LA CONSTRUCCIÓN DEL REINO DE INGLATERRA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.

06.04.2015 09:55

                

                En el 1066 las huestes del duque de Normandía Guillermo vencieron a los anglosajones en una batalla que podían haber perdido, la de Hastings. El bastardo se convirtió en el conquistador y los descendientes de los indómitos vikingos demostraron que se podían convertir en una fuerza constructiva en la Europa medieval. Inglaterra no fue el único territorio insular que terminaría bajo su dominio, pues en Sicilia también alcanzaron un resonante éxito. En ambos lados tuvieron el acierto de servirse de las instituciones y de los usos precedentes para afirmar su poder, que se configuró como una poderosa monarquía con grandes apetitos conquistadores. La discordia interna en forma de guerra civil los atormentó en más de una ocasión como a otros muchos reinos de la Cristiandad, pero tuvieron el acierto de forjar Estados que se han considerado respetables precedentes de los actuales, en Inglaterra en particular, donde se desembocó en un parlamentarismo que no tuvo el mismo alcance en Sicilia.

                            

                Los reyes normandos de Inglaterra se vieron como señores de un conjunto mucho más amplio, que abrazó en distintos momentos desde el interior de Irlanda al corazón de Francia, pasando por Escocia. Las visiones nacionalistas han intentado colorearlo con tonos particularistas, aunque en realidad se trató de un conjunto heterogéneo de pueblos con usos particulares del que se benefició una aristocracia guerrera variopinta que con frecuencia tuvo el francés, además del latín, como lingua franca. Bien puede sostenerse que la monarquía normanda fue la que construyó el reino de Inglaterra, y no al revés.

                La pretensión de un reino sumiso a la voluntad real tuvo muy poco de patriótico o de altruista. Guillermo I (1066-87), Enrique I (1100-35) y Enrique II (1154-89) sólo quisieron ser más poderosos, obedecidos y ricos.

                La distribución en condados de la Inglaterra anglosajona le resultó de gran utilidad al primero. Al frente de cada uno situaría a un sheriff de su confianza encargado de hacer cumplir sus mandatos e impartir justicia, fuente de la autoridad real.

                Entre varios condados repartió los bienes feudales entregados a sus vasallos, a los que se les exigió el juramento de fidelidad, la asistencia a la Curia tres veces al año y la aportación de caballeros e infantes. Algunos historiadores han cuantificado en 5.000 jinetes la fuerza de caballería de Guillermo I a finales de su reinado. Aquellos que no quisieron o no pudieron aportar tropas de buena calidad pagaron en compensación la suma del scutage, la redención en metálico que permitía poner en pie una fuerza mercenaria más competente, compuesta de hombres de guerra verdaderamente avezados.

                Ningún barón de Inglaterra pudo alinear un poder militar similar, evitándose por todos los medios (incluidos los de la confiscación y el reparto ulterior) la concentración de tierras y hombres en manos de algún noble, exceptuándose parcialmente de ello por razones militares las fronteras galesas. El Papa de Roma saludó al comienzo la conquista normanda como un medio para acrecentar su influencia al otro lado del canal, aunque lo cierto es que Guillermo sometió implacablemente a obispos y abades. El Domesday Book del 1085, en el que se consignó el mayor número de los hogares ingleses con propósitos tributarios, nos ofrece una cumplida muestra de la competencia de su administración. Russell cifró la población inglesa en 1.100.000 habitantes a partir de tan excepcional documento.

                De momento Inglaterra no apuntaba hacia una monarquía parlamentaria y Enrique I, consciente de la importancia de la gestión financiera de sus recursos en tierras y en derechos, promovió el Exchequer, su particular oficina tributaria encargada de supervisar la recaudación y de ingresar correctamente en tesorería los impuestos, atendiendo los problemas judiciales derivados. En el Pipe Roll se apuntaron cuidadosamente los resultados. Un canciller, un mariscal, un condestable, dos chambelanes y varios clérigos velaron por el buen funcionamiento de la administración real, cuya mejora junto con la disponibilidad de bienes permitieron a Enrique I no depender de sus vasallos en materia económica.

                                                    

                El avasallamiento de muchos eclesiásticos no impidió las primeras disputas entre la monarquía normanda y la Iglesia católica en suelo inglés, punto de partida de una ruptura que todavía ni tan siquiera se intuía. Sin luchas similares a las que conmovieron el Sacro Imperio se alcanzó el acuerdo temporal de reconocer al rey la investidura de las tierras de la Iglesia, pero no de sus dignidades.

                                        

                Con Enrique II y Becket el conflicto subió de tono considerablemente a partir de las Constituciones de Clarendon, en las que el rey imponía su autoridad. Su Tribunal adquirió un destacado relieve, promulgando disposiciones que nutrieron el derecho consuetudinario inglés sin necesidad de acudir a fuentes romanistas. Los jueces itinerantes realizaron una importante tarea en una Inglaterra en la que se consagró definitivamente el jurado local. Los castillos sin permiso del monarca fueron destruidos y a la muerte de Enrique II nada parecía capaz en eclipsar el poder real. Bajo Ricardo Corazón de León y su hermano Juan las circunstancias terminaron favoreciendo la voz de la nobleza y de los patricios urbanos expresada en el parlamento.