ITALIA Y LA SUCESIÓN DE LA MONARQUÍA HISPÁNICA. Por Víctor Manuel Galán Tendero.
El dominio de Italia había enfrentado a las grandes potencias europeas desde el Renacimiento. Desde mediados del siglo XVI, España había logrado imponerse, aunque en décadas sucesivas tuvo que enfrentarse a una Venecia que quería conservar su poder y a una Francia que no se resignaba a ser desplazada.
En el fondo, el poder español se fundamentaba sobre un delicado equilibrio social, pues sin la colaboración de las oligarquías de los distintos territorios italianos su dominio hubiera sido casi imposible. En tiempos de Carlos II de Austria, los virreyes de Nápoles cortejaron a la aristocracia y a los legistas, temerosos de las reclamaciones populares tras la revuelta de 1647.
Las embestidas de la Francia de Luis XIV también resultaron dolorosas en el frente italiano. En el ducado de Milán, donde se desplegó una importante fuerza militar, ayudaron a debilitar la confianza en el poder español, pero en ciudades como la siciliana Palermo reforzaron el sentimiento antifrancés.
En marzo de 1700, Francia, Inglaterra y las Provincias Unidas acordaron un segundo tratado de partición de la Monarquía española, cuyo cetro se reservó al archiduque Carlos de Austria, aunque se reservó Milán al duque de Lorena y el resto de los dominios españoles en Italia al pretendiente francés. Semejante tratado, que alteraba profundamente la situación, no gustó nada a nivel general en Italia. Incluso Venecia y la Santa Sede lo encontraron contraproducente para sus intereses. Con todo, parte de la aristocracia napolitana lo consideró un medio de liberarse de la tutela de un virrey y de contar con su propio príncipe.
El testamento de Carlos II, fallecido el 1 de noviembre de 1700, trastocó todo ello al otorgar toda la Monarquía a Felipe de Anjou. En Nápoles no se conoció su muerte hasta veinte días después, cuando se había festejado su cumpleaños. En Sicilia, la noticia causó inquietud al temerse un ataque francés. Durante semanas, se mantuvo en secreto. Al final, Felipe V fue bien acogido en la profrancesa Mesina y con mayores incomodidades en Palermo.
En tal situación, los franceses ganaron posiciones en Italia. Luis XIV ordenó desplegar tropas en Milán, ante una guerra que se hacía inminente. Su mantenimiento enojó a los sufridos grupos populares, sin disipar las dudas sobre la seguridad del ducado. Entre la primavera y el verano de 1701, la causa del archiduque Carlos ganó adeptos entre los italianos. Algunos aristócratas de Nápoles lo consideraron una garantía de su autonomía, y en septiembre de aquel año las autoridades virreinales desarticularon la conspiración de Macchia.
La visita de Felipe V (casado con María Luisa de Saboya) a sus dominios italianos resultó temporalmente balsámica. Del 17 de abril al 2 de junio de 1702, estuvo en Nápoles, repartiendo exenciones y prebendas. Más tarde, acudiría en campaña a la codiciada Milán.
La suerte de las armas borbónicas se volvió adversa entre 1704 y 1705. Los costes militares habían quebrantado los ánimos populares. El 23 de septiembre de 1706 se rindió la ciudad de Milán y su castillo el 20 de marzo de 1707. El general imperial Eugenio de Saboya fue aclamado allí.
Desde Nápoles se había visto con gran inquietud el abandono de Piamonte y Portugal del bando borbónico. El virrey Villena centró sus esfuerzos defensivos en Gaeta, de forma insuficiente. En junio de 1707, los imperiales entraron en el reino de Nápoles. Su capital fue tomada el 7 de julio. Las armas austracistas, a diferencia de España, se imponían con claridad en Italia.
Cerdeña no quedó fuera de su alcance. La isla había padecido la terrible hambruna de 1681, y se disputaban su hegemonía el linaje borbónico de los Lanconi con el austracista de los Villasor. La armada británica resolvió la situación a favor de la causa de los segundos. En agosto de 1708, tras un fuerte bombardeo, capituló el reducto de Cagliari.
Sicilia no fue por el momento conquistada, pero en 1708 hubo importantes disturbios antifranceses en Palermo. El triunfo de Carlos de Austria quedó rubricado con el reconocimiento del papa Clemente XI.
Bajo el gobierno austracista, se consideró la opinión de los legistas de Nápoles, reino que terminó pagando elevados costes de guerra. En Milán, el sentimiento contrario a Piamonte de los aristócratas lombardos fortaleció el poder de los Habsburgo. Al final, los dominios italianos, incluyendo Sicilia, serían perdidos por Felipe de Borbón, iniciándose una nueva época de la Historia de Italia.
Para saber más.
Giulio Sodano, “La Guerra de Successió española en els territoris italians”, L´Avenç. La Guerra de Successió, un conflicte europeu, nº 264, diciembre de 2001, pp. 46-51.