LA GRANDEZA DE LAS ELECCIONES. Por Antonio Parra García y Gabriel Peris Fernández.
Ayer una buena parte de España votó en un sentido ya previsto hace meses. Aquí no ha habido sorpresas como en el Reino Unido y se ha confirmado el lento desgaste del bipartidismo en beneficio de otras formaciones. No es mala cosa precisamente que emerjan nuevos partidos que puedan renovar la vida pública. Durante tiempo historiadores y politólogos han abusado de la comparación de la España de la larga Restauración, que pasó a mejor gloria con Primo de Rivera, con la de la Constitución de 1978. Una ciudadanía más madura que la de 1923 se ha movilizado en el 2015.
Los antifranquistas que reclamaron una España más justa carecieron de los potentes medios de comunicación actuales. Internet nos ha prendido a todos en una medida u otra a la red global, que nos informa, entretiene y conmueve. En consonancia con esta ampliación de nuestros horizontes mentales, reclamamos saber más sobre el manejo de los asuntos públicos y no ser despachados con excusas que sólo encubren corruptelas. Queremos ser dueños de nuestro propio destino en una sociedad que no nos encasilla de entrada, en la que nuestra formación nos rinda una carrera prometedora y lo más plena posible.
Los nuevos ciudadanos han puesto su listón alto y se dan de bruces con el insatisfactorio mundo de nuestras ciudades. Los servicios públicos van perdiendo calidad y se van encareciendo. Sus gestores se muestran incapaces de lograr algo mejor y los casos de corrupción reducen a algunas administraciones a simples depredadores a ojos de muchos.
La crisis nos ha sacado de un letargo frívolo y consumista. Ha puesto de manifiesto la precariedad de nuestros empleos, la cortedad de demasiados salarios y la mezquindad de un sinfín de viviendas mal construidas a precio de oro. Se ha puesto sobre la mesa que no vivimos en ninguna edad gloriosa y que necesitamos de una actitud cívica más activa, la del plebiscito diario de la democracia, si queremos encarar con mayores garantías nuestro porvenir.
La primavera árabe llamó la atención de muchos jóvenes españoles, nacidos en un país urbano y con ganas de vivir. Lo que pasa en un lugar afecta a todo el mundo globalizado y las redes sociales comenzaron a movilizar a personas que parecían dormidas. En Valencia estalló en el 2012 otra primavera de contestación.
Las elecciones de ayer han recogido el guante de toda esta emergencia. Con independencia de las negociaciones para concertar pactos en municipios y comunidades autónomas, ya se pueden anotar algunas consecuencias:
1ª. Las elecciones han demostrado que la soberanía reside en el pueblo y que muchos delincuentes públicos que no han sido depurados ni por sus partidos ni por la justicia lo han sido a través de las urnas, pues han sido privados de su fuente de poder e influencia. Nuestra soberanía marca el límite entre lo permisible y lo inapropiado.
2ª. Nuestras instituciones tan costosamente logradas tras una horrorosa Historia pueden ser liberadas de lacras y dar vida a nuestro sistema político. La Constitución quizá sea difícil de reformar, pero no tanto de renovar.
3ª. En ciudades como Barcelona o Valencia muchos electores han dado la espalda y han penalizado una demagogia populachera alzada a base de patrioterismos. La guerra de todos los días es más importante que la de las banderas. Los señores catalanistas han comprobado que no toda Cataluña es su palmera el Once de Septiembre: Laura ha descubierto la estupidez de la ciutat dels sants. Los prohombres que ejercen valencianía han constatado que los ciudadanos no sólo aspiran al coma etílico de las fiestas patronales.
4ª. La juventud participa de una democracia que fue creada para el futuro, para el suyo y para el de todos nosotros. Durante años hemos tratado de enseñarles a ser libres en un país democrático y es justo que ahora les demos la bienvenida a la vida política, pues tienen tanto derecho como el que más a vivir con plenitud, sin miedo, sin resentimiento, sin resignarse a la miseria de lo de siempre.
Ayer todos participamos de la construcción de nuestro futuro, que se construye a través del pacto que llamamos sociedad. Cuando somos ciudadanos no somos los siervos de los caciques.