LA DIFÍCIL PAZ HISPANO-INGLESA DE 1604. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

22.08.2024 10:15

               

                Españoles e ingleses libraron abiertamente desde 1585 una guerra con frentes en el Canal, los Países Bajos, el Atlántico y las Indias. El fracaso de la Gran Armada impidió a los españoles someter a su voluntad a Inglaterra, que también fracasó en varios de sus ataques a la Península y a la América española. Si la resistencia irlandesa devoraba sus recursos militares, los de España se encontraban consumidos por su largo conflicto en los Países Bajos.

                El ascenso al trono inglés el 24 de marzo de 1603 de Jacobo I, que ya era rey de Escocia, abrió una nueva perspectiva diplomática para la corte de Felipe III, que temía que Enrique IV de Francia volviera a las hostilidades contra España. Con no poca cautela, se iniciaron negociaciones de paz, pero veteranos del comercio inglés de contrabando desde Sevilla como Thomas Alabaster (a la sazón miembro de la Compañía de las Indias Orientales) alertaron de sus peligros. El 7 de noviembre se dirigió al primer secretario Robert Cecil para señalarle los problemas de la paz con España.

                Aquel hombre de negocios, como otros muchos, desconfiaba vivamente de España, cuya ambición y poder temía. Por los comisionados españoles en Calais supo que si los ingleses no se retiraban de las fortalezas zelandesas de Flesinga, Rammekens y Brielle resultaría muy difícil llegar a un acuerdo. Como sus guarniciones eran una carga para las finanzas de Inglaterra, varios miembros del consejo privado de Jacobo I se mostraron dispuestos a cederlas. Alabaster acusó al embajador español de persuadirlos más todavía con el soborno de joyas.

                Ciertamente, las luchas en los Países Bajos y la hostilidad con los españoles habían perjudicado vivamente a los mercaderes ingleses, que tuvieron que compensar sus pérdidas dirigiéndose a los puertos del Báltico. La paz, además de honorable, podría resultar lucrativa, pero nuestro hombre se mostró preocupado por la completa pérdida de los Países Bajos, ya fuera por una victoria militar española o por una hipotética reconciliación con sus contrarios, las nacientes Provincias Unidas.

                Los neerlandeses habían sido capaces de desplazar el comercio de los turcos en el Este, pero ir de la mano con ellos resultaba muy problemático. Ya se apuntaba entonces la incipiente competencia entre ingleses y neerlandeses en las Indias Orientales. Años más tarde, en 1623, los ingleses padecerían a manos de aquéllos la masacre de Amboyna.

                Por importante que hubiera podido ser el Mediterráneo, Alabaster puso sus ojos en el tráfico con las Indias Orientales y Occidentales, donde España había acrecentado sus dominios tras la incorporación de Portugal en 1580. Para mantener la marina, esencial para la defensa y la economía de Inglaterra, debería de asegurarse el comercio con aquellas tierras, pues de lo contrario la paz sería más destructiva que la guerra.

                Tampoco se dejó en el tintero la delicada cuestión de la libertad religiosa de los mercaderes ingleses en los dominios hispanos frente a los ataques de la Inquisición, aduciéndose razones de libertad de conciencia y seguridad en los negocios.

                Los diplomáticos españoles estuvieron al tanto de tal estado de opinión, del que se hizo eco el 15 de mayo de 1604 el condestable de Castilla en su correspondencia con el conde de Villamediana. Aunque puso el mayor énfasis en la defensa de los católicos de Inglaterra e Irlanda, a los que debería de asegurarse el libre ejercicio de sus creencias, se mostró pragmático en varios puntos. En España se clausurarían los seminarios de sacerdotes ingleses y el Santo Oficio no inquietaría a los hombres de negocios de Inglaterra por cuestiones pasadas.

                A su modo de ver, los católicos ingleses ayudarían a establecer el libre comercio entre los dominios de Jacobo I y los de Felipe III, aunque no se autorizara su navegación hacia las Indias. Deberían de conformarse con mercadear con los puertos de España y de los Países Bajos de obediencia española.

                De todos modos, el camino más seguro de garantizar el acercamiento hispano-inglés no era el comercio, sino la alianza con Jacobo I, que debería de romper relaciones con los neerlandeses. La deseada paz se antojaba muy insegura, pues los años de guerra habían dejado un reguero de odios y reclamaciones. Las presas hechas por los ingleses a la navegación española debían ser resarcidas, y reclamadas las joyas y otros objetos de valor que los insurrectos de Holanda, Gante, Amberes y Brujas empeñaron a Isabel I en garantía de su ayuda. Al ser de la casa de Borgoña, debían entregarse a los archiduques Alberto e Isabel Clara Eugenia, que regían los Países Bajos hispanos.

                Desde aquí se siguieron con vivo interés las negociaciones, y los mismos archiduques participaron del tratado de paz, alianza y comercio suscrito el 28 de agosto de 1604. Se expresó con solemnidad que el incendio de la guerra había quemado las provincias cristianas, y por la gracia de Dios ahora se pensaban extirpar las semillas de la discordia. La llegada al trono inglés de Jacobo de Escocia permitía restablecer la antigua alianza entre ambas monarquías. La liberación de prisioneros y la abstención de actos hostiles dieron la medida de los nuevos tiempos.

                Tanto españoles como ingleses se abstendrían de dar apoyo a cualquier rebelde. Sin embargo, las plazas de Flesinga, Rammekens y Brille, que tanto revuelo habían ocasionado, no se entregarían a los archiduques por los compromisos previamente suscritos por Isabel I, que ataban a Jacobo I. Sin embargo, el nuevo rey de Inglaterra procuraría que se alcanzara una paz con las Provincias Unidas, disponiendo libremente a continuación de tales fortalezas.

                En el ínterin, ni los españoles atacarían sus guarniciones inglesas, ni los neerlandeses serían socorridos por Inglaterra. Además, sus navíos no les transportarían mercancías de España u otros reinos. Atisbando la incipiente rivalidad anglo-neerlandesa, los españoles pensaban ahogar así política y económicamente a las Provincias Unidas.

                En la cuestión del libre comercio, los españoles lo consintieron según los usos de las antiguas alianzas, sin autorizar la navegación a las Indias. De hecho, el 4 de enero de 1607 Felipe III confirmaría los privilegios consulares de los ingleses en Sevilla, Sanlúcar, Cádiz y Puerto de Santa María, que databan de 1538. Según los términos del tratado, el comercio inglés con las Indias sólo se podría hacer de manera indirecta, aceptando el monopolio sevillano.

                De gran importancia fue que los barcos de guerra de ambas partes pudieran acogerse a los puertos de su aliado por mantenimiento o tempestad. No en vano, la armada española llegó a recalar en 1639 en las costas de Kent en pleno combate con los neerlandeses, resultando finalmente derrotada en la batalla de las Dunas.

                La paz entre ambas coronas duró oficialmente hasta marzo de 1624. Aunque sobre el papel fue un éxito diplomático español, no se consiguió subordinar a los ingleses en los términos esperados.       

                Fuentes.

                ARCHIVO HISTÓRICO NACIONAL.

                Estado, 2798, Expedientes 6 y 14.

                Documento SP 14/4 f. 146r en nationalarchives.gov.uk