LA LUCHA POR CARTAGO (1878-81). Por Gian Franco Bertoldi.
La cuenca mediterránea nunca ha sido apacible. Siempre ha presenciado agrias disputas entre las grandes potencias del momento. La época del imperialismo no constituyó precisamente una excepción. Movidos por intereses geopolíticos y económicos bajo el fuerte influjo de la interpretación de los hechos históricos en clave de dominación, los grandes imperios se disputaron los países que habían formado parte del antiguo imperio otomano, que alcanzara desde Argel a la frontera con el actual Irán.
Tunicia evocaba la antigua Cartago, convertida por los conquistadores romanos en África. Punto clave del Mediterráneo Central, el gobierno de su bey había conseguido debilitar los lazos políticos con Estambul, alcanzando una independencia casi virtual no exenta precisamente de riesgos.
Desde hacía tiempo que los turcos habían retrocedido posiciones militares, encajando severas pérdidas en los Balcanes. Los rusos podían convertirse en sus vencedores con gran inquietud de los austríacos, que también anhelaban la península balcánica. El canciller alemán Bismarck se mostraba muy inquieto ante una posible guerra austro-rusa y aprovechó el clima de cooperación imperialista anunciado en el Congreso de Berlín de 1878 para limar asperezas.
Gran Bretaña tampoco deseaba una guerra europea y ofreció a Francia, deseosa de recuperar Alsacia y Lorena de los alemanes, una compensación a cambio de su anexión de Chipre: Siria o Tunicia. En todo momento el reparto de los dominios turcos serviría para sellar la paz entre los grandes de Europa.
El ofrecimiento de enseñorear la antigua Cartago no gustaba a todos los políticos franceses. La conquista de Argelia demostraba toda su dureza, costando notables sacrificios económicos y militares no siempre bien entendidos por la población más humilde. Los republicanos radicales clamaban contra el abandono de la reintegración nacional de Alsacia-Lorena, criticando además todo favor a los especuladores interesados en la conquista tunecina. La III República francesa se mostraba inestable y el gran político Gambetta se mostró reacio a toda intervención.
Imagen de Gambetta.
Sin embargo, los hombres de negocios franceses sí que se condujeron activamente en Tunicia. Ofrecieron créditos y negocios al gobierno del bey, que no terminaron redundando en un acercamiento franco-tunecino pacífico.
Consciente de su fuerza, el bey reconoció sus reclamaciones en 1878-79 para evitar toda escalada militar francesa. En París tal moderación fue bien recibida. Nuevos financieros emprendieron su periplo cartaginés a continuación.
La Sociedad Marsellesa de Crédito se enredó en 1880 en un espinoso asunto de colonización y préstamo agrario, que enojó al gabinete de Mustafa ibn Ismail. El tendido del estratégico ferrocarril de Túnez a La Goleta añadió más leña al fuego.
Los tunecinos se decidieron a jugar la partida contra los franceses, poco decididos a entrar en guerra, recurriendo a los italianos, recientemente unificados y mucho más débiles militarmente. Entre Sicilia y Tunicia existía una larga relación humana dada su proximidad. No pocos negociantes y trabajadores italianos habían tentado fortuna en la orilla tunecina desde hacía muchas décadas.
Vistas las cosas así el rey Humberto de Italia reclamó en 1881 Tunicia como antigua provincia del imperio romano, invocando una grandeza de la que tanto abusaría posteriormente el fascismo. Aquello excedió la paciencia de los políticos franceses.
Las tropas de la república francesa avanzaron desde Argelia, sin que los italianos se decidieran a replicar. Nadie estaba dispuesto a respaldar sus pretensiones, sino más bien a calmar a Francia. El 12 de mayo de 1881 impusieron al gabinete tunecino el tratado del Bardo, que reconocía la tutela francesa y la ocupación de unos cuantos puntos estratégicos del país.
Semejante capitulación fue seguida de rebeliones en varios territorios contra el gabinete y los franceses, que ahora no tuvieron más remedio que conquistar toda Tunicia. En junio de 1883 lograron implantar su protectorado por el tratado de Marsa. Al final la política imperialista se terminó imponiendo. Las relaciones entre franceses e italianos, ya tensas en tiempos de Napoleón III, empeoraron con esta conquista, lo que a la larga nutriría los odios de la fanfarrona política fascista.