, autoridad judicial con sus correspondientes alguaciles, acompañado por un auditor, un carcelero y un verdugo.
Las condiciones sanitarias de la época eran francamente penosas, pero los tercios disponían de sus propios médicos y cirujanos con el deber de atender en los hospitales reales en caso de necesidad. A veces tenían la fortuna de contar con un boticario, diestro en la preparación de fármacos y remedios.
Al tercio lo acompañaba una comitiva de gente a su servicio: pajes de rodela que ayudaban a los combatientes de posición social, mochileros que cargaban con el equipo de los soldados, etc. Los vivanderos se encargaban de proporcionar los alimentos a la tropa, que tenía que pagarlos con su propio sueldo. El sargento mayor acordaba con aquéllos el precio, lo que daba pie a no pocos abusos pese a las regulaciones del sistema de abastecimiento militar de los españoles.
A las tropas también las seguían las prostitutas, autorizadas para evitar atropellos y organizadas por compañías con sus propias autoridades.
Entre los soldados era muy apreciada la camaradería o amistad entre iguales sociales o en el combate, capaz de sortear los más agrios sinsabores bélicos y de proyectarse más allá de las jornadas de campaña. Un caballero podía lograr así una comitiva fiel, y un simple soldado alcanzar honra y honores al servicio de una casa nobiliaria. En el expansivo siglo XVI un buen número de jóvenes como Cervantes probaron con gusto fortuna en la vida militar, cuyos atractivos (como las delicias napolitanas) se ponderaban por encima de sus inconvenientes. En el siglo XVII el servicio en los tercios fue perdiendo su brillo a golpes de carencia de fondos y derrotas, pero la leyenda de los invencibles tercios, los de la temida furia española, sobrevivió con garra.