LA INQUIETA TAIFA DE ZARAGOZA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Los gobernantes de los emiratos andalusíes, los llamados reyes de taifas, han merecido un juicio adverso tradicionalmente. Ya en su momento, fueron acusados de saltear los caminos por Ibn Hazm. Sus sonoros títulos se compararon con las ínfulas de un gato que se creía león. Sin la legitimidad religiosa de los califas Omeyas, representantes de Dios, fueron tachados de impíos por los ulemas, que alentaron la resistencia de sus súbditos, agobiados por los tributos y las incursiones cristianas.
A día de hoy, la historiografía se muestra más comprensiva con las taifas, valorándose las realizaciones de algunas como la de Zaragoza.
Bajo el Califato, el valle del Ebro fue encomendado al linaje árabe de los Tuyibíes, custodios de la Marca Superior. En los días que siguieron a la muerte de Al-Mansur, consiguieron sumar a su causa a castellanos y catalanes contra Sancho III de Pamplona en el 1018. Sin embargo, las disensiones internas del linaje resultaron funestas. El dominio de Almería de una de sus ramas no evitó que perdieran en 1038 el poder en Zaragoza a manos de Sulayman ibn Hud, de otro encumbrado linaje árabe.
Sulayman intentó frenar las disputas dentro de su casa distribuyendo entre sus hijos los gobiernos de distritos como el de Calatayud, Huesca, Tudela y Lérida, un esfuerzo que no evitó que el emirato se dividiera entre Zaragoza y Lérida.
Al-Muqtadir rigió Zaragoza. Consiguió el dominio de Tortosa en 1060 y en 1076 de Denia. Justa fama ha conseguido su brillante palacio de la Aljafería. Supo mantenerse frente a las presiones cruzadas de Castilla, Pamplona, Aragón, Urgel y Barcelona. Contó con los servicios del renombrado Cid y consiguió recuperar la conquistada Barbastro en el 1065. No todo fueron debilidades andalusíes.
Para saber más.
Eduardo Manzano, Épocas medievales, vol. 2 de la Historia de España dirigida por Josep Fontana y Ramón Villares, Barcelona, 2010.