LA CARTAGENA DE CARLOS III SEGÚN TOWNSEND. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Mister Townsend mucho antes del Cantón.
Dentro del antiguo Reino de Murcia se singularizó con vigor la bimilenaria ciudad de Cartagena, atalayando un litoral poco hospitalario para los labradores y hostilizado por la piratería de toda laya. Empero del inquietante Mediterráneo arribaron las oportunidades que engrandecieron nuevamente a la veterana fundación de Asdrúbal. La posesión británica de las estratégicas llaves de Gibraltar y Menorca, junto a las pretensiones irredentistas sobre Italia, convencieron a los gobiernos borbónicos de vigorizar Cartagena con decisión. Entre 1728 y 1731 fue designada sede de la Capitanía General del Mediterráneo. En 1745 el marqués de la Ensenada trasladó aquí la actividad de las atarazanas de Barcelona. Las obras de los reputados diques secos se iniciaron en 1751 y concluyeron en 1759. En los trabajos del Arsenal colaboraron personalidades de la relevancia de Jorge Juan, y al final Cartagena se alzó en elemento fundamental del tridente naval español junto a sus hermanas de Cádiz y El Ferrol.
Visitó la bulliciosa ciudad entre el 2 y el 15 de mayo de 1787 el viajero Joseph Townsend (1739-1816), que con el beneplácito oficial recorrió la España de Carlos III. Simpatizante del metodismo y del liberalismo económico, este andariego rector anglicano nos brinda una instantánea de la coetánea Cartagena que por todos los costados rezuma vida. Una fortuna de la que desdichadamente no gozaron Lorca y Murcia, entre otras. Estuvo de paso en Lorca y su extenso término, reseñando ciertos aspectos de su vida agraria. Al no disponer de las cartas de recomendación del conde de Floridablanca en el momento oportuno, acortó su estancia y sus observaciones en la capital murciana. Sus descarnados juicios, generalmente introducidos con educada amabilidad, debieron mucho a sus confidentes y amistades. Su anfitrión, el rico comerciante de barrilla McDonell, le trasladó su experiencia de años condensada en charlas y visitas a lo largo de doce jornadas de estancia útil. En el relato se descubre a alguien más que a su autor material, dejándose sentir las voces de una sociedad en movimiento, cuyo clamor desde 1808 ya nadie silenciaría.
Una localidad mediterránea.
Townsend entró en la Cartagena de calles anchas y cómodas sin rodeos históricos que ponderasen las gestas de púnicos y romanos, cediendo ante lo convencional y lo neoclásico. Ateniéndose a cierto empirismo valoró la decadencia de su castillo y la de su catedral, presto a ensalzar los avances del presente sin engolfarse en las nostalgias del pasado. Con sumo placer se sumergió en la vida de los cerca de 60.000 cartageneros.
Una cifra quizá un tantico elevada mas no excesiva, pues el crecimiento desde comienzos de la centuria había sido notable, superando con creces los 10.000 habitantes iniciales. Cuantificó Townsend en 15.000 las familias que se repartían el consignado número de almas, a razón de cuatro por familia. Las documentadas investigaciones de Francisco Chacón y sus colaboradores detallan con esmero que mediado el XVIII una familia de labradores de Cartagena ofrecía una media de 5´2 personas por familia, una de jornaleros 3´6, una de albañiles 3´6, y una de integrantes del Ayuntamiento 5´9. Las diferencias de fortuna y la presencia de criados y esclavos ocasionaban tales discrepancias. Townsend no detalló nada de su distribución socioprofesional.
Sus observaciones ganaron un mayor interés práctico cuando se acercó a la vivienda cartagenera desde una óptica propia de la antropología social que se complace en la explicación climática. Sus tejados planos permitían el goce de la brisa aprovechando la cortedad de la estación de las lluvias. Sin embargo, Townsend no era todavía ni remótamente el romántico Hans Christian Andersen, tan dispuesto a la idealización de las cálidas veladas mediterráneas. El comedido mosén se complació más en los útiles sotanos de piedra de los hogares de los comerciantes.
El corazón de la ciudad.
Las comodidades domésticas y el aumento poblacional procedieron del gran motor de la Cartagena del XVIII, los astilleros del Arsenal, concluidos en 1765. Nuestro viajero no pudo visitarlos al carecer de autorización directa desde la Corte, lo que no fue óbice para contemplarlos con comodidad desde edificios y colinas cercanas, siguiendo la diestra guía de McDonell. Es evidente que el espionaje británico no requeriría las habilidades de ningún James Bond del tiempo para conocer los avances de nuestra construcción naval en el Mediterráneo, riesgo que tanto alarmó a Lord Keene cuarenta años atrás.
