LA FARSA DE ÁVILA.
“Entretanto que el rey llegaba a Salamanca con la reina y la infanta su hermana, el arzobispo de Toledo se apoderó de la ciudad de Ávila y del morro de la iglesia mayor, que estaba de su mano, y así apoderado, vinieron allí luego los caballeros que estaban en Plasencia con el príncipe don Alfonso; donde fueron convenidos y juntados lo que aquí serán nombrados; don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo; don Iñigo Manrique, obispo de Coria; don Juan Pacheco, marqués de Villena; don Álvaro de Zúñiga, conde de Plasencia; don Gómez de Cáceres, maestre de Alcántara; don Rodrigo Pimentel, conde de Benavente; don Pedro Portocarrero, conde de Medellín; don Rodrigo Manrique, conde de Paredes; Diego López de Estúñiga, hermano del conde de Plasencia, con otros caballeros de menor estado.
“Los cuales mandaron hacer un cadalso fuera de la ciudad en un gran llano, y encima del cadalso pusieron una estatua asentada en una silla, que decían representar la persona del rey, la cual estaba cubierta de luto. Tenía en la cabeza una corona, y un estoque delante sí, y estaba con un bastón en la mano.
“Y así puesta en el campo, salieron todos aquellos ya nombrados acompañando al príncipe don Alfonso hasta el cadalso. Allí llegados, el marqués de Villena, el maestre de Alcántara y el conde de Medellín, y con ellos el comendador Gonzalo de Saavedra y Alvar Gómez tomaron al príncipe, y se apartaron con él un gran trecho del cadalso.
“Y entonces los otros señores que allí quedaron, subidos en el cadalso, se pusieron alrededor de la estatua; donde en altas voces mandaron leer una carta más llena de vanidades que de cosas sustanciales, en que señaladamente acusaban al rey de cuatro cosas: que por la primera, merecía perder la dignidad real; y entonces llegó don Alonso Carrillo, arzobispo de Toledo, y le quitó la corona de la cabeza. Por la segunda, que merecía perder la administración de justicia; así llegó don Álvaro de Zúñiga, conde de Plasencia, y le quitó el estoque que tenía delante. Por la tercera, que merecía perder la gobernación del reino; y así llegó don Rodrigo Pimentel, conde de Benavente, y le quitó el bastón que tenía en la mano. Por la cuarta, que merecía perder el trono y asiento de rey; y así llegó don Diego López de Zúñiga, y derribó la estatua de la silla en que estaba, diciendo palabras furiosas y deshonestas.
“¡Oh súbditos vasallos! No teniendo poderío, ¿cómo descomponéis al ungido de Dios? ¡Oh sujetos sufragáneos! No teniendo libertad, ¿cómo podéis deshacer al que Dios y la naturaleza quisieron que fuese rey? ¡Oh gente sin caridad! Siendo criminosos, ¿cómo pudisteis ser jueces y acusadores, imponiéndole vuestro crimen? Pensando quedar sin culpa, os hicisteis más culpables; por abonar vuestros yerros, hicisteis mayor error. ¿De qué defectos queréis condenar a vuestro rey, que los vuestros no sean mayores? ¿Qué infamias le queréis imponer, que las vuestras no sobrepujen? Si fuerais naturales del reino, os hubierais dolido de desfamar vuestra nación. Porque erais extranjeros, de tierras ajenas venidos, deshonrasteis al rey natural de los reinos de Castilla. Mas como fuisteis ajenos y de ajena nación venidos, no os condolisteis ni tuvisteis compasión de robar ajena fama. Así, por cubrir vuestras mancillas mancillasteis los limpios, y quedasteis ensuciados en la fama para siempre.
“Luego que el acto de la estatua fue acabado, aquellos buenos criados del rey, agradeciendo las mercedes que de él recibieron, llevaron al príncipe don Alfonso hasta encima del cadalso; donde ellos y los otros prelados y caballeros, alzándolo sobre sus hombros y brazo, con voces muy altas dijeron: ¡Castilla por el rey don Alfonso! Y así dicho esto, las trompetas y tabales sonaron con gran estruendo.”
Crónica del rey Enrique Cuarto. Edición de la Biblioteca de Autores Españoles, Madrid, 1953, pp. 144-145.
Selección y adaptación al castellano actual de Víctor Manuel Galán Tendero.