LA MASACRE DE LA ALQUERÍA BLANCA. Por Gabriel Peris Fernández.
La fiebre independentista bulle con fuerza en el agitado cuerpo catalanista, que no cabe identificar con la rechoncha figura de Pujol a lo Paco Martínez Soria. Las cuatro provincias son lentejas de dudoso gusto español, y los sibaritas se relamen con los más apetitosos Països Catalans de sobrasadas, paellas y enseimadas. La apetencia no es nueva precisamente. Prat de la Riba ya la expresó con gran franqueza a principios del siglo XX: las tierras valencianas entorpecieron la expansión natural catalana hacia el Sur convirtiéndose en reino por culpa de los malvados aragoneses, que tantos quebraderos de cabeza dieron al encasquetado Jaime I, el Mazinguer Zeta del catalanismo tradicional.
En las tres provincias valencianas hay más surtido que en un todo a 1 euro (o a cien para los más provectos), desde catalanistas más fogosos que la estelada en llamas a españolistas más exagerados que la Marujita Díaz de banderita tú eres roja. Ciertamente el voto de eso que llaman los cursis la mayoría social se ha venido decantando por la opción del PP, haciendo chupar mucho banquillo a los desnortados socialistas. Ciertos elementos podían respirar tranquilos. El perill català era detenido por la Guardia Civil a la entrada de Vinaroz, de renombrado marisco.
Para el próximo mes de mayo las cosas podrían cambiar, y mucho, si una coalición de socialistas y grupos de izquierda nacionalista alcanzara la Generalitat. Conscientes del riesgo, algunos tácticos del PP comienzan a remover el poso del miedo, el de una Valencia engullida por el ogro catalán fuera de control. Los tópicos más deplorables se pueden poner otra vez al baño-maría hasta provocar la arcada del estómago más recio.
La agitación del fantoche del enemigo externo, sea catalán o español, es el producto del fracaso interno más clamoroso. Durante años el ahora ejecutado Canal 9 ha ofrecido una imagen digestiva y tópica hasta el exceso de los valencianos y de lo valenciano. En sus informativos las fiestas en honor a algún idolo de la superchería local desplazaban a los contenidos más serios de política nacional e internacional, comportamiento digno del NO-DO franquista que contraponía las corridas de aquí con los horrores de la guerra mundial de allí. La popular serie L´Alqueria Blanca, no blava, resumía los símbolos más apreciados por el conservadurismo valenciano desde los tiempos de CIFESA: alcalde bueno, hermano ambicioso y amante de su familia, cura-trozo-de-pan y tonto-pedazo-de-carne-con-ojos-pero-entrañable, entre otras perlas de un pueblecito de años ha.
Al final la corrupción y el despilfarro han hundido a Canal 9 y a otros, ocasionando en la Alquería una masacre digna de Puerto Hurraco, gravada en vivo por los propios trabajadores sin intervención de Carlos Saura. Su cancioncilla ya nos avisaba que en la Blanca cada bancal y cada piedra ocultaba un historia que callar, y en la Comunidad Valenciana de Naciones los tochos no dejan de cantar a diestro y siniestro.
Durante años los señores del cemento, con el que se han fabricado su cara dura, han exorcizado el diablo del País Valencià, insistiendo en lo de Comunitat. Tras el fracaso de eso que llamaron el "fusterisme" o intento de convertir en negociado el enfado sempiterno de un señor de Sueca, el rey Eduardo I, de la casa de los Zaplana, se ingenió la susodicha Comunidad, una confederación caciquil en el que cada grupo de dirigentes locales tenía derecho a explotar su territorio. Esta alternativa digna de la Mafia de la Costa Este saltó por los aires cuando Eduardo I no llegó a emperatriz de Lavapiés en los Madriles y disputó acremente con doña Francisquita por recuperar el Vedat. Las luchas desgarraron la vida pública valenciana, y ahora contemplamos a los cadáveres. Las historias electoralistas de miedo serían una estúpida deshonra, se llame uno Falcó o Pedreguer.