Townsend divisó la gran dársena de guerra provista de almacenes anexos, además de los muelles secos para carenar, que disponían de bombas de incendios para achicar agua. En 1774 se instaló para tal fin la primera máquina de vapor en España. Elogió nuestro autor el procedimiento de conservación en agua salina de mástiles y aparejos, regulándose su nivel gracias a exclusas, a la par que censuró con gran acritud el empleo de presidiarios en los trabajos del Arsenal, comparándolo con lo practicado en Portsmouth.
Junto a los trabajadores libres cualificados se recurrió al laboreo forzado de presidiarios procedentes de Cádiz, Málaga y Ceuta, incluso de esclavos musulmanes. Townsend detestaba tal recurso por no rehabilitar moral y socialmente a los condenados (deteriorando aún más su condición). Éstos saboteaban el rendimiento laboral arrojando a las bombas piedras, clavos y pedazos de hierro. Y por si faltara algo, también era antieconómico: la reforma de la condición penal en el tiempo de Beccaria cabalgaba a lomos de la introducción del liberalismo económico. El mantenimiento diario de 2.000 presidiarios costaba 10.000 reales, más los derivados del sostenimiento de la guarnición de 500 soldados, privando de paso de brazos a la economía útil, a cambio de una misérrima productividad de la décima parte de lo consumido.
Sin embargo, al perspicaz viajero se le escaparon los benéficos efectos de arrastre del Arsenal sobre los sectores económicos de otros puntos del Reino de Murcia, especialmente remarcables en la carretería y en la agricultura cercanas. Tampoco menciona su incidencia en la mejora de la seguridad de una franja costera tan poco poblada hasta el XVIII. Sin ningún género de duda el Arsenal fue un madrugador anuncio, muy en la línea de las grandes monarquías absolutistas, de lo que con el tiempo serían las realizaciones del Instituto Nacional de Industria, donde el protagonismo de los militares distó de lo anecdótico. Motivos de perspectiva histórica y de ideas impidieron contemplarlo a Townsend.
Los tesoros del paraíso de Cartagena y algunas de sus serpientes.
A lo largo de los días sí que apreció los activos naturales del Campo de Cartagena y de su mar, pese a la inseguridad de sus rendimientos agrícolas y a distar más de medio siglo el gran auge de la explotación minera. La barrilla, el esparto, el palmito y la calidad del pescado enriquecieron el XVIII local. El buen momento del sector pesquero (capturando suculentos atunes y melvas) promovió la artesanía del característico esparto. En todo el litoral español las faenas de la pesca experimentaban una intensa animación, como también consignó el valenciano Cavanilles. Simbolizó el buen momento de nuestro sector primario los más de treinta molinos de viento de Cartagena.
Las mieles del crecimiento se malograron por culpa de la fiscalidad y el dirigismo de la administración, algo propio del despotismo al sentir de Townsend. Se apuntaba a las contradicciones del Antiguo Régimen, desgranándose en una serie de ejemplos.
Los gravámenes sobre la exportación lesionaban la comercialización de la barrilla, favoreciendo a su competidora siciliana, adquirida crecientemente por los mercaderes franceses. La pesca dentro del puerto se confió a una Compañía privilegiada que devengaba al rey la mitad de sus beneficios en concepto del derecho de la cuarta parte, vedándosele faenar por la noche por temor al contrabando.
Tales trabas impositivas no lastraban la pesca en alta mar, que no pagaba alcabalas, millones y arbitrios, y tributaba por su mercancía una tasa del 2% frente al 10% del género extranjero, disfrutando de facilidades para comprar la sal en los almacenes reales por un real menos, pudiendo satisfacer su precio a lo largo de seis meses. La explicación de tal trato diferencial residiría en que la promoción de la pesca de altura redundaba con provecho en el abasto de Cartagena y en la formación de gentes de mar avezadas, tan necesarias para la Armada.
