LA HIDALGUÍA NO ERA COSA DE BROMA.
La literatura del Siglo de Oro español dio de los hidalgos una imagen muy característica, la del hambriento presuntuoso del Lazarillo o del Buscón, sin olvidarnos de la del genialmente “loco” don Quijote. Si reunimos todas estas semblanzas en una, concluiríamos que los hidalgos eran tipos anacrónicos en los siglos XVI y XVII que preferían morirse de hambre antes de “deshonrarse” con el trabajo. Llevando las cosas a un extremo, se afirmaría que el hidalgo era la quintaesencia de la España imperial fuera de toda realidad.
A día de hoy, la historiografía ha ido considerando las cosas con más calma y menos apasionamiento. Los hidalgos de Castilla acusarían los problemas de liquidez económica de otros grupos de la pequeña nobleza del resto de Europa, que también conservaban celosamente su código de honor. Su costumbre de dirimir sus diferencias a través de duelos fue perseguida en la Francia de Luis XIII, la del cardenal Richelieu. Autores como Francisco Rico han interpretado al hidalgo del Lazarillo como un pobre diablo que carecía de la ejecutoria de hidalguía y que trataba de dárselas de tal en una gran ciudad, lejos del conocimiento directo de los vecinos de las localidades pequeñas donde se sabía bien de su solar.
Cuando un hidalgo pretendía tomar vecindad en otra localidad según su rango, debía de acreditarlo, acudiendo a la pertinente Chancillería, que disponía de su oportuna sala. El goce de privilegios tributarios y de la exención de los molestos alojamientos de tropas reales bien merecía tan engorrosos trámites.
Se consideraba que la hidalguía se heredaba de los antepasados, al menos del bisabuelo, y se tenía por más crecida cuando más antigua era. El solar conocido daba tal calidad. Los hidalgos no debían contraer matrimonio con alguien que no lo fuera. En Aragón se les llamaba infanzones y donceles en Valencia. Según las historias al uso, procedían de los que ayudaron a los reyes a recobrar España de los musulmanes.
El hidalgo no podía renunciar a su condición, pues tenía una obligación con sus descendientes, y no podía consentir en convertirse en pechero. Según el Fuero de España, el rey podía otorgar el privilegio de la hidalguía por los servicios prestados, y se le armaba caballero. El hidalgo de sangre precedía al caballero armado. No obstante, no debía participar en los alardes con todo lo que comportaba el mantenimiento de caballo y armas, además de no ser apremiado a ir a la guerra. En tiempos tan recios como los de los Austrias no era cosa menor traer a colación semejantes disposiciones de la Baja Edad Media, cuando se quisieron hacer pagar bien por los reyes a cambio de sus servicios militares, con condiciones de tiempo y cumplimiento muy precisas.
Durante el siglo XVII declinaron las agrupaciones o cabildos de caballeros hidalgos de distintas localidades españolas, pero el comprometido poder real convocó en 1635 a los caballeros a luchar contra los franceses, con resultados poco brillantes. En la segunda mitad de aquella centuria, la profesión militar sufrió un agudo desprestigio social, lo que unido al declive demográfico y económico castellano dio pie al debilitamiento del ejército hispano. Se quiso alzar una fuerza de milicias con la asistencia de los municipios, en la que las capitanías recaerían en los hidalgos locales. Perduró la veterana idea del valor militar hidalgo.
De todos modos, muchos de ellos se empeñaron en librar otras batallas. Mantuvieron porfiados pleitos por conseguir y mantener la mitad de oficios municipales con los pecheros. En la Santa Hermandad observaron la misma actitud. El control de las regidurías de las localidades castellanas les dio opción de tomar decisiones importantes, orientar en su beneficio la aplicación de los tributos, manejar caudales públicos, gestionar bienes municipales, favorecer sus negocios y ejercer influencia social. En este caso, los hidalgos no eran unos somnolientos figurones fuera del mundo real. No desaprovecharon la oportunidad de enriquecerse gracias a la ampliación de los horizontes mercantiles de la Edad Moderna. A través de terceros, en ocasiones, invirtieron y participaron de todo tipo de tráfico. La hidalguía les confirió muchas veces unas ventajas legales y un prestigio envidiables en la sociedad del Antiguo Régimen.
Fuentes.
Mariano Madramany y Calatayud, Tratado de la nobleza de la Corona de Aragón, especialmente del reino de Valencia, comparada con la de Castilla, para ilustración de la Real Cédula de D. Luis I de 14 de agosto de 1724, José y Tomás de Orga, Valencia, 1788.
Víctor Manuel Galán Tendero.