JUDÍOS Y CRISTIANOS EN LA ANTIGÜEDAD TARDÍA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
Las relaciones entre los judíos y los cristianos han sido históricamente más complejas de lo que a veces se ha reconocido. Algunos autores han considerado que el mismo Jesús no se apartó del universo del judaísmo y que el surgimiento del cristianismo sería mucho más paulatino. De hecho, las primeras comunidades cristianas deberían mucho a los judíos. Se dio la circunstancia que el judaísmo se difundió en la época helenística más allá de Palestina, una tendencia que se acentuó bajo el imperio romano, que tuvo que enfrentarse a una enconada resistencia en el territorio palestino del siglo I.
El emperador Justiniano (527-65) rigió un imperio ya menguado, pero oficialmente cristiano y con pretensiones de recuperar sus días de grandeza. En su celebérrimo Corpus, encontramos la novela o nueva constitución 146 en la que se abordaba el trato a dispensar a las comunidades judías en punto a textos y debates religiosos.
Además de en hebreo, los judíos podían leer las Sagradas Escrituras en latín, griego u otro idioma, dentro de un imperio heterogéneo en lo cultural, pues anunciaban la llegada del Salvador. No todos sabían leer, por lo que muchos las conocían como oyentes. No sabemos si el deseo de acceder directa e individualmente a los textos sagrados animaría el ansia de lectura en las comunidades judías.
Tales facilidades tenían como objeto “depurar” los elementos del judaísmo que se consideraban “indeseables” para el cristianismo, siempre con la esperanza de lograr la conversión final de los judíos, en un momento de cierta permeabilidad social entre las grandes religiones monoteístas. Se debería de expulsar de la comunidad a todos aquellos que no creyeran en el Juicio Final, la Resurrección y la creación de los ángeles, pudiendo ser condenados a muerte incluso.
A este respecto, el poder imperial se conducía de manera ostentosamente intervencionista, al modo de cómo lo hacía en las comunidades cristianas. Los desacuerdos acerca de la interpretación de los textos religiosos debía de cesar en aras de la paz, muestra clara de disensiones dentro de las comunidades judías, y la culpa de tales querellas se echaba a las espaldas de la “depravación” de los intérpretes. La actividad intelectual ha sido con frecuencia mal vista a lo largo de la Historia. Precisamente, al tratar de cosas terrenales, la Mishná o compilación de las leyes de los judíos fue prohibida. Encauzados en lo espiritual, los judíos serían asimilados en lo legal por el orden imperial reformulado por el círculo de Justiniano. Así pues, no se debería alardear de “impudicia” contra Dios y el Imperio, cuyos gobernadores provinciales procederían contra los desobedientes.
Sobre tales bases, el entendimiento entre judíos y cristianos fue un fracaso. Las relaciones entre ambos no fueron precisamente amigables en muchos casos, y la gran ofensiva del imperio persa de inicios del siglo VII evidenció la profundidad de las grietas. Así se comprobó en la atacada Jerusalén del 614.
Desde el 15 de abril de aquel año, los persas atacaron a los asediados cristianos durante veinte largos días con máquinas de guerra. Sus proyectiles lograron derribar un tramo de la muralla, y los atacantes (llamados serpientes por sus enemigos) entraron en tropel, con gran violencia. Los defensores se refugiaron en cisternas, cuevas y fosos, a la par que muchos de los jerosolimitanos se acogieron a los templos en busca de piedad. Si damos crédito al monje Antíoco Estratego, muy pocos se salaron de una matanza horripilante. Los templos cristianos fueron mancillados. Los supervivientes cristianos fueron conducidos a Persia, y los judíos se quedaron en la ciudad en una posición mejor, pues colaboraron con los conquistadores según sus detractores, haciendo salir a los ocultos y alegrándose de la muerte de muchos.
La caída de Jerusalén en manos persas fue una conmoción para la Roma de Oriente, sobre la que compuso sentidos poemas su patriarca Sofronio. Los persas autorizaron a su comunidad judía a preservar su fe, leyes y tradiciones a cambio de obediencia, en un sistema con puntos en común con los posteriores de época islámica. Años más tarde, los persas fueron vencidos por el emperador bizantino Heraclio, que en el 629 restituyó la Vera Cruz en Jerusalén.
Las relaciones entre cristianos y judíos también fueron difíciles en la Hispania visigoda, y tras las disposiciones del siglo VII muchos judíos apoyarían a los conquistadores islámicos de la península Ibérica. Los conflictos religiosos de la Antigüedad Tardía y de la primera Edad Media marcaron los siglos posteriores.
Fuentes.
James Parker, The conflict of the Church and the Synagogue: A study in the origins of antisemitism, Nueva York, 1934.