El régimen borbónico actuaba movido por razones de autoridad, sirviéndose de la economía para sus fines, y no al revés, origen de verdaderos dislates en tan ilustrado siglo. Con motivo de las fiebres emanadas del pantano de Almojar (ocasionando la muerte de 2.500 personas en el otoño de 1785 y de 2.300 en el de 1786), Townsend deploró que el intendente coaccionara manu militari a los médicos a aplicar sin vacilación a todo paciente el remedio del opiato de José Masdeval, orillando la más elemental de las prudencias ante ciertas singularidades individuales. Al final la draconiana decisión se circunscribió a los sufridos enfermos del Hospital Real, vistos los buenos resultados. Valga esta incidencia recogida por nuestro autor para acreditar como los más enfadosos y ridículos afanes de supervisión centralizadora, con la ayuda del ejército, abrazaron a todos los reinos de la Monarquía, mucho más allá de los de la Corona de Aragón tras los decretos de Nueva Planta.
Corrupción y moralidad pública.
Tanto impulso autoritario se empantanaba cuando se pretendía poner un valladar al poder de la oligarquía local, problema abordado sin ambages por Townsend.
El ayuntamiento se componía del gobernador militar, del alcalde mayor (su asesor y regente de las causas civiles), de treinta regidores (cuyo título provenía por herencia o compra), y de los inoperantes síndicos del común, testimoniando la carencia de éxito de las reformas municipales de Carlos III tras los motines de Esquilache. De las malversaciones locales también participó con gusto el señor intendente, sin poner en olvido a los denostados escribanos públicos. Detengámonos ante algunas de sus perlas.
Los intendentes se hacían pagar caras las jugosas licencias de pesca, sin privarse del robo de pescado. Los señores regidores no les iban a la zaga, y al prohibírseles desde 1750 la apropiación directa del pescado codiciado, lo hicieron en adelante so capa de postura por sus desvelos y gestiones para fijar su precio en la plaza. Se reservaban las mejores piezas a irrisorios precios para revenderlas posteriormente con grandes beneficios. Los informes de semejantes autoridades estaban plagados de embustes que encomiaban sin fundamento real sus supuestos servicios, exigiendo la creación de cargos innecesarios y el destino de mayores fondos. Al exagerar la gravedad y la frecuencia de las plagas de langosta alimentaban arteramente tales corruptelas. Los escribanos públicos se prestaban a todo género de tratos ilícitos bajo cuerda.
Ante tal estado de cosas el clientelismo socavaba la ley. Townsend lanzó un sagaz anuncio contra el futuro cáncer de la vida pública española décadas más tarde, el caciquismo disociador del país real del legal. Su corolario fueron los frecuentes y a menudo impunes delitos y asesinatos, algo que tanto daño haría a la buena fama de la región de Murcia.
Idéntica carencia de acatamiento notó nuestro escrupuloso autor en preservar la fidelidad a los compromisos matrimoniales. En los albores del liberalismo la moral pública reposaba en la piedra angular de la privada, según acontece todavía en los Estados Unidos. El progresismo español del XIX no se apartó de tal máxima. Semejantes convicciones se basaban en el XVIII en fundamentos religiosos. No en vano Townsend tenía la condición sacerdotal, y en su calidad de anglicano sus dardos apuntaron contra la degradación episcopal de Cartagena en beneficio de Murcia, el excesivo número de regulares (rebasando con creces y sin caballerosidad el número de frailes al de monjas), la ausencia de la correcta guía moral de la amonestación efectiva (sin que el exacerbado gusto por los sermones barrocos acertara a solucionarlo), la banal y egoísta devoción por los santos patronos de órdenes particulares y por la Virgen, la ruidosa piedad popular de los asistentes a los sermones del padre capuchino Diego de Cádiz (ocupando con tal excusa la Plaza Mayor con muchísima antelación horaria), y los rigores de un celibato censurable bajo el nefasto, y supuesto, influjo napolitano.
Tal postura resultaba atrevida en la España de 1787, pero no tan inusual a dos años vista de la Revolución en Francia. El mismo conde de Floridablanca detestaba la exageración de ciertas devociones populares, propiciadoras del desorden. En el murciano seminario de San Fulgencio (donde impartió lecciones un amigo de Townsend, el valenciano Cavanilles) se enseñaron las ideas jansenistas. Al finalizar el XVIII algunos de nuestros ilustrados enlazaron moderación religiosa, reformismo económico y regeneración pública. La crisis del reinado de Carlos IV les permitiría expresarse con mayor claridad e iniciar su aplicación práctica. La Cartagena del Arsenal que visitó Townsend, con sus presidiarios y sus servilismos, también fue la del deseo de reformas y la progenitora de la que proclamó el Cantón en 1873. Toda una muestra de singularidad.