LA CREACIÓN DE LA SANTA HERMANDAD. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Al comenzar 1476, los partidarios de doña Isabel y los de doña Juana se encontraban en guerra por el trono de Castilla. En el mismo mes de enero, los isabelinos consiguieron hacerse con la fortaleza de Burgos, y en marzo ganar la importante batalla de Toro. Convocaron Cortes en Madrigal de las Altas Torres en la primavera, donde se tomaron decisiones tan importantes como la creación de la Santa Hermandad.
En la Crónica de Fernando del Pulgar, se menciona expresamente el deseo de poner orden en una Castilla azotada por la delincuencia de todo tipo, que se acrecentó durante la guerra civil. El contador mayor de cuentas Alonso de Quintanilla y el provisor Juan de Ortega aparecen como sus grandes promotores, particularmente el primero, que esgrimió el derecho a defenderse contra la tiranía de los delincuentes.
Antes de las Cortes de Madrigal, se recabó el sentir y el parecer de algunos prohombres de Burgos, Palencia, Medina del Campo, Olmedo, Ávila, Segovia, Salamanca o Zamora, dándose cita en Dueñas en marzo de aquel año. Allí defendió con elocuencia Quintanilla la idea de la Hermandad, ratificada en las Cortes iniciadas en Madrigal y proseguidas en Segovia.
La Hermandad se estableció en principio por tres años. Se dirigió tal disposición de orden público a todas las provincias, merindades, valles, ciudades, villas y lugares de los reinos de doña Isabel y de su esposo don Fernando, que todavía no era monarca de Aragón.
Cada ciudad o villa, por sí y por su tierra, se hermanaría con otras en un plazo de treinta días, una vez pregonada la notificación. La herencia de las hermandades medievales, tan preciada entre las gentes de los concejos, se aprovechó concienzudamente.
Actuarían los hermanados en casos de asalto de caminos, homicidios o retención de personas y bienes sin mandato real, pues nunca debería de volverse la institución contra la misma autoridad regia.
Se vedaban expresamente la toma de prendas y otras represalias, con la excusa de los privilegios de Enrique IV, el censurado hermano de doña Isabel al que en 1473 se le había presentado un proyecto de hermandad general. Los instrumentos del poder se ponían al servicio de la causa isabelina.
Cada ciudad, villa o lugar debía elegir alcaldes diputados, con el concurso de su concejo y sus oficiales. Las que contaran con un máximo de treinta vecinos, uno, y dos las que excedieran ese número. También se escogerían cuadrilleros para perseguir a los delincuentes.
Los hermanados actuarían a instancia de un denunciador o por conocimiento del delito. Contra los malhechores, se llamaría al apellido municipal a toque de campana. Se les perseguiría hasta cinco leguas, pasadas las cuales otra fuerza seguiría el rastro, y así hasta prenderlos o echarlos fuera del reino.
Cada provincia, merindad, valle, ciudad, villa, lugar o partido debía reunirse en junta anualmente en la cabeza del partido para ejecutar las penas debidamente y atender a lo que debía cumplirse por el bien de la Hermandad. Cada partido diputaría a su vez un representante para la junta general, que sería presidida por el obispo de Cartagena Lope de Ribas.
Se nombró capitán general de la Hermandad al hermano bastardo del rey don Fernando, don Alfonso de Aragón. Bajo su mando estuvieron ocho capitanes, al frente de unidades que iban de las trescientas hasta las cien lanzas.
El dinero necesario para su mantenimiento se repartiría entre las distintas localidades por un grupo de diputados (muchos de ellos caballeros), a razón de sufragar cada cien vecinos el sueldo de un hombre de caballo.
A pesar de la resistencia inicial de muchos grandes señores a establecerla en sus dominios y al reconocimiento de la exención fiscal de los hidalgos a su contribución, la Santa Hermandad se erigiría en una de las instituciones más significativas del nuevo Estado autoritario. Llegó a abarcar el territorio de la Corona de Castilla finalmente, a prolongar su existencia hasta 1834, a levantar una fuerza de dos mil jinetes y a tomar parte en las campañas de la conquista de Granada. Era mucho más de lo inicialmente propuesto por Alonso de Quintanilla.
Fuentes.
Cortes antiguas. Reinos de León y Castilla. Tomo IV, Madrid, 1882, pp. 5-6.
Fernando del Pulgar, Crónica de los Reyes Católicos. Edición de Juan de Mata Carriazo, Granada, 2008, vol. 1.