LA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD CRISTIANA EN EL CONCILIO DE ELVIRA. Por José Hernández Zúñiga.
En el 304 el emperador Diocleciano obligó a los cristianos a sacrificar en honor de los viejos dioses. Las diferencias con los paganos parecían claras, pero las actas del concilio de Iliberris o Elvira del 307 nos muestran una realidad más compleja.
Allí acudieron diecinueve obispos y veinticuatro presbíteros procedentes de Acci (Guadix), Corduba, Hispalis, Tucci (Martos), Epagrum (Cabra), Castulum, Mentesa (Villanueva de la Fuente), Urci (quizá Pechina), Emerita Augusta, Caesar Augusta, Legio Fibularia (entre Loarre y Bolea), Ossonoba (Faro), Ebbora, Eliocroca (Lorca), Masti (cercana a Cartagena) y Malaca.
Se acordó que los dignatarios eclesiásticos no deberían abandonar sus lugares de residencia, negociar a través de parientes o de servidores ni ejercer la usura. Además de ganarse la palma del martirio, los dirigentes de la comunidad cristiana deberían de marcar distancias con el estilo de vida tradicional del ordo decurional encargado de regir la vida ciudadana.
En este contexto podemos comprender mejor las prescripciones en materia familiar y sexual, que hoy en día no son compartidas ni entendidas por muchos. Los dignatarios cristianos deberían abstenerse del trato carnal con sus esposas, así como casar a sus hijas con sacerdotes paganos bajo pena de no recibir el sacramento de la comunión. Al romperse estos lazos sería más fácil trasladar el sentimiento de familiaridad hacia la propia Iglesia. La cohabitación idónea con una mujer sería con una hermana o una virgen consagrada, punto de partida de los monasterios dúplices posteriormente extinguidos.
A tales renuncias se sumaba el rechazo de una serie de usos y costumbres del mundo greco-romano. El aborto, tolerado por el derecho romano, se prohibió al considerarlo contrario a la voluntad de Dios. En los bautizos no se ofrecerían monedas como ofrenda. Los juegos de azar no se consideraron de buen tono, así como gustar de las exhibiciones de aurigas y pantomimos. Las caras diversiones sufragadas por el evergetismo de los decuriones se pusieron en la diana a las claras. También se insistió en no decorar los templos con pinturas, una tendencia que sería retomada por los iconoclastas bizantinos siglos más tarde.
Las delegaciones que acudieron a Iliberris procedieron fundamentalmente de la Hispania más romanizada, con la salvedad de Tarraco y otros puntos mediterráneos, y en el concilio se quiso perfilar la identidad cristiana con fuerza. La persecución de Diocleciano trató de inclinar brutalmente la balanza del lado tradicional entre aquellos que se debatían entre las dos orillas, dada la larga trayectoria histórica del sincretismo mediterráneo. Sin embargo, el cristianismo había ganado fuerza entre las fuerzas dirigentes de las ciudades bajoimperiales, un elemento que tuvo muy en cuenta el astuto Constantino.