LA FUERZA DE LAS PARENTELAS EN EL ARAGÓN MEDIEVAL. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Hasta no hace mucho la historiografía ha destacado el renacimiento de la vida urbana durante la Plena Edad Media. El aire de las ciudades hacía libres a las personas, algo que la Historia de Aragón parece confirmar. El concejo impuso la justicia pública y desterró la privada de las parentelas.
Las gentes de la Jaca de finales del siglo XI procedieron de distintos lugares y su forma de vida fue plenamente urbana, regulada por el Fuero de 1277. Bajo el imperio de su concejo vivieron sus vecinos, sin conceder mayor protagonismo a los linajes o parentelas en su esfera pública. El Fuero de Teruel, datado entre 1247 y 1265, tampoco las menciona en los retos caballerescos, pues la justicia de la sangre no se reconoció legalmente.
Michael Mitterauer ha destacado la importancia de la familia conyugal desde el siglo IX bajo los poderes señoriales. Asimismo, los clanes perdieron fuerza ante la cristianización. La Cristiandad conquistadora de la Plena Edad Media ya no alumbró una sociedad gentilicia.
Tales planteamientos son muy genéricos y reservan poco espacio al matiz. En un pleito de la Ribagorza de 1119 el abad de San Victorián y el prior de Obarra instituyeron la misma costumbre o norma en ocho lugares distintos para dirimir las diferencias. No se toleró abandonarlos con bienes muebles si se contraía matrimonio fuera de los mismos y no se dividirían sus heredades entre los familiares. Entre los campesinos no se desterró la parentela, igualmente útil para los señores. Tampoco el cristianismo le dio de lado. En su testamento de 1131 Alfonso el Batallador expresó su deseo de salvar el alma de sus padres con sus legados.
La utilidad de la parentela era indiscutible y el Fuero de Calatayud le reservó intervenir en los casos de homicidio entre vecinos, el rapto de una mujer y la redención de cautivos. En las trifulcas siempre era bueno contar con un grupo de personas adictas más allá de los lazos de fidelidad al uso. Las cartas de infanzonía aragonesas de comienzos del siglo XII extendieron su gracia a hijos, hijas, nietos y toda la descendencia. Los linajes nobiliarios se fortalecieron y en el 1134 los infanzones extendieron sus exenciones de hueste a su casero o yuguero en la villa donde poseyeran heredades propias. En caso de desposesión de sus honores por el rey, que alcanzaba a los hijos, la tenencia pasaría a otros parientes en lugar de a un forastero.
La parentela ganó peso en la concertación matrimonial, en la disposición de las arras, en la reclamación de bienes y en los parentescos artificiales. En 1242 los infanzones de Huesca pudieron desheredar a los hijos que se casaran sin su consentimiento. Bajo la protección del progenitor o de los parientes más cercanos se consideraron irrenunciables las arras de la esposa, según defendió Vidal Mayor en 1247. En las Cortes de Aragón de 1349 se reconoció que hermanos y parientes pudieran reclamar los bienes de los familiares ausentes del reino durante más de una década. Tenían que solicitarlos de los procuradores establecidos, dar fianzas, comprometerse a no enajenarlos, dar cuenta de su administración y a reintegrarlos en caso de retorno. El Juan sin Tierra aragonés no se la jugaría a Corazón de León en teoría.
Los parentescos artificiales prosperaron durante la Baja Edad Media, cuando las parteras fueron consideradas madrinas administradoras de partos. Al faltar la descendencia natural se podía prohijar a una persona que no perteneciera al mismo linaje que cumpliera con los legados piadosos. Jaime I se prestó a esta clase de tratos con el navarro Sancho el Bravo.
Los linajes fueron inseparables de la vida urbana aragonesa, lo que creó importantes disturbios en más de una ocasión. Las pretensiones de los reyes de afirmar su autoridad condujeron en parte a los infanzones y otros a encastillarse en el vigor de sus parentelas. La Historia no es algo lineal y la trayectoria de la familia más rica de lo que a veces se ha supuesto.